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Andreas Karkavitsas
EL MENDIGO
Introducción, traducción y notas de Mª Salud Baldrich López Panagiota Papadopoulou


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Andreas Karkavitsas
EL MENDIGO Introducción, traducción y notas de Mª Salud Baldrich López Panagiota Papadopoulou
Granada 2007 CENTRO DE ESTUDIOS BIZANTINOS NEOGRIEGOS Y CHIPRIOTAS


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Biblioteca de Autores Neogriegos Director Moschos Morfakidis
Comité científico Penélope Stavrianopulu, Andrés Pociña Pérez, Matilde Casas Olea, Ernest Emili Marcos Hierro, Alicia Morales Ortiz DATOS DE PUBLICACIÓN: Introducción, traducción y notas: Mª Salud Baldrich López, Panagiota Papadopoulou Andreas Karkavitsas: El Mendigo.
pp. 180 1. Narrativa. 2. Literatura Griega Moderna.
©
CENTRO DE ESTUDIOS BIZANTINOS, NEOGRIEGOS Y CHIPRIOTAS C/Gran Vía, 9-2º. 18001 Granada. Telf. y Fax: +958 220 874.
© De la traducción: Mª Salud Baldrich López, Panagiota Papadopoulou Primera edición: 2007 Depósito legal: GR- 55/08 ISBN: 978-84-95905-22-2 Maquetación: Andrei Dresviankin, Andreas Halastanis Impreso en España - Printed in Spain
La edición de este libro ha sido financiada parcialmente por la Fundación Kostas y Eleni Uranis.
Reservados todos los derechos. Queda prohibida la reproducción total o parcial de la presente obra sin la perceptiva autorización.


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INTRODUCCIÓN
Datos biográficos Andreas Karkavitsas (Ανδρέας Καρκαβίτσας) nació en Lejená, provincia de Élide, en el año 1865. En su pueblo natal cursó sus estudios primarios y más tarde, a los trece años, se fue a Patras para continuar con la enseñanza secundaria.
En esta etapa de su vida mostró gran interés por la mitología y la literatura griega y, en particular, por los prosistas de la 1ª Escuela Ateniense y del Heptaneso.
En 1883 marchó a Atenas y se matriculó en la Facultad de Medicina. Su estancia en la capital no sólo la aprovechó para realizar los citados estudios, sino que también le sirvió para relacionarse con escritores de la talla de Kostís Palamás, Konstantinos Jadsópulos y Gregorio Xenópulos. Su participación en el concurso de novela de la editorial Estía surtió una notable influencia en él y le hizo orientar su producción literaria hacia el género costumbrista.
Sus viajes a numerosos pueblos de Rúmeli1, los continuos traslados a diferentes provincias griegas y su alistamiento en el ejército en 1889, en el que siguió como médico militar hasta 1891, le hicieron conocer de primera mano la difícil situación de vida que soportaban en aquella época las provincias griegas. La contratación, en el ejercicio de su profesión, en un barco de vapor con el que viajó por el Mediterráneo, el Mar Negro, las costas de Asia Menor y el Helesponto y el regreso al ejército como médico jefe desde 1896 hasta 1921, le dieron la oportunidad de acumular un rico material plagado de datos históricos y de costumbres populares, que le fueron de gran utilidad al redactar sus obras, entre las que cabe destacar su novela El Mendigo.
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Región de la Grecia Continental.


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Además de la literatura, el ejército y la medicina se ocupó también de la política y, como fruto de esa inquietud, cabe destacar su colaboración en las organizaciones “Facción Nacional” que defendía la Gran Idea2 y “Unión Militar” así como su participación, en 1909, en el movimiento militar de Gudí. Intervino también en las Guerras Balcánicas y se posicionó, en 1916, en contra del Movimiento de Defensa Nacional, postura que le granjeó su exilio a Mitilene. La conciencia del autor estuvo fuertemente influida por estos acontecimientos históricos, que se evidencian en su creación literaria y que reflejan la vida de una nación que ha soportado siglos de ocupación y que se esfuerza por su restauración.
Los males del exilio perjudicaron su salud y en el año 1922, dos meses después de la catástrofe de Asia Menor, murió de tuberculosis en Atenas.
Obra Las primeras pretensiones literarias de Andreas Karkavitsas estuvieron dirigidas hacia la poesía como muestra la edición, en 1884, de una colección poética con el título de Comienzos (᾿Απαρχαί). A continuación pasó a dedicarse a la prosa, cuyos primeros escritos fueron novelas de inspiración erótica o histórica, influidas por el decadente romanticismo ateniense. Su preocupación por las letras se refleja también en los textos de contenido variado que ha ido publicando en diversos periódicos y revistas: relatos, novelas, notas de viajes, artículos políticos y sociológicos y otros, en los que, en muchas ocasiones, empleaba el pseudónimo de Petros Avramis.
Su producción literaria se dilató hasta 1910 y a partir de esta fecha se dedicó sólo a la publicación de sus obras escritas con anterioridad y a redactar libros de texto para las escuelas como Nuestro país (Ἡ Πατρίδα μας), En tiempos de Alejandro Magno (Στὸν καιρὸ τοῦ Μεγάλου Ἀλεξάνδρου) y Diyenís Akritas (Διγενής Ἀκρίτας ).
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Ideología de carácter nacionalista, que dominó la vida política del país durante el siglo XIX y principios del siglo XX, orientada hacia la creación de la “Gran Grecia” a través de anexión de todos los territorios tradicionalmente habitados por los griegos.
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La primera obra extensa de Karkavitsas, fue la novela Liyerí (Λυγερή), publicada en 1890, que tiene como tema central la vida de la mujer en el ámbito rural. Su dedicación a la literatura continúa con la publicación en 1892 de un volumen de Relatos (Διηγήματα), en el que recogía todas las narraciones costumbristas que había ido publicando, con anterioridad, en varias revistas. Le siguió El mendigo (῾Ο Ζητιάνος), obra publicada en 1896, que constituye una excelente muestra de la tendencia naturalista, al mostrar las precarias condiciones de vida de los campesinos.
Dos colecciones, ambas obras costumbristas: Palabras desde la proa (Λόγια τῆς πλώρης) y Viejos amores (Παλιές ἀγάπες) fueron editadas en 1899 y 1900 respectivamente. Menos éxito tuvo su novela El Arqueólogo (῾Ο ἀρχαιολόγος), publicada en 1904, donde expresa, de manera simbólica, su opinión sobre el rumbo del país. Por último, en el año de su fallecimiento 1922, fueron editadas dos nuevas colecciones: Relatos de petate (Διηγήματα τοῦ Γυλιοῦ) y Relatos sobre nuestros gallardos muchachos (Διηγήματα γιὰ τὰ παληκάρια μας).
Andreas Karkavitsas fue considerado uno de los precursores de su generación en la prosa y uno de los primeros representantes del realismo griego.
En su obra describió las relaciones humanas reales sin pretender embellecerlas. Estudió la vida popular y se interesó por la menospreciada sociedad de los suburbios revelando una realidad conmovedora. Al principio se movió en el marco del costumbrismo idílico incorporando numerosos elementos folclóricos pero, paulatinamente, pasó al realismo donde muestra una mayor sensibilidad social, como se puede apreciar primero en Liyerí y, más tarde, en El mendigo, obra en la que alcanza el nivel más alto de su expresión literaria.
Con respecto a la lengua, sus inicios literarios fueron en kazarévusa3, pero finalmente se decidió por la lengua popular, por la demotikí. No acep3
El término kazarévusa se utilizó para designar la lengua artificial de tendencia arcaizante que, excepto breves intervalos, se impuso como lengua oficial del Estado griego hasta 1976. Surgió como via intermedia entre las posturas enfrentadas que defendían la imposición del griego clásico o de la lengua hablada (demotikí). Su planteamiento inicial era utilizar la lengua hablada y su funcionamiento, aunque purificada de los elementos lingüísticos extranjeros introducidos a lo largo de los siglos.
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tó los excesos lingüísticos de los demoticistas, optando por una demotikí moderada como se puede ver en El Mendigo, donde empleó un estilo personal, expresivo y dinámico. Su posicionamiento conciliador en la cuestión lingüística se puede apreciar en una entrevista en el periódico Asti (Άστυ) donde afirmó: “Creo que la lengua es una y hacen mal los que la dividen”.
El mendigo El mendigo, una de las mejores obras de Karkavitsas y de las más conocidas de la literatura griega, fue escrito en el año 1896. El autor, influido por la intensidad del estilo de Zola y por los escritores rusos, reflejó en esta novela la lúgubre sociedad griega de su época en la que el mal no sólo quedaba sin castigo sino que incluso triunfaba. Se recreó en las condiciones humillantes que sufría la región de Tesalia y creó un personaje monstruoso, inhumano y sin escrúpulos, un espíritu maligno, un antihéroe dominador y embustero que se aprovechaba de todos, un ser dedicado a la magia y a la brujería, que llegaba incluso hasta el crimen, consiguiendo siempre escapar más rico y triunfador que antes.
A simple vista, se podría pensar que la obra, siguiendo las directrices del costumbrismo, pretendía representar fielmente la vida del medio rural griego.
Sin embargo, un análisis más exhaustivo permite distinguir las influencias del naturalismo y apreciar la mordacidad con la que se juzga la maldad imperante.
Aparte del naturalismo, la novela está evidentemente influida por el realismo y la Europa de las dos velocidades que se refleja en el abismo existente entre la alta sociedad, poseedora de riquezas, y la clase obrera empujada a la extrema pobreza. El autor, como buen conocedor de los acontecimientos históricos coetáneos (revolución industrial, fortalecimiento del papel del Estado en la sociedad y dominio de los dos movimientos literarios citados), se preocupó y se comprometió con la situación social y política de su época.
Su inquietud por la ciencia, dada su profesión, le llevó a interesarse profundamente por el estudio clínico del comportamiento moral de las
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personas y a llegar a la conclusión de que las personas dependen, con frecuencia, de las fuerzas externas: Los espectros ¿adónde van a ir, si no a los pueblos y a las casas humildes? Y las hadas bienaventuradas ¿a quiénes van a molestar si no es a los niños débiles?
La obra gira en torno a la influencia que ejercía el protagonista, el mendigo Dsiritókostas, primordialmente sobre dos personajes: el guardia de aduanas, Pedro Valajás, y Krustalo, la mujer de Magulás. Estos dos y los personajes secundarios de la novela, Mudsuris, el ayudante de Dsiritókostas, un ser desvalido y deforme, el cura Paparisos, su mujer y su hija Panayota, los aldeanos entre los que se encuentran Magulás, Dsumás, Birbilis y sus mujeres, y la madre de Krustalo, la vieja Estamato, vivían en Nijteremi, un pequeño pueblo de Tesalia. Todos ellos aparecen representados como seres carentes de humanidad, que, movidos por sus instintos, vuelven a su condición primitiva de bestias, a su herencia animal y como tales muestran las consecuencias negativas de ella.
Dsiritókostas era el sucesor de la tradición familiar en la “gloriosa” profesión de mendigo, nacido y criado para ello: Dejando el pequeño los ojos en blanco, vio por primera vez con mucha claridad la antigua raíz y la condición de su familia. Practicaba con éxito esta labor, cimentada en un inmoral hábito de lucro, engañando a las mujeres, quienes, víctimas de las supersticiones, crédulas y astutas, se asfixiaban con el destino preestablecido y pretendían ingenuamente encontrar soluciones a sus problemas en las hierbas, la magia y los hechizos del mendigo: El mendigo sacó de su bolsa y desenrolló ante las miradas curiosas de las mujeres un polvo fino y de color ceniza.
- Tómate tres de éstos -dijo con seguridad-. Cada día uno.
De repente se puso pensativo porque él sabía muy bien las consecuencias peligrosas del polvo que le daba para cambiar el sexo del embrión en la matriz de la pueblerina.
En el desempeño de su quehacer condujo al guardia de aduanas, sin que éste tuviera la más mínima sospecha, a los límites de su paciencia, pero, en realidad, el mendigo tenía un claro objetivo a corto plazo: sufrir el apaleaXI


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miento a manos de éste, aparecer ante los karangúnides como una victima indefensa y conseguir así despertar la compasión hacia su persona. Pero él era la fuerza, el mecanismo humano superior al que la vida enseñó cómo observar y controlar las debilidades humanas: Mientras el guardia de aduanas lo apaleaba, se le pasaría el enfado y se compadecería de él. Y su limosna sería seguro más grande... Con sus lágrimas y sus quejas, con aquella paciencia y súplica cristiana por su alma culpable, el mendigo era incluso capaz de partir piedras. Aunque el corazón de un karangúni no era más blando que una piedra, sin embargo ahora sentía compasión. Todos se esforzaban en levantar de allí a Dsiritókostas.
El Mendigo es una obra en la que la naturaleza desempeña un papel significativo. El autor, con un lenguaje magistral, consigue tranquilizar y apaciguar al lector mostrándole que, por encima de la mezquindad que la novela destila, aparece la fuerza de la naturaleza, exuberante y poderosa. Una naturaleza en la que el día sucede a la noche y que llena el paisaje griego, de Nijteremi hasta Calcídica, de colores y voces. La presentación de la naturaleza se enriquece con imágenes del mundo vegetal y animal. Plantas y árboles, pájaros y reptiles son actores integrantes y protagonistas indiscutibles en la novela: Los pajarracos de las montañas, las águilas y los gavilanes, los neblís y los halcones, cansados por sus viajes aéreos, bajaban a los troncos duros y recorrían el río con arrogancia, con sus uñas ramificadas clavadas en las hendiduras de la corteza, con los ojos fijos en las amplias llanuras a derecha e izquierda, con la conciencia de su fuerza manifiesta en el cuerpo, con sus picos curvos llenos de horror y amenaza, tiranos despóticos de los débiles y de los cobardes. Las aves mansas de la llanura, las cigüeñas y los cuervos nocturnos, las cornejas y los faisanes y las gansas salvajes, famélicas por las inundaciones, estaban posadas sobre las ramas y buscaban granos suculentos y parásitos en su hendidura. Los pájaros migratorios, las golondrinas y los gorriones, las tórtolas y las palomas, todas las criaturas descuidadas, estaban confidencialmente al abrigo de las hojas, junto a la serpiente repulsiva, que digería en el hueco, y al ratón que masticaba filósofo las puntas de sus raíces.
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La postura innovadora del naturalismo propugna que la especie animal, predecesora del hombre, evoluciona siguiendo un proceso de elección natural en el que domina el más fuerte. Ejemplo característico de este dominio es la deformación horrible de los indefensos recién nacidos realizada por sus propios padres: En su último parto Jaidemeni no tuvo a su marido cerca y sin embargo nacieron dos niños gemelos: Mudsuris y una niña. Los dos eran fuertes y bien modelados. Nada les faltaba... Pero su marido mostró tanta alegría... le habló a ella con tanta dulzura y elogios y cogió con tanta ternura a los niños en su regazo, que la infeliz madre enseguida se tranquilizó y echó fuera su dolor agudo y sus miedos y empezó a insultarse en secreto a sí misma porque sospechó de él. Al día siguiente fue al arroyo a lavar tranquila...
Cuando Jaidemeni regresó a casa al atardecer, Gatsulis no estaba. Sospechando, corrió a la esquina donde había dejado a los niños, pero al levantar la colcha de lana, lanzó un grito y se desmayó. Cuando volvió en sí... regresó al arroyo y se perdió para siempre.
- ¡Vaya con la tonta! -dijo Gatsulis cuando regresó a su casa borracho y los vecinos le contaron la muerte de su mujer-. ¡Qué culpa tengo yo si viene el Espectro y aplasta a sus hijos...!
La descripción de la vida natural es coloreada con una lengua muy rica y compleja especialmente en las descripciones de la naturaleza. Esta lengua, aparece mezclada con el vocabulario de los campesinos tesalios a quienes se expresan en su dialecto únicamente en las partes dialogadas de la obra, en las que aparecen frases populares, refranes y canciones tradicionales. Sin embargo, para no identificarse con sus personajes y para mostrar la distancia que le separaba de ellos, empleó la tercera persona en los pasajes narrativos de la novela.
En el desarrollo literario de su obra tuvo que enfrentarse a tres grandes cuestiones: la religión, la superstición y la charlatanería. La cuestión de la fe, aparte de la ridiculización del cura, aparece levemente tratada, en cambio, las otras dos cuestiones fueron la piedra angular en las que fundamentó el contenido de su obra. Muestra de ello es la presencia dominante de criaturas fantásticas, hadas, vampiros, espectros y espíritus y la creación de XIII


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tipos humanos que utilizaban el hechizo como medio de vida. Sin embargo estos tipos, en especial el mendigo, no creen en la validez de este remedio: El mendigo, sin embargo, no creía ni en sus hechizos ni en el vampirismo de su aprendiz. Nunca tales supersticiones tuvieron cabida en su mente racional, no porque tuviese una educación mejor, tampoco porque en su lugar no existiesen supersticiones. Por el contrario, esta sociedad lúgubre empujada por la necesidad de tener hijos varones para ayudar a la familia en su sustento se deja persuadir por la charlatanería y los hechizos de un embustero: ¡Que tuviera un segundo apoyo, dispuesto a tomar el lugar de su padre en caso de desgracia! ¡Poner un nuevo cabalgador valiente bajo el techo! ¡Bajo aquel techo que se refugien durante el viaje inseguro del futuro todas las criaturas débiles de la familia, la madre con las hembras, y que se sientan protegidas!
Es evidente que Karkavitsas no fue superficial en el tratamiento de los temas, sino que profundizó en su crítica social y fue más allá de lo visible, de la vida tranquila y sin interés de un pueblo. En sus vivas descripciones presentó el derrumbe psíquico e intelectual de un mundo afectado por la ignorancia, las supersticiones, los prejuicios y en consecuencia por la maldad. No pretendió desvirtuar sino llamar las cosas por su nombre, porque creía que sólo así se podían cambiar y arreglar. Puso de manifiesto sentimientos, por lo general negativos como la miseria, el odio, el engaño y en ocasiones positivos. Entre estos últimos cabe destacar la ilusión de Jaidemeni, la madre de Mudsuris, cuando tuvo a sus hijos: Jaidemeni, cuando los vio, por poco se volvió loca de alegría... Todo el día los mimaba y les cantaba, estrella y oropel los llamaba, sol y luna, vida y alma, esperanza y alegría sin fin; y el cariño con que Magulás se dirige a su caballo: - ¡Ven, tortolito…! ¡Tira para adelante y no te me hagas mala sangre! Si mi mujer te afligió, yo la echo; si mi niño no te dio de beber, lo mato; y si madre no te dio comida, que no le quede ni un año de vida…! ¡Párate aquí para que recuperes el resuello! Siento que tus vergüenzas se hirieran y tus labios sangraran. ¡Me sobresalta ver tu cuello herido y tu crin comida por el yugo pesado y tu lomo por el enganche salvaje…! Pero calla y yo te daré doble ración esta noche y junto a ti pondré XIV


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el molinete, para que te refresques durante toda la noche. ¡Tira ahora para adelante y no te me hagas mala sangre...!
En la elaboración de la obra influyeron notablemente los viajes que Karkavitsas realizó a lo largo de su vida. Representó el mundo como lo percibió, es decir, la parte oscura y para mostrarla eligió una provincia atrasada, una sociedad rural en el periodo de transición entre la doninación otomana y la independencia, que seguía mostrando su ruindad, incluso después de liberarse de la opresión de los conquistadores. Confrontó para ello la hospitalidad generosa y sincera y el carácter abierto y alegre de sus conciudadanos con el carácter asustadizo e inhóspito de los karangúnides, a quienes consideraba, en parte, culpables de la situación irreversible en la que vivían. Pero, incluso en esta sociedad decadente se pueden observar tendencias modernizadoras y progresistas llamadas a facilitar el restablecimiento del Estado Griego: ¡Ahora lo llaman Grecia y hay Constitución! e intentos de conseguir un mundo más humano y cosmopolita sin renunciar a la esperanza de la restauración nacional.
Sin duda, no se trata de una obra costumbrista al uso porque no relaja al lector y no fortalece el amor a sus costumbres ancestrales. Pero tampoco pertenece a la categoría de las obras idílicas, ya que mantiene su relación con el costumbrismo a través del reflejo de los usos y las costumbres: Los karangúnides no se cambiaban fácilmente de ropas más de cuatro o cinco veces al año, esto no siempre de manera regular, y hasta entonces Krustalo podría encontrar una justificación.
Un importante recurso empleado por el autor es el uso de la retrospección. Con la narración retrospectiva consigue trasladar al lector a acontecimientos anteriores ocurridos en el pueblo de Dsiritókostas, Krákura y darle a conocer las circunstancias, los engranajes psicológicos del protagonista y las causas por las que llegó a la mendicidad. El protagonista, personaje admirado por sus conciudadanos, fue seguidor y brillante representante de una tradición secular de la que no podía librarse. Era conscientemente malvado y plenamente conocedor del daño que infligía a los demás. Gracias a la técnica XV


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retrospectiva se intenta evitar que el lector sienta compasión por el mendigo, y aunque le hace comprender su naturaleza, le incita a no admitirla.
En la última parte de la novela los personajes son presentados como antihéroes, personas oscuras llevadas ante la justicia, que aceptaron el castigo que les correspondió según las leyes primitivas de la naturaleza. Todos pagaron por la superstición y la inmoralidad en las que vivieron inmersos.
Los karangúnides expiaron su falta de voluntad, su incapacidad para llevar las riendas de su vida y controlar su forma de comportarse. Lógicamente el mendigo también debería pagar, pero él era la potencia consciente del mal, controlaba su vida, sabía enfrentarse a las dificultades de su naturaleza y seguir adelante como un mago poderoso que concentra en sus vigorosas manos fuerzas terrestres y espectros etéreos. Además era capaz de modificar no sólo el destino sino incluso la misma naturaleza de los seres.
El autor no ofrece ninguna salida y en ningún momento se puede vislumbrar otro final que no sea desdichado. Dsiritókostas consiguió, al final, su objetivo. Se aprovechó de los karangúnides, engañó a los representantes de la justicia y se retiró triunfador para seguir con su obra. Si el hombre no encontró la meta de su existencia, él no tuvo ninguna culpa, sino que fue la sociedad la culpable. El mendigo regresó a la naturaleza y éste fue un regreso a la situación natural primitiva y a sus leyes, donde no hay distinción. El hombre muchas veces no encuentra el objetivo de su existencia, pero lo posee en su seno la Naturaleza, diosa indiferente, libre de influencias que muestra el mismo amor a los frutos de Caín y a la primogenitura de Abel.
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I Nijteremi no es precisamente uno de los grandes pueblos de Tesalia.
Tirado allí en la desembocadura del Peneo, en la hondonada profunda de la fértil vega que se extiende triangular desde las boscosas raíces del Kísavos hasta las faldas del Olimpo, se parece a Laspojori, su pueblo vecino, gemelos espectros de agua, Gigantes auténticos, atiborrados de vegetación espesa y adormilados por los vapores repugnantes de las ciénagas. Con sus casuchas, donde conviven en armonía animales y hombres, con las canastas de varas trenzadas, donde se almacena en verano e invierno el maíz, con el konaki1 del bey2 alto y arrogante en el centro y la iglesita pequeña y despreciable en un extremo, tiene esa expresión pobre y temerosa que tienen todos los pueblos oprimidos de la vega que no merecen existir.
Era domingo. Casi todos los hombres del pueblo, desde las primeras luces cuando terminó la misa, estaban reunidos fuera de la casa-tienda de Magulás y empezaron una viva conversación. Los yapiá3, las terrosas camas donde pasa por costumbre su vida cada pueblerino tesalio, se levantaban, recien untadas, a derecha y a izquierda de la baja puerta y servían para sentarse y tumbarse. Allí tumbado Paparisos, un viejecito, pequeño y delgado con gruesos calcetines, camisa de algodón de borra larga hasta las rodillas, capa de lana negra y gorro descolorido en la cabeza, cogía un trozo de papel y leía sílaba a sílaba, y en voz alta, cada 1
Residencia del gobernador de una región en la época de la ocupación otomana.
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Gobernador de una ciudad, distrito o región del Imperio turco (R.A.E).
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Pequeñas estructuras hechas con tierra usadas para sentarse y tumbarse.


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una de sus palabras, acompañándola con un movimiento explicativo con la mano. Radsakos, el alguacil, sesentón, corpulento, de pelo y barba canosa, con calzones y zapatones, echado a su lado, ayudaba al cura en la lectura y discutía muchas veces con él el significado exacto de las palabras. Magulás, cuarentón, de buena apariencia, con su delantal de algodón de borra, no tanto para proteger sus semigastados calzones, como para mostrar que es el único tendero del pueblo, con un pie sobre el yapí y encima de la pierna el codo y sobre él la cabeza apoyada, escuchaba con gran atención y, volviéndose, decía él también alguna palabra y se la explicaba a los otros. Todos los demás, Jadulis, Birbilis, Dsumás y Krapas, jóvenes y viejos, arrodillados alrededor de los bordes de los yapiá, medio sentados, inclinados o de pie, apoyados en sus gruesos bastones, con sus cabellos largos y despeinados caídos a uno y otro lado de sus caras pálidas y resecas; con sus sucios baberos abiertos hasta la mitad, rotos por el sudor y por el paso del tiempo; con el pecho negro, áspero, poblado, como un terreno descuidado lleno de espinas salvajes; con los calzones descoloridos y requetezurcidos; con los pies envueltos en calentadores de gruesa lana y calzados con un trozo de piel de cerdo siempre húmedo, escuchaban atentos y dependiendo de lo que oían, cambiaba de expresión la cara de cada uno y de sitio los miembros del cuerpo. Uno movía la cabeza negativamente: “no, no es posible, no”; otro mostraba desgana e indolente decía: “ay, hermano, déjanos ahora en paz”; un tercero abría la boca, y jugaba con la lengua haciendo muecas cómicas; otro se volvía hacia el otro lado, harto; otro, sumergido en sus pensamientos, escarbaba con el pie en el barro; otro tenía los ojos entreabiertos y otro masticaba continuamente, sin tener nada entre los dientes, sólo por costumbre, como los animales tragones. De repente, todos a una, extendían preocupados su cuerpo hacia Paparisos, para pillar la frase incomprensible. Cuando la entendían, uno se giraba hacia el otro y su sistema nervioso, excitable con facilidad, manifestaba toda su energía, 24


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como la del resplandor de un rayo, e inundaba sus ojos pequeños con mezcla de enfado y maldición.
Y no era sin motivo que los karangúnides4 mostraran tanta curiosidad. La carta que leía Paparisos era de Lárisa, del abogado y les daba noticias de su situación, de su propia existencia.
Antes, en tiempo de sus bisabuelos, Nijteremi, como también otros pueblos de alrededor, fueron pisoteados por el pachá5 Alí. Entonces Alí era muy poderoso en Ioannina y su hijo Beli era pachá en Tirnavos. Alguien le alabó este campo y, como era su costumbre, quiso tenerlo. Envió a Beli para invitar a los alcaldes de los pueblos y, con atenciones y amenazas, obligarlos a cederselo. Cuantos pueblos tenían entonces alcaldes buenos se opusieron. Gerovarsamis, el primero de Rapsani, durante tres años estuvo encarcelado en Ioannina y sufrió mucho a causa de Alí, pero no firmó entregar el pueblo. En Kraniá, cuando Beli fue a pisotearla con sus soldados, los habitantes se reunieron en la iglesia de San Arcangel con llantos y golpes de pecho, suplicándole que le echara una mano contra la injusta incursión del pachá. Entonces le ayudó sin pérdida de tiempo. Salió con la espada en la mano, agarró las bridas del caballo de Beli y lo envió de vuelta a Tirnavos con sus hombres. Beli deseó tener Konomió, el rico monasterio de los Comnenos, que estaba colgado más arriba del Tságesi, en la ladera del Kísavos y envió constructores para que le hicieran un konaki, pero Jadsís Kabekos, el alcalde, fue y echó a los constructores y a continuación se presentó ante el pachá y, con valentía, le habló: “Mi pachá, mi cuerpo es mío y te lo entrego, haz lo que quieras con él, pero el monasterio que me pides no es mío y no te lo doy...”. En verdad Kabekos fue martilleado en todas sus articulaciones y expiró encima del tocón, pero el monasterio con sus aguas frías, sus bosques y sus ricos terrenos no lo pisó.
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Nombre de determinados grupos de poblaciones agrícolas de Tesalia.
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En el Imperio otomano, hombre que detentaba el mando superior en una provincia (R.A.E).
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Sin embargo, todos los pueblos no tenían esta clase de alcaldes.
Los ancianos de Nijteremi, en cuanto les habló el pachá, firmaron de inmediato la cesión. Así lo hicieron también en Pirgetós, en Égani y en Laspojori. Es cierto que lo entregaron con algunas condiciones: dar al pachá la tercera parte del trigo, de la cebada, del maíz y del centeno que los pueblerinos sembraran; construir sus casas ellos mismos y que nadie pudiese echarlos; conservar sus viñas y su ganado, gordos y flacos y que nadie pudiese quitárselos. El pachá Jursít se apoderó también de ellos más tarde con estas mismas condiciones, cuando venció a Alí. Sin embargo ahora el bey quiere convertirlos con la Anexión en latifundios perfectos, como lo son los demás pueblos de Tesalia.
Naturalmente los pueblerinos se opusieron, expulsaron muchas veces a los capataces de los konakis, les negaron los pagos y corrieron a denunciarlos a los tribunales para que hicieran justicia.
Los juicios, escribía ahora el abogado, no son como el vino que los puedes beber en un solo día, ni como un pollo que lo puedes comer de un bocado. Hay que tener paciencia y no creer que se encuentran todavía bajo los turcos. En aquel tiempo, el cadí con el komboloi6 en la mano y la libreta sobre las rodillas, subiendo y bajando el tronco al sorber su narguile, terminaba en una hora con veinte juicios. ¡Ahora lo llaman Grecia y hay Constitución! Hay tribunales, sumarios y abogados que hablan por los codos hasta que la saliva se cuaja en su lengua para conseguir el interés de su cliente. Hay jueces y fiscales y presidentes que escuchan, y hay secretarios que de inmediato ponen en el papel lo que en serio o en broma sueltas.
Es verdad que, muchas veces, se escriben unas cosas en lugar de otras, lo que conviene al que paga bien, pero, lo que se escribe allí una vez, ya no se borra. Hay también diez o doce, a veces incluso veinte jurados sentados serios en sus altos sillones, todo ojos y oídos, que entran y deliberan en secreto y salen después a comunicar su sabia decisión. Para que todo esto 6
Especie de rosario usado a modo de juego.
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suceda, se necesita seguro mucho tiempo y conlleva muchos gastos, pero al final sale una decisión que es la que debe ser. Es verdad que el Gobierno apoya al bey y el tribunal parece tomar el mismo camino. Tienen, ves, al consul que se planta. Conocida es también la turcofilia que sufren todas las autoridades de Lárisa, políticos y militares, ¡como si con diez o quince beys se pudiera salvar Grecia...! Sin embargo él, como abogado, no dejará que hagan lo que quieran; anda con pies de plomo; cada día se cartea con el primer ministro. Él tomó cartas en el asunto y ellos no deben preocuparse. El juicio está a su favor y a los otros ... que los zurzan.
Con este final, el abogado aconsejaba a los pueblerinos que no lo olviden, que le envien algún animal, flaco o gordo y si es un becerro no le importaba, que le manden algunos pares de gallinas, una bota de buen vino sin poso. El poso, esos brotes de hierba salvaje que se le echa dentro para ennegrecerlo, estropea más que mejora al vino. Quería un buen vino, porque lo enviaría como regalo a un personaje importante de Atenas para su caso. Al final pedía que el alguacil o Paparisos fuesen a hablar con él.
Todo iba bien. Pero a los pueblerinos no les gustó nada la postdata. Gruñieron y cada uno hacía un aspaviento. Uno dio vueltas en su sitio como un gusano en las boñigas, otro levantó la nariz y arrugó los labios, un tercero se bajó el fez sucio con su pañuelo negro hasta meter las orejas en él, como si la frase fuese un soplo helado.
Magulás pasó a su casa-tienda, Jadulis se fue, el alguacil se volvió boca abajo, dando sus anchas espaldas sin miedo a un sol de justicia y Paparisos dobló con devoción la carta como si doblara su estola.
- ¡Nos han dado calabazas! -murmuró enfadado-. Vamos a echar a un jefe y nos sale otro.
-
Adelante, ve ahora a Lárisa, -añadió el alguacil-, no tenemos ni su tiempo ni sus facilidades! ¡Quiere que hablemos! y ¿qué podemos decir? Son cuentos chinos. Hola, alguacil ¿ Cómo están las bestias? ¿Cómo va el maiz? y te mira directamente a las manos y al tiempo que le hablas del asunto, si vas de vacío, 27


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te despacha con dos palabras y te deja plantado hasta la noche.
Si le llevas algo, entonces empieza, amigo mio, con unas palabras que te lleva al huerto sin darte cuenta. ¿Y qué hacemos?
¡Pedir peras al olmo!
- Hum, es de Morea7 y abogado ¿qué esperas? -dijo Birbilis con voz como si rodaran chinos-. ¡Mira qué libertad nos traía! Todos los que no tienen ni un duro de Atenas se vienen aquí y ¡quieren dejarnos pelados!
- Dad, el señor Trajilis necesita liras, se oyó desde dentro la voz de pito de Magulás. Él pagará el konaki de Ibrabey.
- ¿Qué konaki? -preguntó Paparisos, rascándose el pecho con sus uñas combas.
- ¿No lo sabéis? -dijo Magulás dejando ver todo su cuerpo-. El konaki grande, con las historiadas murallas y las puertas de mármol. Lo compró el señor Trajilis por tres mil liras.
- ¡Vaya! ¿Es rico? -preguntó abriendo sus grandes ojos Dsumás, como un niño recién nacido a la luz del día.
- Y ¿qué? ¡Sólo es eso! -continuó Magulás moviendo la cabezaÉl adquirió también el konaki de Dervísbey, las viñas del jefe Kurás en el río y también el latifundio del agá Osmán en Tatari ¿qué podeis decir? Tiene dinero de sobra.
- Y pensar que cuando vino aquí no tenía ni ropa que ponerse, -cuchicheó el alguacil.
- ¡Hombres listos! -concluyó Paparisos-. ¡Nos tomaron por tontos y nos desplumaron!
- Desde luego algunos dicen que le gustaría ser elegido como
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diputado, -se adelantó Magulás impaciente por mostrar cuántos secretos conocía de Lárisa.
¡Vaya! -dijo Jadulis que volvió a despacharse a gusto contra
Región al sur de Grecia.
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el abogado-. ¡Que se quede con las ganas! me pregunto si los larisanos van a elegir a un extranjero como diputado...
- ¿Pero no sacan sólo a extranjeros? -preguntó el alguacil-.
Aparte de Papús, los demás son extranjeros.
- ¡ Qué bien lo hacemos nosotros porque vamos a Tirnavos!
Tienes a tu hombre ¡te conoce y lo conoces! ¡Vas a Kufós y le dices esto y aquello y de inmediato se arregla tu asunto!
-dijo Birbilis, contento porque encontró la ocasión de alabar a su amigo diputado.
El alguacil, sin embargo, que era su rival y tenía otro jefe de partido, se puso de pie y le cortó en seguida la palabra: - ¡Calla, compadre! Calla, te digo, no te da vergüenza hablar de Kufúliaka, qué me puedes decir de él, que puede trabajar como amigo, que nos salve, si puede, del bey y entonces todos lo votaremos a él.
El bey, el jefe del pueblo, se había convertido en la piedra de toque, en la que los pueblerinos probaban la fuerza política de todos los jefes de partido. Desde el día en el que empezaron su enfrentamiento con el bey, excitados con habilidad por los desocupados abogados de Lárisa, aquél, el bey, consiguió el dinero y el apoyo todopoderoso de su cónsul y ellos, los abogados, lograron tener el reconocimiento de los políticos de la provincia. El bey, teniendo confianza en sus armas, se defendía con ellas y creía que podía al final vencer. Los karangúnides, sin embargo, cambiaron uno tras otro a todos los políticos, prometiendo que, aquél que liberara al pueblo, sería proclamado su salvador y todos lo votarían sólo a él. Pero no encontraban en aquéllos nada más que palabras y promesas. Entonces, desesperanzados y sin ninguna formación en libertades políticas, hacían lo que también hicieron los de su misma raza de las antiguas provincias que dejaron los temas comunitarios a la discriminación del azar y se preocuparon únicamente de sus asuntos particulares.
Cada uno hizo como amigo político al que sabía que durante la turcocra29


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cia tuvo poder reconocido. El nombre señorial los dejaba prendados y todos lo rodearon, deseosos de defenderlo e incluso de sacrificarse en su favor. Pero porque tenían que tener algo para justificar sus desacuerdo en los temas comunitarios, seguían todavía sacando a relucir el nombre del bey en sus disputas de partido. Seguros de que ningún político era capaz de cambiar su suerte, se mostraban dispuestos a sacrificarse en favor de la comunidad. Astutos, querían sólo enfadar y ridiculizar al advesario ante sus paisanos con las argucias de la mala gestión política siempre en la mente. Los karangúnides ahora tenían el mismo objetivo.
Birbilis, que no era inferior a él en los trucos electorales, dijo en seguida con ironía: - No. ¡Que lo haga el tuyo, tu médico y todos lo votaremos sólo a él!
- El mío lo hace, -grító fuera de sí el alguacil.
- ¡No lo hace! -insistía Birbilis.
- ¡Lo hace...!
- ¡No lo hace...!
Ahora todos de pie uno se acercaba al otro con ojos encendidos y con cara enfurecida, dispuestos a tirarse de los pelos. Por casualidad, el agá Demís, el gerifalte del pueblo, bajaba en aquel momento de su konaki, con un fez rojo chillón.
Desde que los pueblerinos empezaron a enfurecerse y a discutir los derechos soberanos del bey, el agá Demís ya no vivía en el pueblo. La mayoría del tiempo vivía en Lárisa donde se ocupaba de los asuntos de su señor. Si alguna vez deseaba la vida campestre, iba a otros pueblos vecinos donde los pueblerinos seguían siendo sirvientes fieles y diligentes. Sin embargo, raras veces para probar los ánimos de los habitantes de Nijteremi y para supervisar los almacenes y el konaki donde había almacenado mucho maíz del año anterior, iba a Nijeteremi siempre con su séquito. Los habitantes del pueblo no veían con buenos ojos estas visitas. Cuando aparecía ante ellos, sin darse cuenta, como movidos por 30


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un resorte interno, se levantaban y le hacían una humilde reverencia, pero cuando lo perdían de vista, en seguida se enfadaban entre ellos por ese impuesto de humillante servidumbre. Juraban que, cuando otra vez volviera a aparecer, nadie se levantaría ni le haría una reverencia.
¿Qué se creía él?, ¿qué era ahora para ellos? ¡Ya no eran sus esclavos y él no era su jefe! Sin embargo en el momento en el que el agá Demís aparecía de nuevo por los límites del pueblo, su esclavitud, oculta en su interior por siglos, les hacía olvidar sus juramentos y su independencia.
Lo mismo les ocurrió ahora. El agá, gordo, barrigudo, con la inactividad oriental pintada en su fofa y rojiza cara, la sonmolienta e inalterable expresión en su mirada, con su insoportable arrogancia que la educación despótica de muchos siglos regaló a su raza, bajó lentamente la escalera del konaki y se preparó para montar un caballo ensillado y orgulloso que relinchaba en el patio. A su alrededor había tres arvanites8, que llevaban fustanelas9, armas, chaprádsia10 y en la mano derecha un látigo doblado, miraban a los yapiá con ojos enfurecidos. Los pueblerinos empezaron a sentir, sin querer, ese horror ancestral en su interior insumiso. Aquella mínima escolta llegaba a sus ojos como la escolta de un gran y temible pachá de otros tiempos, de aquéllos que atemorizaban a sus abuelos y a sus bisabuelos y dejaron una herencia terrible para su generación. Por la influencia de esta herencia y por las semillas llenas de miedo de sus antepasados, que los karangúnides llevaban idénticas en su sangre, empezaron a sentir el aire a su alrededor lleno de terror y de amenaza. Asesinatos, lamentos, torturas e incendios, todas las calamidades que sus antepasados soportaron de los señores turcos, se les representaban ahora ante sus ojos; las quejas y los lamentos zumbaban 8
Poblaciones de habla albanesa llegadas a Grecia en el siglo XIII.
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Vestimenta tradicional masculina parecida a una falda con abundantes pliegues y de color blanco.
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Adornos de plata y oro que llevaban entrecuzados en el pecho.
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en sus oídos empujándolos, muertos de miedo, a la reverencia servil e indeludible. Los dos adversarios políticos pusieron fín de inmediato a sus disputas y los pueblerinos se pusieron de pie. Paparisos escondió deprisa la carta del abogado en su pecho. Magulás salió dos pasos fuera de la puerta y, con ademán triste y humilde, empezaron la reverencia sin discusión. Cuando el agá Demís pasó cabalgando a su lado y desapareció con su escolta en la lejanía dentro de una nube de polvo, melancólicos y en silencio se sentaron de nuevo en los yapiá y, durante mucho tiempo, callados, no se atrevieron ni a mirarse.
Abajo en el pueblo fangoso, los niños semidesnudos, descalzos y sin gorros, se revolcaban y jugaban mezclados con las gallinas, los cerdos y las demás animales del pueblo. En las otras casuchas, las mujeres entraban y salían con rodetes enrollados en la cabeza, pesado gamabrani11, con su pobre vestimenta de algodón, sus faldas y delantales de lana, descalzas, remangadas y con el pecho cargado con cuentas de colores y monedas de plata, auténticas amas de casa y trabajadoras del campo y de la casa. Una arreglaba su yapiá, enterrada hasta las rodillas en el barro; otra calentaba su horno y una tercera le ponía pañales a su hijo llorón; más allá otra clavaba postes gruesos, preparando un toldo para el verano. Más adelante otra zurcía la ropa de su marido y tarareaba una canción quejumbrosa, canción del lugar, nacida allí en el campo, pobre, sin gracia como su voz y grosera como ella misma; otra, aparte, hermosa, la hija de Paparisos, sacaba del establo dos caballos grisáceos, bajos y endebles y los ataba a un pilar; otra, la mujer de Magulás, junto al pozo, redonda por su barriga a punto de dar a luz, arrodillada frotaba con barro la tapadera de una olla12 y hacía un ruido infernal.
Este ruido no les molestaba ni a los pueblerinos que estaban sentados hablando en los yapiá, ni a las pueblerinas que hacían su trabajo.
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Tipo de pañuelo para la cabeza empleado por las pueblerinas.
12
Manera empleada por las pueblerinas para limpiar los cacharros de cocina.
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Sus nervios de acero, criados en la naturaleza indiferente, se habían vuelto inconquistables a las influencias externas.
Sin embargo, destrozaba los nervios del guardia de aduanas, que paseaba solo por allí cerca bajo la sombra alargada del konaki.
Cuanto más grande era el ruido, más abierto era el paso del guardia de aduanas y más se ensombrecía su cara dejando entrever los negros pensamientos que rondaban su mente.
- ¡Al diablo la vida y sus cosas buenas! ¿Quién? Yo, Pedro Valajás, el mejor cantante de Mesolonghi, el famoso enemigo de Batariás, ¿dónde se encuentra ahora? ¡En Nijteremi! ¡Se topa siempre con karangúnides, que no tienen otro dios que el bey y que no conocen otro mundo que los animales y sus sementeras!
Pedro Valajás creía que era de una gran familia de Mesolonghi y no le faltaba razón. Su padre fue capitán y su abuelo tenía una barcaza. El abuelo, luchando con su barcaza cerca de Basiladi en contra de las salvajes ofensivas de Kiutajís13, perdió las dos manos y murió por una hemorragia incontrolable dentro de su barca, mientras lo llevaban a la ciudad sitiada. Su padre, capitán en la laguna de Kalamotó, terminó medio paralítico por el alcohol y finalmente se ahogó en el lodazal del lago una noche de marzo, mientras iba a inspeccionar sus barcazas y los turnos de guardia.
Pedro Valajás mostraba desde pequeño un carácter rebelde.
En el colegio, a menudo, molestaba y pegaba a sus compañeros, contestaba al maestro y con mucha frecuencia faltaba a clase. Sus familiares quisieron ponerle límites, aconsejarle y asustarle. Era el único niño de la familia y tenían la esperanza de que en el futuro fuese el protector de sus hermanas, pero Pedro no les echaba cuenta 13
Jefe del ejército turco que fue enviado contra los revolucionarios griegos durantre la Guerra de la Independencia.
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ni por consejo ni por miedo. Un día rompió sus libros, saltó a la barca paterna y pasó a la laguna de Kalamotó para ser pescador.
Al principio mostró una gran disposición y destreza en la pesca. De su arpón nada se escapaba. En el trenzado de juncos era siempre el primero.
En el salado de los sargos y en la captura del mújol era único. Sus parientes, desesperados cuando lo vieron dejar el colegio, ahora se sentían contentos.
Su madre, asombrada por la prosperidad de su hijo, se hacía la señal de la cruz y alababa a Dios porque le había enviado un protector para sus huérfanos. Dos años después empezó a mostrar signos de aburrimiento con la pesca porque la encontraba un arte de poca monta y limitado. Prefería ir a la salina para extraer sal, la sal no requería mucho esfuerzo. Dejó en poco tiempo la laguna y fue a trabajar como obrero a la salina de Antelikós.
Allí Valajás tampoco vivía contento. Su cabeza, voluminosa y desproporcionada a su pequeño cuerpo, encerraba un cerebro intranquilo y soñador. Este trabajo, ocupación corporal dura y grosera, lo cansaba y lo agotaba. Por la noche daba vueltas en su casa con los ojos medio apagados e inmovibles y la cara blanquiverde como la tierra. Era irascible con su madre y hermanas y en todo encontraba motivo para maldecir, con su voz tartamuda, su oficio y sobre todo su suerte. ¿Dónde se ha oído esto, dónde se ha oído? ¡Él, cuyo abuelo se sacrificó por la libertad de la patria, él, cuyo padre dirigió ciento cincuenta trabajadores, trabaja ahora como un simple obrero y extrae sal! ¡Quería amores, vino y canciones!
Al final dejó la salina y se lanzó con toda su alma a la diversión.
Este ánimo indolente de mesolonghita no permaneció durante mucho tiempo sin repuesta. Karonis, el poderoso jefe de partido de la provincia, lo acogió diligente bajo su protección y quiso nombrarlo guardia de aduanas.
Así tendría un puesto de trabajo de cara a la sociedad, ayudaría a los amigos y torturaría a los enemigos. Valajás tampoco se sentía satisfecho con este trabajo. Mucho trabajo y poco pan. ¿Cómo vivir con el mísero sueldo de un guardia de aduanas? Buscaba un motivo para no aceptar el puesto, pero el jefe del partido, impaciente por hacerle un bien, le hizo cambiar 34


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su apreciación: poco trabajo y mucho dinero. Tendrá un sueldo y también tendrá un sobresueldo. Para convencerlo aún más, le ponía como ejemplos a muchos guardias de aduanas, que con el mismo sueldo consiguieron construir casas-palacios, cultivar viñedos, reunir rebaños de cabras y ser grandes y poderosos. ¿Cómo, de otra manera, hacían todas esas cosas más que con sus sobresueldos?
Al final Valajás fue persuadido y destinado primero a la subaduana de Glarentsa donde hizo miles de trabajos provechosos. Yannis Taburos le enviaba furtivamente sal y la repartía por toda la vega. Mitros Patsuras le lanzaba cada noche con su goleta de diez a veinte fardos de tabaco a todas las playas que estaban enfrente, desde San Atanasio hasta Kafkalida, y ganaban más que de sobra. Éste tenía la facilidad, cuando le apetecía y sin permiso, de pasar a Mesolonghi para ver a sus parientes, para estar con sus novias, para cantar una canción de Ioannina con Batariás en la fuente de Turlida y para arponear alguna morralla con la barca en el lago.
Cuando llegó la hora de que el dadivoso jefe del partido mandara llamar de uno a otro confín a sus seguidores para que le demostraran su devoción en las urnas, Valajás reunió a los patriotas que estaban diseminados en los diferentes lugares de alrededor y los llevó a Mesolonghi, dispuestos a sacrificar incluso su alma.
Llegó, sin embargo, una época en que, por más cosas que hicieran los votantes, por más trucos electorales que utilizaran, por más que dieran a otros promesas de favores, más negro lo tenía el buen jefe del partido. ¡Ay, Dios mío, qué les esperaría ahora...! En medio de una calma tan grande, del disfrute despreocupado de los bienes que les proporcionaba el voto, de repente sopló, salvaje, el loco viento del norte y arrastró con sus furiosas alas a todos sus partidarios. El mar ondulado hervía cada día y empujaba naufragios tristes hacia la playa apacible de Mesolonghi, desde Krioneri hasta Basiladi. Valajás consiguió casi ponerse a salvo de este temporal, pero la ola salvaje le llegó también a él y lo llevó lejos, a un extremo solitario del Termaiko, a Tságesi, a la última parada aduanera del Reino.
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Esta salvación fue para Valajás su fin. ¡Adiós Glarentsa...! ¡Se esfumaron de un soplo los contrabandos y las escapadas amorosas!
¡Se esfumaron de un soplo las canciones de Ioannina y las apetitosas morrallas y el tumbarse a la bartola...!
¡Ahora trabajo, siempre trabajo! ¡Pasaba toda la noche al acecho en las rocas de Karitsa y en la desembocadura del Peneo, con nieve y lluvia y en la más profunda oscuridad para atrapar contrabandistas!
Durante todo el día estaba en el interior de la oscura celda de Aduanas escribiendo informes y por triplicado. El voto ya no tiene poder, Karonis no extiende ya su égida protectora para salvar a sus fieles gandules del cansancio agotador. El jefe de aduanas, un perro feroz, quiere que los empleados que estén a su servicio sean también perros feroces. Tan pronto como vio que Valajás no estaba acostumbrado a trabajar, no respetó sus años mozos, le puso una multa tras otra y al final lo exilió a Nijteremi, a un lugar enfermo, donde la fiebre -lamia insaciable- chupa la sangre de los hombres hasta los huesos, donde nadie encuentra pan para comer y al frotar las mujeres sus ollas destrozan los nervios. ¡Al diablo la vida y sus cosas bellas!
El guardia de aduanas hervía por su enfado y todo a su alrededor era culpable. Insultaba y odiaba los lodos, las sementeras, los animales, los pájaros e incluso la naturaleza entera. Todo ante sus ojos parecía desesperadamente negro; que todo iba a un desastre inevitable, desde el futuro de Grecia hasta las cumbres espesas y soberbias del Olimpo que se levantaban a su lado y hasta las aguas del Peneo, que fluían anchurosas y cristalinas en las desembocaduras verdes y se mezclaban con las aguas del mar como si fueran hermanas.
Con esos mismos ojos -los ojos de su alma pesarosa- veía el guardia de aduanas a los pueblerinos. ¡Jugarreta del diablo! ¡Auténticos patanes, peores que sus vacas y sus burros! Comparaba la hospitalidad sincera y señorial de su pueblo, el carácter risueño y extrovertido y la megalomanía de sus compatriotas, con el carácter 36


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de los karangúnides, inhospitalario, melancólico, modesto y siempre temeroso, y sentía desesperanza y asco.
Pedro Valajás alimentaba siempre una gran idea sobre su procedencia señorial y en todas partes encontraba alguna diferencia corporal o psíquica para distinguirse de los demás hombres. Desde su llegada a Tesalia, encontró que la diferencia era aún mayor. La situación bestial de los karangúnides, la ferocidad natural del lugar, la soledad y la vida monótona, poco a poco aumentaron y extendieron el abismo entre él y los otros hombres, de forma que creía que, si quisiera acercarse a los pueblerinos, no haría nada más que derrumbarse y perderse con toda el alma. Por tanto, mantenía una actitud reservada frente a ellos y, por eso, la melancolía y la depresión crecían en su interior. No tenía otro placer más que imaginar su mansión familiar. Su espíritu no encontraba otro alimento que contar las riquezas, los honores y las diversiones que lo harían feliz, si esta suerte, tan indigna, no lo persiguiera... Y cuanto más pensaba esas cosas, encontraba a los pueblerinos más indignos y nulos, la vida más insoportable y su compañía más abominable. Un mes entero había pasado desde que llegó allí y, sin embargo, no conocía a nadie. Excepto a Magulás, que le era necesario para la comida, no saludaba a ningún otro en el pueblo. Noche y día no pensaba en otra cosa más que en humillar con su desprecio a los pueblerinos y mostrales su linaje.
Valajás, cuando se fue de Mesolonghi, cogió dos o tres camisas almidonadas, un par de zapatillas bordadas de oro -regalo de su amante- un reloj de oro con una gruesa cadena y otra cadena larga de esas que se hacen en las cárceles para la llave de los baúles, todas adquisiciones de un buen tiempo pasado. Los días de fiesta, cuando regresaba de su ronda nocturna y veía a los karangúnides reunidos, él también se acicalaba y se ponía su vestimenta negra para bajar a su patio, su pantalón estrecho hasta las rodillas y acampanado hasta 37


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abajo, de manera que podría tapar todo el zapato y su chaqueta corta, con cuello y solapas anchas, que le llegaba un poco más abajo de la cintura y se ceñía un cinturón rojo. Peinaba su pelo crespo con paciencia y cuidado envidiable y se ajustaba con suavidad la gorra con el galón de plata, y la corona delante. Atusaba su bigote negro, se colgaba del pecho la cadena a la vista de todos, se calzaba sus zapatillas de oro y así bajaba al patio. Si Magulás se encontraba por casualidad delante de su puerta, le enviaba un saludo con la mano, sonriendo pero serio. Si no, fingía que no veía a nadie y empezaba su paseo arriba y abajo. Con su mano derecha jugaba con la cadena de plata y miraba a menudo la hora, siempre serio y sin hablar.
Comportándose así, creía que pisoteaba a todos los desgraciados pueblerinos.
Las mismas e idénticas cosas hizo también hoy, cuando vió a los karangúnides reunidos en los yapiá para leer la carta del abogado. Escuchaba sus voces que llegaban débiles y se imaginaba que hablaban sólo sobre él. Cuantas más cosas imaginaba, tanto más se pavoneaba, aunque no tuviera con quién presumir de su alta alcurnia. Con paso lento y orgulloso caminaba arriba y abajo, teniendo cuidado de no ensuciarse sus zapatillas bordadas de oro. Tenía sus oídos abiertos de par en par para oir sus conversaciones, sostenía su mirada hacia arriba por encima de los techos enmohecidos de las casas, que creía que se bajaban más y se recogían cobardes bajo su mirada aterradora, y llegaba hasta los blanquecinos sauces de alrededor, hasta las altas montañas y hasta la estrellada bóveda celestial, siempre mirando hacia lo alto, como un hombre que no se digna ni siquiera a mirar sus pies.
Alguna vez sentía la tentación de asegurarse de que los pueblerinos se interesaban por él y de que les causaba una terrible impresión.
Entonces bajaba sus ojos hasta el yapí pero en seguida, cuando se encontraba con sus miradas, volvía sus ojos indiferentes, armados 38


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siempre con astucia encubierta y burlona y Valajás les ponía de nuevo alas. Y... no sólo sus ojos, sino que sacudía casi todo su cuerpo y echaba la cabeza hacia atrás como un caballo orgulloso que galopa por el campo.
- ¡Otra canallada! -dijo de pronto con voz entrecortada y expresión de enorme repugnancia mirando hacia el pozo.
Bajo el álamo alto y juguetón que daba sombra al pozo, había parado un mendigo con su burrito. Sobre el burrito aparecía atado con cuerdas un niño o mejor un ovillo humano, envuelto en sucios harapos.
El mendigo depositó con gran cautela sobre la tierra su grueso bastón, desató las cuerdas de la albarda y, levantándolo, dejó al pie del álamo a su compañero enfermo. A continuación, sin perder tiempo, cogió de nuevo el bastón, se acercó a la mujer y le dijo con voz llorosa, mostrando también a su compañero: - ¡Que Dios tenga en su seno a tu madre, a tu padre y a tus hermanitos! ¡Haz, señora, algo bueno por el alma de tus muertos! ¡Ten compasión del tullido...!
Era un viejecito pequeño y diminuto, contrahecho, en los huesos, con el pecho hundido, la espalda encorvada y pantorillas gruesas aunque débiles y muy temblonas. Llevaba un capa corta de color canela, deslihachada encima de su camisa negra y “requeterremendada”, que llevaba abierta hasta la barriga y dejaba ver su pecho ancho y curtido por el sol. Desde la cintura caían los cadáveres de su camisa, harapos mugrientos que llegaban hasta la mitad del muslo. A continuación empezaba el calzoncillo, amarillo como ahumado y con muchas rajas por todos lados, que en su paseo, dejaban ver hasta las rodillas sus carnes negras y temblonas. Desde las rodillas hasta abajo una media de Ágrafa14, tobillera que cubría las espinillas y las metía en las ataduras cruzadas de sus zapatos de piel de cerdo siempre húmedos.
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Sierra de la región de Tesalia.
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Lo que identificaba por completo al mendigo no era la vestimenta, ni el bastón, ni las bolsas, que dobles y triples tenía colgadas de sus hombros sino su cabeza pequeñísima. Sobre su cuello flaco y negro, donde aparecían los músculos marcados en la piel, separados uno a uno y redondos como cuerdas, se asentaba una cabeza presurosa, pequeña, con una forma extraña y una expresión antinatural. Alguien diría que, cuando nació, bebé suave y modelable, la comadrona lo cogió y, adrede, lo estrujó tanto desde la coronilla al mentón, que hizo que se encogieran todas las facciones de su cara. Ojos, boca y nariz, labios, bigote y cejas desde el mentón hasta la frente y desde un moflete al otro, todo estaba sorbido hacia el interior de su cara morena y de los pinchos canosos de la barba. Arriba, la frente, aplastada hacia atrás, tenía en lo alto un abrupto promontorio que caía hacia el occipucio abultado e hinchado como si estuviese relleno de masa cerebral. En ese encogimiento amorfo, los músculos de la cara sobrehumanamente ejercitados, se retorcían intranquilos y sus ojos, pequeños y castaños, echaban chispas a todo su alrededor, como los de una fiera que de repente se encontró entre la gente y no piensa en otra cosa más que en encontrar un lugar por donde huir.
Dsiritókostas no buscaba cómo escaparse. Humilde, con la mirada baja, encogido dentro de sus harapos, con el bastón inclinado hacia delante y apoyándose en la parte superior, mostraba una gran debilidad, terriblemente cansado como estaba por la caminata, famélico por la necesidad, buscaba también con voz semiapagada la caridad de la pueblerina. Aquélla, agachada a horcajadas, pisando con fuerza en las piedras y enseñando su trasero redondísimo, frotaba con barro la tapadera de la olla y no le prestaba atención. Sin embargo, cuando él insistió en su petición, la mujer se volvió enseñándole su cara sudorosa y le dijo resollando por encima de su hombro izquierdo: - ¡Vete de aquí, déjame en paz...! ¡Te crees que llegaste a un lugar donde tenemos la panza llena, y te la quieres llenar tú también!
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El mendigo
¡Vete allí al señor que es grande y poderoso! ¡Para que te acercas a mí, para que cometa hoy un pecado!
Señaló a Valajás, que iba y venía todavía en el patio del konaki, llevando su pecho erguido como un ciprés, jugando con la cadena en la mano y llevando su cabeza alta, como un caballo orgulloso que cabalga en el campo.
- ¡Oh, bienvenido, vecino! -dijo el guardia de aduanas, al ver al mendigo que se acercaba-. ¡Acércate y te lo pasarás bien…!
Valajás no soportaba fácilmente a cualquier tipo de hombre y menos a los mendigos. Mesolonghi, su ciudad, es vecina del famoso nido de mendigos de Rúmeli15, y tiene que aguantar no sólo a los mendigos profesionales, sino también a los de los pueblos vecinos.
Cualquiera que vaya a la ciudad a trabajar: el pastorcito que venderá su leche, el importante propietario que buscará su abogado o cualquier otro que fue citado como testigo en el tribunal, hasta que llega la hora de hacer su trabajo no piensa ni en ir a una tasca ni sentarse en un café. Da vueltas a las casas y extiende la mano a cada transeúnte o va al abrevadero donde su animal encontrará heno y pide cualquier cosa a los viandantes; o se sienta en la gran puerta del castillo que atraviesan los vlajos16 y los amblianitses17, y finge que tiene algo que hacer. ¿Qué tiene que perder? ¿Su ropa vieja? la lleva puesta. La naturaleza le hizo así de atolondrado, como si exclusivamente hubiese nacido para este trabajo; sabe extender la mano con facilidad muda y habilidad ¿Para qué perder, pues, el tiempo?
Reunir cinco o diez céntimos, echar en su seno un trocito de pan, dos aceitunas o una cebolla podrida; conseguir llevarse de vuelta intacta 15
Región de la Grecia Continental.
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Población montañesa de habla de orígen latino procedentes de la región
danubiana.
17
Habitantes del pueblo de Ámbliani.
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la comida que trajo para el camino, eso es bastante buena suerte para él. No es que con eso se pueda ahorrar grandes cosas, pero satisface su tendencia a mendigar que se ha convertido en una necesidad imprescindible. Valajás conocía esas cosas y tenía en contra de ellos la indignación que tenían todos sus conciudadanos. Ahora andaba con pasos muy rápidos e inseguros, y en cuanto se dio cuenta de la proximidad del mendigo, su enfado creció aún más. Por un instante pensó subir a su habitación y así evitar el encuentro, pero su orgullo no lo dejó. Podía ser considerado por esos patanes, los pueblerinos, como una prueba de cobardía y se burlarían de él. ¡Puede que no sepan qué quiere decir caballerosidad!
El guardia de aduanas continuó su nervioso paseo, hasta que oyó tras él la voz llorosa del mendigo diciéndole: - ¡Que Dios tenga en su seno a tu madre, a tu padre y a tus hermanitos! ¡Hazle, señor, un bien a tu alma!
- ¡Vete al diablo! -balbuceó Valajás, sin ni siquiera volverse a mirarlo.
- ¡Señor, que vivas muchos años! -insistía el mendigo siguiéndolo-. Da limosna al pobre, al desgraciado. Cinco días y cinco noches llevo en ayunas. ¡Señor, dáme una limosna...!
Estas súplicas ponían fuera de sí a Valajás. Su paseo en décimas de segundo se volvía más rápido y más desequilibrado. Sus nervios lo sacudían, como a los cables telegráficos el soplo del viento. En su interior lo insultaba, lo injuriaba, pateaba con fuerza y estrépito la tierra, apretaba los dientes y daba vueltas con rabia a la cadena en su mano. En una de estas vueltas frenéticas lo alcanzó la llave y se dio un primer golpe tan fuerte en el mentón que se le hinchó, un segundo en la rodilla que se le entumeció, un tercero en la articulación de la muñeca y, por último, en el ojo que poco faltó para que se lo saltara. El guardia de aduanas, enfadado, insensible a los dolores corporales, siguió su paseo casi 42


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El mendigo
corriendo. El mendigo, detrás, apoyando la mano izquierda en su bastón y encima su mano derecha con la palma abierta, envuelto en sus harapos, mínimo en su humildad, miserable en su moral, no dejaba de quejarse con su triste voz: - ¡Que Dios tenga en su seno a tu madre, a tu padre y a tus hermanitos!
- ¿Qué quieres, gentuza pesada? -rugió de repente Valajás, plantándole cara-. Eh ¿qué quieres?
Todo su cuerpo temblaba. Su pelo parecía una maraña bajo la gorra aduanera. Su cara estaba cetrina, sus ojos turbios, su nariz gacha y puntiaguda goteaba veneno, sus labios temblaban y sus encias se encontraban blancas como sin sangre. Los dedos de sus manos encogidos hacia delante, amenazantes, traicionaban su espíritu nervioso, que hervía dentro, deseoso de despedazar a aquél que tanto lo torturaba.
Ante aquella horrible visión del guardia de aduanas, cualquier otro rápidamente correría a esconderse. El mendigo, sin embargo, estaba preparado para aceptar ahora con sangre fría y paciencia ascética los palos de Valajás. Los palos son el último recurso del enfadado. Mientras el guardia de aduanas lo apaleaba, se le pasaría el enfado y se compadecería de él. Y su limosna sería seguro más grande.
El mendigo, gracias a su conocimiento de muchos años de los hombres, había adquirido estas filosóficas conclusiones. Se sentía tranquilo ahora y sólo repetía con monotonía, para no olvidar su objetivo: - Señor, que vivas muchos años, ten compasión de mí.
Pero a Valajás se le acabó la paciencia por la insistencia del mendigo. Aunque lo ponía a parir y lo echaba, aquél seguía erre que erre, eso quería decir que lo está haciendo para burlarse de él. ¡Pero Valajás nunca fue tonto! Sentía que los nervios ardían en su interior;
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sentía que un hierro candente le quemaba la espina dorsal; una calentura le corría por su sangre, hasta que se convirtió en un fuego suave que subió a inundar su cabeza y a regar su cerebro, como un aguacero un terreno sediento. Dio de repente un grito fino y salvaje como de un pájaro marino, cogió al mendigo por la cintura, lo tiró al suelo y empezó a darle patadas como un endemoniado.
- ¡Toma, ruín! ¡Toma, toma y toma...!
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II Si provocó algún sentimiento en los pueblerinos aquel pateo lamentable del guardia de aduanas al mendigo, no fue ni la simpatía ni la pena ni la indignación por el perjudicado. Por esos tipos, los karangúnides no sienten nada. Lo único que los conquistó fue la duda. No podían entender por qué el mendigo se revolcaba por tierra sin decir ni una sola palabra durante tanto tiempo, sin resistirse, sin mostrar ni una mueca de enfado en su rostro. ¡Qué diáblos, la paciencia tiene sus limites...!
Pero los pueblerinos no sabían bien qué quería decir mendigo.
Dsiritókostas era, en realidad, dos veces el guardia de aduanas. Bajo sus harapos sucios se ocultaban brazos de hierro y músculos de acero, espalda bien pertrechada, cuello de buey y fuerza de toro. En su tierra, donde lo conocían bien, todos le temían. Allí cuentan sus hazañas como las hazañas de los dragones de los cuentos. Una vez, en unas elecciones municipales, para ayudar a su amigo el candidato, él solo fue e impidió que los habitantes de San Blas, que eran contrarios a éste, fueran a la votación. Por la noche, en el escrutinio de votos, cuando se dio cuenta de que su amigo perdería, de nuevo solo, entró de un salto en la iglesia con el revolver en la mano, expulsó a los guardias y volcó las urnas.
En sus viajes Dsiritókostas no había hecho pocas cosas. Hasta ahora había enviado en secreto al Hades a tres. Nadie decía nada. Soportaba con paciencia de Job todo lo que le hacían, pero, en su interior, escribía con letras negras el nombre de aquéllos que le hacían daño. ¡Desgraciados los que cayeran fácilmente alguna vez en sus manos!


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Costas Dsiritis y Dsiritókostas, por la costumbre que tienen en Rúmeli de mezclar el apellido con el nombre, era de un lugar que reúne en sus fronteras estrechas toda la historia desperdigada de la mendicidad griega. En su época, cuando los hombres vigorosos estaban ausentes de viaje y las mujeres cuidaban su tísico maíz en los terrenos rocosos de alrededor, los septuagenarios acostumbraban a reunir en la “zona de baile” a los niños y a enseñarles las tretas de la mendicidad. Bajo aquellas frentes canosas que la humillación de muchos años vejó; bajo aquellas caras que petrificó la suplantación continua; ante las complexiones lisiadas que alteró no el paso rápido del tiempo ni la energía escondida de la enfermedad ni la influencia repentina del tiempo, sino la obstinación, bajo ésas se ejercitaba la juventud, la esperanza y la alegría del pueblo para ser capaz de mejorar la de sus progenitores. A estos niños, que eran la esperanza y la alegría del pueblo, los preparaban para ser más capaces y mejores que sus padres. El baile “Cojomancociego” era el ejercicio fundamental en aquellos días. Los niños, cogiendo un bastón, daban vueltas y fingían tener un defecto corporal. Uno se hacía el cojo y subía y bajaba su cuerpo a cada paso, como un émbolo que entra y sale en los partes metálicas de la bomba. Otro se hacía el ciego, caminaba echando hacia delante el bastón tentando con su punta la tierra, no fuese que, de repente, se encontrase con una elevación o un hoyo, o un precipicio o un canto rodado o un tronco de un árbol y que el desgraciado se cayera y se hiciera daño ¡Reflejando en su cara la duda y el temor de un ciego! Un tercero se hacía el paralítico y ponía las dos palmas en tierra y levantando sus pies muertos e inflexibles con saltos de liebre rápida, al tiempo que, levantando su cara floreciente, mostraba una mirada pura y sincera. y derramando en su cara rociada una tristeza serena y una paciencia ascética ante la voluntad del todopoderoso y justo Dios. Otro como “poseído por las hadas”, levantaba su cuerpo recto y caminaba con cuerpo tembloroso, dando un paso hacia adelante, dos hacia atrás, tres a la derecha y cuatro a la izquierda. Quería ir a un lado e iba a otro, trataba 46


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de dar la vuelta hacia la derecha pero giraba hacia la izquierda. Intentaba caminar con las piernas juntas pero las abría, probaba a doblar sus manos pero las extendía como ramas secas. Andaba con temblor de todos sus miembros como si tuviera las articulaciones desvencijadas. Otro decía que las hadas lo despojaron de su voz, por envidia, en el barranco de Kánali y estiraba su cuello y arrugaba sus labios con dificultad queriendo hablar y salía de su estrecha laringe un grito horrendo. Había otro que hacía como si tuviera una sola pierna y balanceaba su cuerpo entre las muletas, como un harapo sucio al soplo del viento. Unos diez o veinte más fingían que tenían defectos corporales, algunos que ya existían en el mundo pero otros no.
Mientras que los niños se ejercitaban así para engañar más tarde los sentimientos humanitarios de sus semejantes, uno de los viejos, un bufón célebre y de dulce voz, apoyando una lira de tres cuerdas en sus rodillas, se preocupaba de aliviarles con una canción las fatigas de hoy y mostrarles su vida futura, envidiable y feliz. Con voz quejumbrosa, cohibida, monótona, rápida al principio y una repentina bajada y subida después y más tarde con una bajada llana, recta largura, cantaba una canción humilde del lugar como la seca ladera del monte del pueblo y como aquélla sosa, pobre y piojosa. Acompañaba su canción con rasgueo monótono, cohibido y quejoso de su lira. Con su canción les mostraba a los niños las secas y desgarbadas montañas de su tierra, la Tierra madrastra y estéril.
Comparaba, con maldición de Dios y tres veces anatema, su nacimiento volviendo hacia atrás en la creación del Mundo cuando Todo era Caos y Nada. Les decía que Dios quiso entonces crear el Mundo. Cogió un gran tamiz y lo colgó como una nube en el abismo. A continuación, echando tierra con su mano, la arrojó al tamiz y lo cernió. La tierra, como era natural, buena y fértil, cayó, y llenó el abismo y de pronto apareció la Tierra, muy fructífera y hermosisima. Al final quedaron en el tamiz las piedras y los terrones. Irritado el Creador, porque no había pensado en repartir con anterioridad también éstos de manera justa, le dio una patada 47


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al tamiz y se derramaron todas las sobras juntas en un lugar. Dios llamó a este lugar Krákura, que quiere decir maldito como la matriz de Sara.
El cantante no decía todo eso para intimidar a sus oyentes. Por el contrario, como un salmista inspirado de tiempo antiguo, sacando de la humillación la grandeza y del miedo la valentía, bendecía con voz dulce y melodiosa a los hijos de la Tierra al tiempo que los maldecía.
Decía que cuando los diablos quisieron repartir la Tierra en reinos, ninguno de ellos aceptó tener bajo su poder Krákura. La dejaron sin repartir y todos se proclamaron sus gobernantes y protectores.
Un lugar que tiene tales protectores es feliz y muy afortunado, añadía el anciano. Sus habitantes nunca pasarán hambre ni sed por siglos. Tampoco sus manos conocerán nunca la cama feroz del arado ni el azadón del pico. No marchitarán sus dorados años mozos arrancando piedras de cuajo ni su frente se surcará por el pensamiento. No se amedrantará por si acaso el viento caliente del sudoeste queme sus sementeras, ni porque la sequía marchite sus uvas, ni por si la lluvia dañe los melonares. Otros lo pensarán y otros plantarán la vid de la que él beberá el vino. Otros sembrarán y cosecharán el trigo del que él comerá el pan. Otros recogerán las aceitunas y otros su aceite. Él tendrá un solo objetivo, dar la vuelta al mundo del este al oeste y, con la inspiración de su poderoso guía, engañar a la gente ingenua y volver a su casa lleno de riquezas.
Así les decía y así les aconsejaba el viejo. El insólito coro, en cada parte de canción, en cada pausa de la lira, llegaba “cojoculomancociegocaminando” y cantaba con voz quejumbrosa, cohibida y monótona: Que Dios tenga a tu madre en su seno, dáme un poco de harina, para hacer unas gachas.
¡Uno, dos, tres...!
¡Que Dios tenga a tu hija en su seno, dame un poco de aceite, 48


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para echar en las gachas.
¡Uno, dos, tres...!
Que Dios tenga a tu abuela en su seno, dame una cebolla, para guisarla con el aceite, para echarla en las gachas, para comerla esta noche.
¡Uno, dos, tres...!
En esta singular escuela, Dsiritókostas en seguida se dio a conocer y provocó admiración. No tenía todavía diez años cuando empezó a enriquecer el baile “Cojomancociego” con nuevos pasos insólitos y antinaturales y a añadir nuevos metros y temas nunca oídos a sus canciones mendigantes. Las figuras respetables de los ancianos, que conformaron la Docena del pueblo, se horrorizaron por la duda y la alegría ante la nueva estrella que amaneció muy brillante para iluminar su tierra. Los huesos de Pilalomutri, de Kaligopsili y de Pastrogoniá, que dormían profundamente en el patio de la Iglesia de la Virgen, cansados por los abundantes viajes y la fama desmesurada, se removieron en su tumba, cuando oyeron al nuevo mendigo, que venía a empañar sus recuerdos. Los bastones colgados en las paredes de las casas se agitaron también aquéllos con un escalofrío sagrado, porque ninguno de ellos sabía cuál sería el que tendría el honor de acompañar en su primer viaje al nuevo “archiembustero”.
Dsiritóyorgas, su padre, quizás por primera vez en su vida con sinceridad, levantó sus manos dando gracias a Dios por haberle enviado a un hijo como éste, que sigue la profesión y honra su casa. Sin embargo, antes de que el afortunado padre decidiera sacar a su hijo de viaje, le gritó para que fuera a una habitación apartada de la casa, supuestamente para hablarle en secreto. Allí se empeñó en que se sentara en el suelo y le dijo que dejara los ojos en blanco. Dejando el 49


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pequeño los ojos en blanco, vio por primera vez con mucha claridad la antigua raiz y la condición de su familia.
La habitación, en realidad, no estaba muy adornada. Una sola mesa comida por la carcoma, con un mantel de lana extendido, se apoyaba en una pared, con una calabaza amarilla con la cáscara en espiral encima.
Un sofá de madera enfundado ocupaba la otra pared. Dos grandes baúles de nogal con tallados extraños ocupaban la tercera pared y colgaban del casi inexistente techo entre cinco y diez trenzas de membrillos secos, todavía con sus hojas y su pelusilla, y dos ramas de ciruelas, con polvo visible en sus pellejos negroazulados. El pequeño, tras la puerta ennegrecida y en las paredes de alrededor, vio bastones de todas clases y formas, colgados de los clavos y colocados por orden y por edad. Algunos de ellos fundidos, rectos de arriba abajo; otros curvados, otros de doble punta, otros con la punta gruesa; uno con nudos, otro arqueado; otro desconchado, otro todavía con las mordeduras de los perros; otro conservando en el dorso las líneas que su propietario difunto marcaba para contar quién sabe qué de su vida o de su profesión digno de ser recordado; éste medio roto y aquél doblado. Todos estaban envueltos en polvo como en un sudario por el paso del tiempo y sumergidos en el silencio y en el sueño, como las armas de un guerrero glorioso, colgados allí, recuerdo inmortal y ejemplo digno de imitar de su generación.
En realidad los bastones estaban alli colgados como dignos de ser imitados por su raza y Dsiritóyorgas llevó a su hijo, antes de que éste saliera de viaje, para que los viera y recibiera las enseñanzas. Cada uno de aquéllos guardaba sobre él una historia igual o mejor que la lanza de Aquiles. Había acompañado a su padre, a su abuelo, a su bisabuelo, en todas las desgracias y sufrimientos de la vida mendigante, en la lluvia y en el frío del invierno, en el sol y el calor sofocante del verano. Le ayudó a pasar riachuelos helados, le auxilió para descolgar la ropa blanca de las cuerdas, las cortinas de las ventanas, los roscones de los hornos, a varear los árboles frutales en los días malos del hambre y, más poderoso que el 50


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siete veces lanzado escudo de Ayax, preservó el cuerpo de su amo, invulnerable, de los dientes afilados de los perros y de las embestidas de los lobos hambrientos. Ciego lo condujo hasta las escaleras de mármol, cojo lo paseó por los mercados, manco le sirvió de apoyo, paralítico lo puso en la cama, cuando tuvo miedo, lo custodió y, cuando tuvo que ser atrevido, lo defendió de manera sobrehumana. Durante años enteros fue testigo de todas sus usurpaciones y trasformaciones. Escuchó todas las mentiras, todas las disculpas. Y quién sabe si este bastón no le trajo a la mente una mutilación más artificial y a los labios un deseo más perspicaz.
Dsiritóyorgas miraba distraído uno tras otro los trofeos colgados y un respeto sin medida le llenaba su corazón y su pecho se hacía pesado como piedra de molino por aquella fama ancestral. Como potro sin ensillar que corre rápido en el campo, corría su pensamiento de viejo pedigüeño a los tiempos pasados y veía uno tras otro a sus antecesores destruidos por los sufrimientos e ignorados por el engaño. ¡Cuánto soportaron los desgraciados para traer allí donde trajeron a su familia!
Les dieron palos, aguantaron mordiscos de perros pastores, coces de caballos, empujones y puñetazos de borrachos. Escucharon los silbidos de los niños de la calle, sintieron romperse en sus cabezas platos tirados por los sirvientes, aguantaron que les echaran por encima orines, que los untaran con excrementos. Atravesaron, incansables, mares y ríos, anduvieron a zancadas campos, montes y montañas. Durmieron en ciudades, pueblos y cabañas. Recibieron la abundante caridad del señor y la única moneda de la viuda. Comieron las sobras del señor y del esclavo y bebieron las escurriduras del sano y del enfermo. Durmieron en el establo y en el pajar, en el umbral de la puerta y en el pórtico de la iglesia, en el collado de las montañas y en la hondonada del campo. ¡De verdad, qué aguantaron, los desgraciados, qué aguantaron!
El viejo pedigüeño con ese rápido recuerdo melancólico rememoró sus viajes. Conmovido, se giró hacia la pared opuesta y sostuvo su mirada inmóvil. Uno tras otro estaban allí colgados veinte bastones, que repre51


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sentaban veinte viajes, de dos o tres años cada uno. Ahora encontraba, en la forma y el aspecto de cada uno, la historia detallada de sus viajes. El primero, en el extremo derecho de la pared, un pequeño y delgado bastoncito, quebrado en dos, lloroso, perdido y tonto, hablaba de la época en la que, pequeño e ignorante, hizo su primer viaje bajo la supervisión vigilante de su padre. Perdió entonces la bolsa con las ganancias y el anciano le rompió el bastón en el lomo y, a continuación, le ordenó colgarlo en la pared como recuerdo. Enseguida tras éste, grande, gordo, más vigoroso y descarado se elevaba el bastón del segundo viaje y lo incitaba a que lo cogiera de nuevo en sus manos y a que corriera rápido, como antiguos luchadores por la vida, para nuevas ganancias y trofeos. Después, uno tras otro, los demás bastones, cada uno con forma, aspecto y vida diferentes, recordaban sus sufrimientos y sus muchos infortunios, pero también sus muchas ganancias y alegrías. Dsiritóyorgas moviendo con tristeza su cabeza, bajó los ojos hacia su hijo y, con voz grave y resonante, de repente le dijo, haciendo con la mano un gesto regio: - ¿Los ves, tú? -¡No les hagas sentir vergüenza! Y aquellas puntillas que están más allá…, ¡tú las llenarás!
Señalaba en la fila de los bastones otras puntillas en la pared, más allá, entre diez y veinte, que esperaban impacientes soportar los nuevos trofeos de la familia. Dsiritókostas levantó indiferente la mirada, miró las puntillas y, con voz atrevida y grandilocuente, respondió: - Sí, las llenaré e ¡incluso pondré otras!
- ¡Que me vivas por muchos años! -gritó Dsiritóyorgas entusiasmado.
Sin embargo, a pesar de todas las promesas y de la confianza de los ancianos, Dsiritókostas, en su primer viaje, no fue más afortunado que su padre. Dando vueltas por Morea se encontró con un ciego de Klutsines, que le propuso acompañarlo y repartir las ganancias. Klutsines pertenece a Morea, pero rivalizan en todo con Krákura. El de Klutsines pondría ceguera y el de Krákura las artimañas. Dos cosas completamente 52


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contrarias, pero tan complementarias y auxiliares en su arte. Dsiritókostas se convenció con facilidad para hacer compañía al ciego y, dando vueltas durante dos o tres meses, hicieron bastantes ingresos. En su primer viaje el mendigo no sabía cómo ocultar su orgullo. Pensaba con qué alegría los parientes y con qué tristeza los extraños verían las ganancias inesperadas de un principiante. Una noche, de repente, mientras dormían en un pajar de Suleimánaga, el ciego recobró la vista y se fue con el dinero. Dsiritókostas, decepcionado, quiso volver a su pueblo, pero cuando llegó a las afueras, los pueblerinos lo recibieron con abucheos. Su padre, intimidándolo con un palo de madera en la mano, le gritó desde lejos: - ¡Hijo de puta, has avergonzado tu casa! ¡Vete de aquí, no eres mi hijo...!
El joven mendigo al momento se dio cuenta de que el pueblo conocía su desgracia antes de su llegada. Sospechó que esto era una treta de su padre; que el de Klutsines era quizás uno del mismo pueblo bajo otra identidad para probar su credulidad y que su desgracia le fuese una enseñanza inolvidable. Deshonrado, se fue de nuevo hacia atrás y pundonoroso, juró que no volvería a no ser que realizara una hazaña por la que todos lo admiraran.
Lo dijo y lo hizo. Dos años después, volvió en agosto, el mismo día de la Virgen que festeja el pueblo. Regresó con muchas ganancias, pero ésta no era la hazaña. Todos cuantos vuelven de viaje regresan con dinero. Dsiritókostas logró otra cosa. En su propio pueblo, mientras todos los hombres, impecables en el cuerpo y en la vestimenta, daban saltos en la “zona de baile” con sus mujeres ricamente engalanadas, éste, miserable y trasformado, dio vueltas durante tres días entre ellos y recibió sus limosnas. Tres veces le dio limosna su propio padre. Esto hubiera sucedido una cuarta vez, si no fuera porque Dsiritókostas se dejó traicionar por la emoción.
Este acontecimiento, no obstante, se oyó en todos los pueblos de alrededor. De todas partes corrieron muchos a verlo y se enfadaron porque le 53


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habían dado limosna, y no podían explicar cómo los “archiembusteros” fueron engañados. Sin lugar a dudas llegaron al acuerdo de que habían encontrado a su maestro. El mismo día el anciano Likóyanos -un veterano de aquella gloriosa generación-, que tuvo muchas riquezas y una única hija, se desesperaba a menudo porque entre los jóvenes mendigos no encontraba ninguno mejor que él para que fuera su yerno, este Likóyannos corrió a su casa y le habló abrazándolo con cordialidad: - Tengo una hija, ¡para ti ella y mis riquezas! Muchos yernos me la pidieron hasta ahora, pero tú eres el mejor y el más digno, ¡tú nos honrarás a todos...!
Dsiritókostas, sin duda, los honró a todos. Ocho días después de su boda empezó el segundo viaje. Poco a poco avanzó incluso hasta el extranjero. Alquilaba de padres pobres a niños cojos, mancos, ciegos, mudos, los ejercitaba durante bastante tiempo en los secretos de la mendicidad y los llevaba a continuación, como una grulla lleva a las golondrinas, hacia Esmirna, hacia Constantinopla, hacia Bulgaria hasta arriba a Vlajiá.
Cuando llenaba su zurrón y decidía regresar, realquilaba a los niños a otros mendigos que los llevaban a las profundidades de Rusia y de Asia Menor hasta que los niños olvidaban su tierra. Entonces aquél reunía a otros niños y empezaba un nuevo viaje.
Dsiritókostas ya no viajaba al extranjero. Había enviado allí a sus dos hijos- que, ¡le vivan por muchos años!, se le asemejaban en todo- y con frecuente intercambio de cartas conocía cómo iba la temporada y les enviaba, con personas dignas de su confianza, la camarilla necesaria. Éste vivía contento con los ingresos de Morea y de Rúmeli. Ahora no le quedaba más que dos meses para completar el viaje anual, pero en dos meses ¡qué no puede hacer un hombre como Dsiritókostas! Con Mundsuris, su aprendiz, pasó hasta ahora el señorial Pilio y el campo de Lárisa, subió a los pueblos del Kisavos y bajó a las riberas. Desde aquí tenía la intención de llegar a los pueblos 54


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del bajo Olimpo hasta Tirnavos, desde allí bajaría al campo de los Fársala y se dirigiría directamente a su tierra. En éste su camino histórico, reunía lo que le daban y no le daban las almas de Dios. Echaba en sus bolsas los trozos de pan y las sobras, manotadas de trigo y paquetes de avena todavía húmeda, habas reventadas y garbanzos y ropa de casa vieja, zapatos viejos, chatarras y monedas de todo tipo. En la casa en la que entraba, todo lo que veía tirado por allí, lo pedía. Si se lo daban, se lo echaba a la bolsa, y, si no se lo daban y podía lo rapiñaba en aquel momento o más tarde, mandando a su aprendiz. Cuando llegaba a un pueblo grande, vendía a cualquier precio las sobras y los trozos de pan en las cocinas, el trigo, la avena, las habas y los garbanzos en la tienda de ultramarinos, los zapatos viejos a los zapateros remendones y la chatarra a los gitanos. Así, estas insignificantes y vulgares cosas en sus manos cambiaban y se hacían oro puro.
Sin embargo, ayer por poco pagó con creces por todas sus artimañas.
Al amanecer habían bajado a Kiserlí e iban de una casa a otra, donde los turcos les daban buenas limosnas. Al mediodía se encontraron en la verja del agá Galíp. El agá estaba en el androceo18, sentado en una estera, y comía con sus hijos. Cuando los vio, los llamó a su lado y les dio de comer en abundancia. A continuación, les hizo preguntas sobre qué hacían y de dónde venían. Luego el agá se retiró al gineceo19, y a ellos les dijo que se tumbaran allí para que no los abrasara el calor sofocante del mediodía.
Delante del androceo del agá Galíp había un gran huerto rodeado por muros altos. El huerto tenía diferentes árboles frutales y muchos almendros, la riqueza más importante del pueblo. Dsiritókostas echó un vistazo allí y no encontraba sosiego. Las almendras, sin duda, todavía no 18
Lugar de la casa donde residían los hombres.
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Lugar de la casa donde residían las mujeres.
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estaban maduras pero los árboles frutales estaban mucho peor. Si llenaba su bolsa con almendras, podía venderlas a algunos ingenuos en el calle.
Si no las vendía, las tiraría. ¿Qué perdería él? ¿el fieltro o los honorarios del sastre? El mendigo dejó pasar un poco de tiempo, después despertó al aprendiz y entraron en el huerto. Llegaron a escondidas a los almendros, él se subió al más cargado y empezó a varear las ramas dobladas por el peso, mientras el aprendiz reunía las almendras verdes en su regazo.
El agá no se había dormido todavía. Oyó el vareo, se levantó bruscamente y con un palo en la mano salió y cogió al aprendiz por el cogote. El mendigo, viéndolo, echó a correr con toda su fuerza, saltó la tapia, cayó a la calle y se esfumó. El agá golpeó con las dos manos al aprendiz hasta que se hartó y, lleno de sangre, lo arrojó fuera de la verja. Mudsuris, cuando se aseguró de que estaba solo, se levantó miserable y salió tambaleante del pueblo. El mendigo estaba escondido allí cerca en las ruinas de una mezquita. Encontró un burrito que pacía enalbardado, puso en él al aprendiz hecho un ovillo y se marcharon con rapidez.
Los mendigos se libraron de un palo y cayeron en otro. ¡Desde luego ésta no era su semana! Ahora Valajás lo golpeaba con pies y manos adonde llegaba, como rabioso, y todavía no quería dejar de golpear a Dsiritókostas que ya había empezado a perder la paciencia. ¡El guardia de aduanas se estaba pasando! La cara del mendigo se encendió y sus ojos echaban chispas. Faltaba poco para que él estirara las manos,-aquellos dedos que aunque aprendieron a extenderse y contraerse como los tentáculos de un pulpo según la situación, no dejaron de saber apretar y romper huesos con carne- y moliera a palos al presumido.
Pero prudente y sensato como era, se resistió. Volvió dos o tres veces la mirada hacia los yapiá, para pedir ayuda a los pueblerinos, pero los vió que miraban con admirable indiferencia.
Los karangúnides habían acabado su charla. El alguacil y Birbilis dejaron para otra ocasión convencerse el uno a otro a puñetazos sobre 56


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El mendigo
cuál de los políticos del lugar era el mejor. Vieron el revolcón del guardia de aduanas y del mendigo con sangre fría, como si miraran a dos gallos pelearse. Ante la gran duda cada uno, con mueca y expresión de cara distinta, veía y decía una frase diferente. ¿Por qué el mendigo se revolcaba durante tanto tiempo en el suelo sin motivo, sin mostrar señales de enfado y sin oponer resistencia? ¡Eh, la paciencia tiene también sus límites!
- ¿Qué os creíais? -decía Jadulis parpadeando, como si lo deslumbrase, desacostumbrado, la luz del día. -Parece fuerte, pero es un cagueta; fuerza sin corazón ¿qué haces con ella?
- Fuerza tiene también mi caballo, -dijo Dsumás-, pero cuando cojo el látigo, orina sangre.
- Puede ser que tenga corazón, -dijo Paparisos rascándose el pecho y gesticulando con compasión-, pero no quiere pegarle ¿Por qué, piensa uno, tengo que tentar a mi alma?
- ¡Tentaré a mi alma, dice! -lo interrumpió con genio Krapas, mirando al cura. Si pierdo mi cuerpo, ¡que se vaya al diablo también mi alma!
- ¡Escupe20 enseguida, bendito! ¡Escupe! -gritó el cura, haciendo la señal de la cruz-. ¡El maldito puso estas palabras en tu boca! ¡Escupe, te digo...!
Todos los pueblerinos escupieron por orden de Paparisos. Escupió tres veces tras su hombro Krapas también, sonriéndose.
- ¡Ojalá le hubiera dado un golpe! -dijo Jadulis-. ¡Lo celebraría comiendo borrego!
- ¡Yo también! -añadió el alguacil-. ¡No sabes cuánto odio al presumido ése!
-
20
¿Y yo, qué te crees? ¡En una gota de agua que lo encuentre lo ahogo! -dijo también con odio Birbilis. ¡Nos toma por basura! No sé cómo es su lugar y su familia.
Para exortizar lo malo.
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-
Eh, idiota ¡Que es una ciudad…! -dijo Magulás-. Es también la tierra de Trikupis21. ¡Imagínate...! ¡Su familia es señorial y su cepa procede de Dsontanós, desde hace diecisiete generaciones!
- ¡No me digas...!
Entonces todos estuvieron de acuerdo y con respeto se volvieron a admirar a Valajás. Ahora encontraban que el joven tenía más que razón porque su familia señorial llegaba hasta diecisiete generaciones. Un señor tal, claro que tiene derecho a hacer lo que quiera.
Hacía bien y más que bien no hablándoles nunca. ¿Hablar de qué y decir qué? ¡Ya que no tienen ni una generación…! Los karangúnides, deslumbrados por el resplandor familiar de Valajás, ahora apenas se atrevían a levantar sus ojos sobre él. En aquel momento se oyó la voz quejumbrosa del mendigo: - ¡Ayudadme! ¡Yo también soy un alma de Dios! ¿No me tenéis lástima…?
El hombre perdió la paciencia por la insensibilidad de los pueblerinos y por la furia de Valajás, de manera que decidió pedir ayuda. Aunque con eso no iban a liberarlo, al menos dejaría ya de fingir y se liberaría con un único salto. Los pueblerinos, al oír su voz, como si se despertaran de un sueño profundo, se levantaron todos y corrieron a separarlos. El guardia de aduanas, sin embargo, seguía sin renunciar a su víctima. Paparisos fue, como persona digna de respeto, a cogerle la mano, pero aquél, ciego de ira, la levantó y le dio un puñetazo en la frente, que le echó diez palmos lejos su gorro y dejó despeinado su pelo canoso al viento.
Aquel puñetazo fue la salvación del mendigo.
Valajás se quedó sorprendido e inmóvil, con las manos caídas, con la mirada perdida, sostenida en el infinito, sin vida, casi muerta, sin ver nada de las cosas de alrededor. El conocimiento le volvió bruscamente abrasador y empezó a preguntarse a si mismo. ¿Qué es lo que hizo? ¿Qué 21
Primer Ministro griego del siglo XIX.
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El mendigo
gran y horrible mal es el que hizo? Golpear a un cura, un rostro sagrado, a un emisario de Dios y sin ningún motivo, es, seguro, una acción sacrílega.
¿Qué Dios o qué hombre le va a perdonar nunca? ¿Qué tierra se dignará a acoger esta mano y qué tumba recibirá en su seno este cuerpo? ¡Un sacrilegio como éste nunca se dio por los siglos de los siglos! ¡Una idea tan horrible jamás pasó por cabeza humana! ¡Es indigno llamarlo ya hombre, es un monstruo que aparece en medio del universo! ¡No le queda otra cosa ahora que hacer un agujero en la tierra y enterrarse vivo...! Cuanto más pensaba el guardia de aduanas en su acción, más culpable se encontraba.
Tenía las manos y los pies helados, la cara blanca como la pared, el pecho le subía con síntomas de disnea terrible. El sudor bajaba por su frente como una perla, las aletas de la nariz se movían como las branquias de un pescado que saltó loco fuera del agua a la arena seca y asfixiante. Por fin levantó la mano y se la llevó temblorosamente a la frente y de improviso lanzando un gemido horripilante, idéntico al sonido que hacía la mujer de Magulás cuando frotaba la tapadera de la olla, corrió a trompicones, con balanceos alarmantes del cuerpo, como un pájaro que tiene cortadas las alas, y subió a su habitación. Apresurado cerró la puerta, amontonó tras ella una mesa carcomida, un pequeño baúl, una caja de petróleo que le servía como asiento, amedrentado, como si quisiera levantar un obstáculo gigantesco contra enemigos fantásticos. A continuación, con igual afán e impaciencia, se echó en la cama, metió la cabeza entre los cobertores de lana y empezó a derramar lágrimas ardientes, mientras su cuerpo se retorcía por los sollozos. ¿Para qué quiere la vida a Valajás después de tal acción?
- ¿Está perdiendo la cabeza? -dijeron los pueblerinos riéndose ante aquella carrera convulsiva del guardia de aduanas.
- ¡Hombre, maldito sea, el energúmeno! Por poco me saca el ojo, -decía Paparisos palpándose la frente.
Todos los pueblerinos rodearon a su cura, le preguntaron cómo estaba y pidieron ver su herida.
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El mendigo, cuando se dio cuenta de que nadie le prestaba atención, se quedó allí tirado en el suelo, llorando y lamentándose: - ¡Ay desgraciado de mi! ¡Me molió a palos! ¡No me ha dejado ni un hueso vivo! ¡No puedo andar¡ ¡No puedo mantenerme en pie! ¡Ayudadme, mis almas de Dios, a levantarme...!
Los pueblerinos dejaron entonces al cura y se volvieron a levantar al mendigo, pero el desgraciado estaba en tan mal estado que por donde lo tocaban, le dolía con horror. No podía levantar ni la mano ni la cabeza.
Todas sus articulaciones estaban descoyuntadas, todos sus huesos rotos.
Derramando ríos de lágrimas, decía con voz entrecortada: - ¡Ay, almas de Dios, dejadme! ¡No puedo! Moriré pobre y triste, ¡moriré! Cura, que brille tu santidad. ¡Llévame a comulgar! La muerte me aplasta. ¡Veo a Caronte que viene a llevarse mi alma!
Los pueblerinos se preocupaban por consolarlo y le preguntaban dónde estaba herido. Le decían que no tenía nada y que se levantara, pero él insistía diciendo que se iba a morir.
- ¡Yo me muero, dejadme morir tranquilamente! -les decía-.
¡Me mató, me mató, pero el culpable no es él, yo también soy culpable! ¡Dios mío, no juzgues al señor, no lo juzgues, mi juez justo! Es un señor y como tal camina. Mató a una carroña, pateó a un gusano de tierra. Ojalá le vaya bien en la vida. Yo tuve la culpa ¿Por qué fui a su lado? ¿Qué quería de él?... ¡Ay, almas de Dios, compadeceos de mi!
Con sus lágrimas y sus quejas, con aquella paciencia y súplica cristiana por su alma culpable, el mendigo era incluso capaz de partir piedras. Aunque el corazón de un karangúni no era más blando que una piedra, sin embargo ahora sentía compasión. Todos se esforzaban en levantar de allí a Dsiritókostas.
- Ay, ¿dónde me vais a llevar? -decía él suspirando-.¿Por qué no me dejáis aquí? Con lo mal que estoy lo único que quiero es un colchón y calor...
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El mendigo
-
Colchón, calor y todo lo que quieras. ¡Levántate, por Dios!
-le dijo Krapas medio llorando.
- ¡Ay, dadme un poco de rakí22, primero rakí para que riegue mi corazón!
Enseguida Magulás echó a correr y llevó ouzo23 de su tienda y se lo dio a beber al mendigo. A continuación, le ayudaron y se levantó muy encorvado y con dificultad como desriñonado. Dejó que lo llevaran donde quisieran, sin dejar de quejarse y de pedir protección para su aprendiz y su burrito.
- ¡A aquel pobre le pasó lo mismo! -dijo-.¡Ay éste es el destino de nosotros los pobres! Allí donde vamos, nos muelen a patadas como perros callejeros. ¡Que estén bien las almas de Dios, tienen razón! ¡Y esta razón se la quitamos!
Los pueblerinos llevaron a rastras a Dsiritókostas a un pajar disponible, extendieron paja abundante y lo acostaron encima. Luego llevaron al aprendiz como si fuera un ovillo y lo depositaron a su lado. Jadulis decía que pusieran al burrito en el establo con sus animales, que allí lo pasaría bien y que él no se preocupara de éste en absoluto. Él, sin embargo, prefería que no lo cuidaran sino que lo dejaran allí cerca de él, para poder verlo. Era lo único que tenía, el único bien de toda su familia, su único compañero y amigo en todos los sufrimientos de la vida y quería tener puesta su mirada en él, hasta que su alma desgraciada se marchara. Llevaron también a su burrito dentro, lo ataron en una esquina y le echaron paja abundante.
A continuación intentaron desnudarlo, y ver dónde estaba herido, para que las mujeres le hicieran algún ungüento, pero él se negaba.
¿Para qué se iban a preocupar? Ya hicieron bastante hasta ahora. Él sólo se curaría...
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Bebida alcohólica fuerte.
23
Bebida alcohólica fuerte parecida al anís.
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-
¿Qué le pasó al muchacho que está así? -le preguntó el alguacil, mirando al aprendiz que sangraba mucho y estaba medio muerto.
- ¡Ay, también es un desgraciado y ha sido torturado...! -empezó a decir el mendigo con voz llorosa.
¿Qué podría decir, a qué atribuir aquella situación en la que estaba Mudsuris? Sus desgracias llegaron una tras otra y Dsiritókostas no tuvo tiempo para pensar cómo justificar el estado del aprendiz. No podía decir la verdad, no era posible ¡Todavía no se había vuelto loco! No era de esos hombres que se bloquean fácilmente. Su mente tenía facilidad para inventar leyendas en un momento, y mientras empezaba a quejarse por su suerte y por su oficio, lo que hacía por costumbre, su cerebro trabajaba como un reloj y al fin encontró la historia.
Allí de donde salieron, dice, desde Bapá, él delante y detrás el aprendiz atado al burrito, porque el pobre estaba lisiado, los encontraron dos soldados. Eran turcos, eran alamanos, no sabría decir, pero eran soldados de verdad. Los pararon allí en el camino, registraron primero a Dsiritókostas y le quitaron todo lo que tenía. ¿Qué podría tener?
Unas pocas cosas. Ahora los hombres son roñosos, ¡no desatan su bolsa para compadecerse del pobre! ¡Olvidan que aquél que compadece a un pobre, da un préstamo a Dios! A decir verdad, los hombres no tienen dinero. ¡Vinieron malos años! Al final se llevaron hasta la calderilla. No le dejaron ni un céntimo. Luego quisieron acercarse al niño. Aquél se asustó y empezó a gritar. Entonces los soldados enfadados se echaron sobre él y Dsiritókostas se alejó corriendo, para que no lo moliesen a palos también a él. Después de una hora volvió con precaución. Los soldados se habían marchado, pero ¿qué fue con lo que se encontró? La bolsa en la que llevaba la compasión de los hombres, la chaquetilla del muchacho, una cuerda nueva que tenía en la albarda, todo se lo habían quitado y ¡el muchacho estaba sangrando y medio muerto...!
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El mendigo
En aquel momento el aprendiz se dio cuenta de que Dsiritókostas contaba sus padecimientos y, obligado a refrendarlos por deber, lanzó una voz bronca y débil: - ¡Tened compasión, hombres, del cojo! ¡Eh, no soy casi nada, un ser insignificante! ¡Dad y se os dará! ¡Eh, no veis qué mal estoy, compadecedme!
En el interior de aquel pajar sombrío, la voz triste del aprendiz y la narración terrible de Dsiritókostas, les partieron a los pueblerinos el alma.
Una gran indignación se apoderó de ellos por la acción de los soldados, que tomaron de cabo a rabo como verdadera. Y eso, no porque no tuvieran astucia ni porque creyeran que Dsiritókostas era incapaz de mentirles, sino porque ellos también conocían por otras hazañas a los destacamentos militares. ¿Se podría decir que son libres?, pero ¿qué libertad es ésta si solamente cambiaron al jefe? En lugar de tener al agá, ahora tienen a un militar; en lugar de un oficial turco, a un sargento; en lugar de un soldado turco, el soldado o el guardia civil que, en cuanto pasa por los pueblos, se comporta peor que el antiguo jenízaro24. Anteayer en Kraniá, ¡qué salvajada cometió un sargento! Cogió a Lágios, el primer propietario del pueblo y a Barumas, que nunca dijo a otro apártate para que pase, y durante toda la noche los obligaron a uno a pelar ajos y al otro a tener en cada mano una bota llena de vino, mientras que él, sentado en el suelo, se divertía con sus amigos. Y ¿por qué? Porque lo quería el jefe del partido. En realidad nunca se había oído que soldados robaran a mendigos, pero ¿hombres que hacen tantas y tales cosas, se van a asustar por hacer esto también?
- ¡Turcos! -gritó enfadado Jadulis-.¡Los turcos eran más compasivos que ellos...!
-
¡Ojalá los tuviésemos todavía! -deseó de todo corazón el alguacil.
24
Soldado del Imperio Otomano reclutado a la fuerza desde niño entre las poblaciones cristianas para convertirlo al islamismo y darle una formación mili-
tar. El cuerpo de los jenízaros era célebre por su valor marcial y su fiereza.
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Andreas Karkavitsas
- - -
¿Cómo sabes que no vendrán de nuevo? -concluyó Dsumás.
¡Ojala nos lo conceda Dios! -dijo santiguándose Paparisos.
¡Eh, cómo estoy pobre de mí...! -interrumpió de repente el aprendiz la conversación de los pueblerinos.
- ¡Calla, pobre, cállate! -le contestó el mendigo con compasión-.
¡Qué bien que encontramos hombres pobres y nos acogieron!
¡Te traerán comida y vino, sólo cállate y perdónalos!
Los pueblerinos, uno tras otro salían del pajar y volvían de nuevo, llevando algo de su pobre cena. Krapas llevaba un pan de cebada caliente y fangoso y bolitas de queso curado. Paparisos llevó un plato de sémola y ajos. Birbilis trigo triturado humeante y pan de maíz. Dsumás algo de vino en la cantimplora de madera. Lo amontonaron todo junto a Dsiritókostas y lo animaban a comer para que se recuperara, pero aquél lo apartaba de su lado con mano temblorosa, revolcándose en la paja como una serpiente apaleada: ¿Comer con qué apetito? decía ¿Cómo abrir y cerrar sus mandíbulas que el guardia de aduanas machacó con los puños? ¡Acaso tenía sólo las mandíbulas! Tenía todas las costillas rotas y se las oía crujir. Sus riñones estaban descolgados y le producían dolores horribles. Su cabeza empezó a hincharse, no podía moverla sin marearse. Sus sienes le martilleaban de manera horrible, sus oídos le zumbaban y tenía la lengua trapajosa. ¡Saldría airoso o no esta noche el desgraciado...!
Sus sollozos retumbaban dentro del pajar como el aleteo espantoso de un murciélago. Sus lágrimas corrían abundantes. Los pueblerinos, tristes y compasivos a su alrededor, lo asistían con las cabezas gachas. Aquéllos también estaban a punto de echarse a llorar. Juzgaban la acción del guardia de aduanas, su enfado salvaje y decían que tenía que denunciarlo, ¡para que fuera a la cárcel y aprendiera para otra vez a no pegar a los pobres así sin compasión! En su charla indignada resonaba de vez en cuando la voz quejumbrosa del aprendiz decir a menudo: 64


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El mendigo
-
¡Ay de mí, en qué estado me encuentro ahora además de pobre y huérfano...! ¡Oigo voces, pero no veo a nadie...! ¡Buenos señores míos, tened compasión de mí...!
De repente entró corriendo Magulás con una antorcha encendida en la mano. La traía para que los enfermos no estuvieran a oscuras durante toda la noche. En cuanto echó a un lado la paja y colocó la tea en tierra, Krustalo, con las mangas remangadas, la falda levantada hasta la cintura, con los pies desnudos y llenos de fango, la cara encendida por el enfado, se abalanzó dentro maldiciendo y agarró la tea, apenas empezó a derramar su consolador rojo resplandor alrededor...
- ¡Lo que hay que ver! ¿Qué os ha pasado hoy que estáis locos por estos piojosos? -gritó ella echándole a los pueblerinos miradas feroces-. ¿No ves, idiota, que el sol se puso hace una hora? Yo hago lo imposible por dejar de tener hijas ¡y él no hace nada más que traer más hijas...!
Magulás bajó la cabeza y su mujer se fue con la antorcha, charloteando en la calle sobre niños y niñas. El pueblerino, por su gran corazón, no se dio cuenta de que después de la puesta de sol, no se deben sacar teas encendidas de las casas, porque si se hace esto, el ama de casa engendrará sólo niñas. Krustalo había parido hasta ahora a cinco en su humilde casa y, a pesar de todo lo que hizo, no podía dejar de tener niñas. Ahora él comprendió su error, pero también los demás pueblerinos y el cura y el alguacil le reprendieron por ello. ¡Tenía razón la mujer!
Consolaron a los mendigos porque se quedarían a oscuras y, con las disculpas a Dsiritókostas, se marcharon uno tras otro del pajar.
El mendigo oyó sus pasos debilitarse y finalmente borrarse en la oscuridad. Luego, resollando y medio llorando, se arrastró de barriga como si fuese a morir hasta la puerta, sacó la cabeza fuera y miró a su alrededor. Cuando se percató de la tranquilidad y del silencio reinante, se puso de pie, se colocó los huesos en su sitio y llenó el estrecho pajar con su gran porte.
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Como aquellas criaturas graciosas de los cuentos, que se esconden durante años en una nuez gracias a conjuros mágicos o a voluntades divinas y de repente echan a volar con todo su esplendor y con forma humana, así aparecía ahora Dsiritókostas dentro de sus harapos, hecho un hombretón y muy alto. No tenía ninguna similitud con el anterior viejecito escuchimizado y, aunque contrahecha, su cara reflejaba los colores de la salud y de la vida. Sus hombros eran anchos, su pecho un muro cubierto de hierba, sus brazos vigorosos y muy fuertes, su cintura esbelta, sus muslos ondulados rellenos de carne vigorosa, sus pantorrilas bien contorneadas en la tierra y fuertes. Vida y voluntad indomables relucían en sus ojos castaños. La idea de su triunfo de hoy, el pensar que consiguió engañar a todos los karangúnides, conmoverlos y obtener la compasión de ellos, relucía y se reflejaba inundando toda su persona. Sí, era un viejo sesentón, pero era de aquellos viejos que se parecen a los robles antiguos. Cuanto más viejos se hacen, más vigorosa y dura como el acero es su madera. Riéndose con ganas, cogió del suelo la cantimplora de madera y la pegó a sus labios.
- ¡A vuestra salud, patanes! -dijo con ironía...- ¡Que vengáis siempre y que traigáis siempre algo...!
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III
La luz del día llegó con lentitud, alanceando las tejas de madera sueltas del tejado, sobre los travesaños abiertos de par en par y sobre la puerta baja carcomida, para derramarse muy pura en el sucio aposento de los mendigos. Dsiritókostas, tras una comilona abundante, se tiró como una masa gigante, sobre el mullido colchón de paja y de inmediato se durmió. La oscuridad, muy densa y húmeda, con el pesado olor de la paja podrida y el vaho de la orina, que desde hacía mucho tiempo estaban allí, se echaron y cubrieron todo el largo y estrecho pajar, desde las paredes húmedas hasta el techo lleno de arañas, de ceguera y misterio.
Ahora la luz se derramaba blanca en los harapos negros de la vestimenta, desde las carnes morenas de los pies hasta la cabeza del mendigo, como si quisiera ver, curiosa, si abandonaba con el sueño la mentira o la mantenía en su interior como algo valioso, como lo era su vestimenta. Pero Dsiritókostas estaba dormido tranquilo, a pierna suelta, con las manos abiertas a izquierda y derecha, como si quisiera abrazar el infinito para echarlo en su saco; con la cara girada hacia abajo y todo el cuerpo entregado a la fuerza férrea del sueño. Su pecho poblado baja con suavidad, con los latidos del corazón tranquilos, despreocupados, como corresponde a un hombre justo cuya frente reluce limpia y despejada.
Su rostro quemado por el sol, rodeado de pelo y barba canosos, con las cejas abundantes, orgullosas, los párpados cerrados, el bigote manso y bien retorcido, los labios medio abiertos en una sonrisa, derrama simpatía y santidad aureolada. Su conjunto, desde los pies hasta la coronilla, da la


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impresión de un hombre retirado y atormentado, que se gana el pan con su sudor y su honor, reposado por un cansancio profundo.
En una esquina su burrito, sentado con las patas flexionadas en el suelo, traga lentamente la paja crujiente, juega con sus orejas y abre y cierra sus ojos, como si le deslumbrara la escasa luz. En la otra esquina el aprendiz, hecho un ovillo con sus harapos, gime y suspira como un becerro salvaje, herido, lanzando triste y brutal su voz ronca: - ¡Ay! ¡Ay, madre!
Mudsuris tenía 15 años, y sería un chaval apuesto y guapísimo, si no estuviese lisiado. San Pedro, su pueblo, es vecino del pueblo de Dsiritókostas y son comparables en el arte de mendigar, si no es mejor que el de aquél. Sus habitantes acostumbraban a salir de viaje con todos los miembros de la familia. Los mujeres cogían un camino, los hombres otro y otro los niños mayores, machos y hembras. Si algunos eran lisiados de nacimiento, tampoco aquéllos permanecían ociosos.
Muchos de los mejores mendigos los alquilaban, les enseñaban psicología popular e iban de un sitio a otro promocionando su sufrimiento desgraciado para conseguir la compasión de los espectadores.
Desde que Dsiritókostas empezó su comercio mendigante itinerante al extranjero, en lo que muchos lo imitaron, la pretensión de los padres fue mayor y su prestigio creció. De quince o veinte dracmas, que recibían antes por un mes, ahora pedían cincuenta y sesenta y pedían que este alquiler se pagara en divisas. ¿Qué mejor suerte que ser padre de tres o cuatro niños lisiados? Con ellos podía, sin moverse de su sitio, sin levantar ni un dedo, ser rico.
Por una casualidad extraña, desde entonces aumentó la producción de lisiados en San Pedro. La mayoría de los niños que nacían, eran “cojomancociegos”. Ello daba pie a diferentes conversaciones entre los hombres. Unos lo atribuían al agua, otros a las fatigas, otros a la postura retorcida durante el sueño de sus mujeres. Había unos que creían que provenía de la brujería vecina y otros muchos que pensaban que era por el agarrón brusco de la comadrona.
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El mendigo
Por otro lado la mayoría de las mujeres permanecían indiferentes.
Sabían que tenían que parir y parían, sin preocuparse de su bebé. Los hombres, con su actitud cruel y sus cálculos monetarios, consiguieron desarraigar poco a poco de su interior el sentimiento maternal, escondido de generación en generación en los pechos fecundos de cada mujer y cultivar otro. Y éste otro era el interés. ¿Acaso era poco si uno reunía dos o tres mil dracmas al año por sus niños? ¡Construirán con ellos una gran casa y obtendrán reconocimiento en el pueblo! Luego ¿acaso sufrirían los niños algún mal? ¡Ninguno! ¡Vivirían y vivirían muy bien y les sería fácil ganar dinero en el momento que quisieran...!
Pero había algunas mujeres que creían de verdad las palabras de sus maridos. Los espectros ¿adónde van a ir, si no a los pueblos y a las casas humildes? Y las hadas bienaventuradas ¿a quiénes van a molestar si no es a los niños débiles? Otras, las más inteligentes y las más insensibles se rieron con astucia y nada más.
La madre de Mudsuris, Jaidemeni, ni se reía, ni creía los argumentos de los hombres, ni permanecía insensible. Suspiraba con amargura con cada nuevo engendro que paría y permanecía sumida meses enteros en pensamientos sombríos. Y después en cada nuevo embarazo, tomaba todas las precauciones posibles y colgaba amuletos de todo tipo y paños bendecidos sobre ella.
Gatsulis, su marido, también mostraba mucho interés por el parto natural de su mujer. En cualquier parte del mundo que se encontrara, acompañaba con su pensamiento el embarazo de Jaidemeni, contaba los meses y pensaba en encontrarse cerca de ella en el momento del parto y recibir él mismo en sus manos al bebé ¡y no confiarlo a las manos rudas de la comadrona!
Por desgracia, a pesar de todas las precauciones de Jaidemeni y de todos los cuidados de Gatsulis, los niños nacían uno tras otro todos lisiados. Había parido a nueve y los nueve nacieron con sus defectos.
Gatsulis se apenaba de todo corazón por eso, pero tampoco, cuando los 69


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niños tenían cuatro o cinco años, dejaba de alquilarlos con afán de lucro a los mejores mendigos. Consolaba siempre a su mujer con serenidad de filósofo: ¡Dios nos los dio, no podemos enfrentarnos a Dios!
En su último parto Jaidemeni no tuvo a su marido cerca y sin embargo nacieron dos niños gemelos: Mudsuris y una niña. Los dos eran fuertes y bien modelados. Nada les faltaba. Jaidemeni, cuando los vio, por poco se volvió loca de alegría. Los puso a su lado y, celosa, ni a su cuñada ni a la comadrona les permitió que se acercaran ni que los tocaran. Todo el día los mimaba y les cantaba, estrella y oropel los llamaba, sol y luna, vida y alma, esperanza y alegría sin fin.
Al día siguiente llegó su marido del viaje. Cuando le dieron la noticia de su llegada y lo vio en la puerta de la casa, alto, corpulento, aplastar el resplandor del sol en la pared con su sombra gigante, sintió un dolor agudo en el corazón y protegió instintivamente a sus hijos como si quisiera protegerlos de la mirada hechicera del terrible dragón. Pero su marido mostró tanta alegría cuando supo que los dos eran perfectos, le habló a ella con tanta dulzura y elogios y cogió con tanta ternura a los niños en su regazo, que la infeliz madre enseguida se tranquilizó y echó fuera su dolor agudo y sus miedos y empezó a insultarse en secreto a sí misma porque sospechó de él. Al día siguiente fue al arroyo a lavar tranquila, desde que le hizo prometer a su marido dos y tres veces que en su ausencia no daría un paso fuera de la casa y no dejaría que ninguna, pero que ninguna persona ni mujer ni hombre, se acercara a sus niños.
Cuando Jaidemeni regresó a casa al atardecer, Gatsulis no estaba.
Sospechando, corrió a la esquina donde había dejado a los niños, pero al levantar la colcha de lana, lanzó un grito y se desmayó. Cuando volvió en sí, con los cabellos despeinados, los ojos asustados, golpeándose el pecho y maldiciendo a su marido, regresó al arroyo y se perdió para siempre.
- ¡Vaya con la tonta! -dijo Gatsulis cuando regresó a su casa borracho y los vecinos le contaron la muerte de su mujer-. ¡Qué culpa tengo yo si viene el Espectro y aplasta a sus hijos...!
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El mendigo
Al día siguiente lloró y llevó luto pero al mismo tiempo empezó a hacer cálculos en cuánto aumentarían sus ingresos después de ocho o diez años, cuando empezara a alquilar a sus dos nuevas deformidades.
La hembra, horriblemente retorcida, empezó a darle grandes beneficios antes de la cuenta. Sin ejercitarla, en absoluto, en la psicología popular, la alquiló a Agriógatos y aquél la arrastraba por las calles de Mesolonghi, envuelta en una manta, bien atada sobre un burrito, y la mostraba recibiendo un centavo de cada espectador. Muchas mujeres, al verla, se desmayaron y otras embarazadas abortaron. Sin embargo, ninguna se negó a dar su centavo para ver la terrible deformidad.
Después Gatsulis entregó también a Mudsuris a Dsiritókostas a cambio de un provechoso alquiler. Mientras el padre recibiera su alquiler con regularidad Mudsuris no estaba destinado a cambiar de jefe.
Pero ahora el aprendiz sufría unos dolores horribles. El agá Galíp, sin sentir ningún dolor, lo había golpeado. Hinchado y amoratado todo el rostro, ya sin ningún bulto ni hueco, se unía al resto de la cabeza como una pelota grande y redonda. Como brote de carne de esta pelota sobresalía el ojo derecho, blanquirojo, opaco, inmóvil, dentro de su párpado hinchado, mirando sin ver y causando horror con su silencio sepulcral.
En sus fosas nasales, bajo las comisuras de la boca y en sus oídos la sangre que antes corría abundante, está ahora estancada, con costra y muestra que abrió un viaje horrible al suministrador del cuerpo y al gobernador de la vida. Los latigazos salvajes del agá ciñen su cuerpo moreno como cinturones negroazulados y llenos de ampollas, preparadas para convertirse en gangrena, como una serpiente pérfida, que envuelve el cuerpo y lo aprieta, para entregarlo asfixiado a la muerte.
- ¡Ay...! ¡Ay, madre..!
- ¿Por qué gimes así, tú?... -gritó Dsiritókostas de repente abriendo los ojos-.¿Qué te pasa que no me dejaste pegar ojo durante toda la noche, maldito...?
- ¡No puedo, jefe! ¡Me voy a morir! -masculló Mudsuris a duras penas.
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-
¿Qué dices? -preguntó el mendigo con voz indolente e irónica-.¡Vete a la porra, te digo, tú que te crees que te puedes burlar de mi! ¡Cuando tú ibas yo ya estaba de vuelta, desgraciado...!
- ¡Ay, jefecito! ¡Yo me muero y tú sigues sin confiar en mí!, -se volvió a quejar el aprendiz.
- ¡Idiota, cómo voy a confiar en ti! ¡Vete a la porra, semilla del diablo...!
- ¡Ay!, con el dinero que sacaste por mi ¿ahora me insultas?
¿Qué me dijiste que hiciera y no hice? ¿A quién me propusiste y yo no lo engañé por ti?
En lugar de conmoverse Dsiritókostas estaba como un perro rabioso.
- ¿Y qué? ¿Y si saqué dinero, qué? -gritó indignado-. ¿acaso me lo regalaron? Sabes bien que di por ti quinientas dracmas a tu padre, canalla, ¡tú todavía hablas por no callar...! ¿No te alimento, idiota? ¿No te doy de beber? Si te quejas ¡Dios te arrojará al fuego para que te quemes...! Me gustaría que hubieras caído en otras manos ¡y entonces querría verte...! ¡En lugar de bendecir la suerte que te hizo caer en mis manos, sigues hablando por no callar...!
Ven, levántate que vamos a salir a recoger algo de dinero, vamos a no perder el día.
Dsiritókostas se puso en pie, hizo dos o tres flexiones para expulsar el cansancio de su interior y, tentando el colchón de paja, arrastró su bastón. A continuación, sentado sobre las rodillas y sosteniendo con brio la puerta con su espalda, dio la vuelta con fuerza a su bastón y sobre el suelo blando derramó una sobre otra muchas monedas de oro.
Dsiritókostas ya no era el pequeño y confiado mendigo del primer viaje, con el que el de Klutsines jugó como con un analfabeto. Aquella primera desgracia le sirvió de lección. Ya no confiaba en nadie, ni siquiera en sus propios hijos. Para tener su dinero más seguro, no lo metió 72


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El mendigo
más en el zurrón, donde era fácil que se soltara en cualquier momento o que fuese inspeccionado por alguna autoridad policial. Tampoco cosía los billetes, como otros mendigos, en los harapos de los trajes, en los parches de los calzoncillos o en los pliegues de su fustanela. Innovador en otras cosas, quiso también innovar en esta costumbre. Con una escopeta cargada agujereó su bastón y lo hizo su tesorero mudo y de confianza. Un bastón viejo, apropiado para las cabezas de los perros pastores, ¿quién lo va a prestar atención? Sin embargo intranquilo siempre, siempre desconfiado y ensimismado, aunque tenía su bastón bien enterrado y seguro durante toda la noche debajo de él, quiso asegurarse aún más. Con manos temblorosas por la emoción y con el corazón inquieto, cogió una a una todas las monedas y de nuevo las contó. Eran exactamente treinta liras turcas. Se las había comprado a Cohen el hebreo, en Lárisa y se las cambió por billetes. Respiró con profundidad y el corazón volvió a su sitio. El mendigo, por costumbre y desconfianza, llevó la mano hacia el suelo, manoseando, levantando incluso la paja delgada, a ver si aparecía alguna otra moneda, buscando sin esperar algo que no había perdido. Luego las metió, de nuevo, todas una tras otra en el bastón, lo atascó bien abajo y arriba, lo movió con fuerza, lo golpeó en la tierra y, cuando se aseguró de que a nadie le había llegado el sonido que lo delatara, se levantó, se puso las bolsas en el hombro y salió del pajar. Sin embargo, antes de salir, se preocupó de ordenar sus harapos y en concentrarse en si mismo, como la tortuga dentro de su caparazón.
El pueblo parecía vacío de una punta a la otra. Ninguna chimenea echaba humo. Ningún horno ardía, por ningún sitio se veía a nadie. Sólo unas gallinas cluecas con sus polluelos daban vueltas metiendo la nariz en el fango y unos cerdos bien cebados y de cerdas salvajes se revolcaban felices en el barro de la calle. Unos perros huesudos y sarnosos buscaban con su nariz pegada a tierra alrededor del konaki, por si encontraban algún hueso sobrante de las anteriores comidas del agá. Unas gatas más coquetas que 73


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las mujeres del pueblo estaban tumbadas al sol sobre los tejados y lavaban sin parar con sus lengüitas sus pelos suaves y brillantes. En la columna de un yapí, un ruán herido y ciego, atado con una cuerda sucia por la garganta, estaba de pie sonmoliento y achacoso. Su comida -un manojo de paja rubia dorada-, atada con una cuerdecita de la columna, colgaba hasta su boca, tocaba casi sus fosas nasales y sus labios flaccidos, como si quisiera recordarle que hay que comer, pero aquél estaba tan enfermo que se sentía sin fuerzas para abrir la boca e incluso para relinchar y para quitarse de encima la paja que le pinchaba. Los tábanos, como una nube, estaban pegados en sus heridas rojas y ulcerosas, pero no tenía la voluntad de mover la cola para espantarlos. Rodeado de una expresión indolente por dentro y por fuera demostraba que no tenía ni fuerza, ni ganas de vivir. Sin embargo, como contradicción de este animal miserable, pasó en aquel momento casi saltando un burrito que tendría sólo un mes, lleno de vida, de alegría y de ganas de jugar. Vivo y saltarín, con sus orejitas tiesas, su cola medio levantada, se acercó al viejo caballo y olió su paja. Luego, incomodado por el ruán y su situación, puso una mueca de desagrado en sus labios. De pronto, como si notase a alguien a sus espaldas, brincó todo su cuerpo, resopló en la tierra, echó hacia atrás su cabeza y se alejó corriendo, pregonando al aire con su voz metálica la vida ardiente y el deseo de vivir que sucede a la indolencia en toda la naturaleza y a la miseria de cada ser vivo.
Todas las casuchas del pueblo estaban cerradas a cal y canto. Bajas, recogidas y quejumbrosas, tenían la misma expresión que sus mezquinos habitantes. Delante se levantaba el konaki del bey, arrogante y descarado, con el patio cerrado por una tapia alta y dentada, reforzada con torres y troneras como una fortaleza; con una puerta grande y triunfal, capaz de engullir todas las demás construcciones; con ventanas grandes abiertas de par en par y torres en sus esquinas, donde las cigüeñas, que allí habían tejido sus nidos ahuecados, como si fuesen trompetas, despertaban cada día a los sirvientes indignos a toque de diana.
Las canastas cuadradas, trenzadas con mimbres, rectas sobre sus cuatro altos palos, parecían pájaros voluminosos de cuatro patas, desconocidos en 74


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zoología, inexistentes en el resto del mundo, crías exclusivas sólo de aquella ribera y alimentos del pantano y de la miseria. Por sus agujeros laterales muy profundos, el frío aire de abril entraba y salía, secaba cada semilla orgánica y expulsaba la humedad y la podredumbre de los frutos allí encerrados. Y abajo estaban el pozo con sus guijarros dispersos, útiles sólo para los lavados de las mujeres y la iglesita baja con sus paredes leprosas, con su campanario semiderruído y su techo desvencijado; un álamo blanco, alto y con pocas ramas como un gigante tísico, todo tenía el sello del abandono, como si el pueblo estuviese, desde hace mucho tiempo, deshabitado.
La imagen triste apenó de corazón incluso a Dsiritókostas. En seguida pensó que pasaría el día sin echar ninguna ganancia a su bolsa.
Sin embargo, cogió por la parte soleada del pueblo, adonde daban las puertas y las ventanas de las casas y empujaba cada puerta con su hombro, con la esperanza oculta de que alguna, por suerte, no estuviera con la tranca puesta. ¿Qué podría perder en aquella situación de soledad, si conseguía apoderarse de las provisiones de un karanguni?
Todas las casas, sin embargo, tenían el tranco bien puesto. Dsiritókostas, decepcionado, pensó regresar a su pajar, cuando oyó detrás del konaki voces de niños y risas de mujeres.
- Anda, ¡aquí hay gente! -dijo contento.
Tras el konaki y bajo sus canastas, muchas mujeres se reían sentadas en el suelo con las piernas abiertas y limpiaban el maíz mientras que los niños pequeños se revolcaban más allá y jugaban sobre montones de estiércol. La primera de todas era Krustalo, la mujer de Magulás, y su madre Estamato, una vieja jorobada y con un solo diente. Estaban también Angélica, la mujer de Krapas, morena y alta; Vasilo, la mujer de Dsumás y la mujer del cura con su triste hija Panayota; Rusa, la mujer del alguacil; Aneta, la hija de Birbilis, esbelta y grácil, y la mujer de Jadulis.
Panayota, arremangada y con los pies desnudos, medio sentada en el rellano de la escalera, cogía de la canasta brazadas de panochas y 75


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las tiraba al grupo de mujeres. Aquéllas, con el anhelo de las mujeres indias, de Nokomi y de Minejáas, con la misma gratitud y afecto por Montami vestido de oro y de verdes alas, compañero de la vida y dulce regalo del cielo, así deshojaban los conos rojos y amarillos sobre sus delantales y los echaban más allá a un montón, preparados para triturarlos. Y mientras trabajaban con manos diligentes, no paraban de hablar. El tema principal de la conversación eran los dos mendigos y la simpatía inesperada que sus maridos les mostraban. Krustalo no podía contener su indignación ante aquella acción terrible de Magulás.
- ¡Carroñero! -decía-.¡Mira que cogerme la antorcha para dársela a los piojosos! ¡Si no tuviera bastante con cuidar su casa, encima quiere gobernar el fruto de mi barriga...! ¡Si trajera una hembra más, mejor que la palmara...!
- ¿Y le dejaste que se llevara la antorcha? -le preguntó riendo la mujer de Dsumás.
- ¿Dejársela? -gritó fuera de sí Krustalo sorprendida-. Antes le daría mis ojos.
- No hiciste bien, desgraciada -le aconsejó la mujer del cura-. No hiciste bien al dejar a esos pobres hombres en la oscuridad.
- ¿Por qué no les mandaste tú una que eres rica? -dijo enfadada Krustalo.
- No es que sea rica, pero dan pena también a Dios -insistió la mujer del cura-. Además, como tú también sabes, ellos conocen miles de hechizos.
- ¡Qué más da, ellos no conocen ni a la madre que los parió!
- ¡Escucha lo que te digo! Una vez llegó a Ambelakia un mendigo por el que no daban ni un duro, pero aquél sabía, hija mía, hacer bajar las estrellas. En Pirgetós le sacó el demonio a Dimákena. En Egani hizo milagros y la mujer de Ruliós, gracias a su hechizo, parió un niño. ¡Para la enfermedad que quieras, él conocía el remedio!
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Krustalo escuchaba las palabras de la mujer del cura y poco a poco empezó a perder su indignación. Esperanzas, dormidas hace mucho tiempo, renacían con sus palabras y caminaban verdes, doradas y deslumbrantes a su alrededor. Su cara, fláccida y quemada por el sol, resplandeció ante las nuevas expectativas, como el brillo divino del áspero monte Sinaí.
- Vaya, ¡si supiera cómo me puede hacer parir un niño! -dijo¡le doy incluso la ropa que llevo puesta!
- ¡Ah, calla ya, hija! -le cortó Estamato, como si tuviese miedo del entusiasmo exagerado de la pueblerina-. ¡Qué daño te han hecho las niñas que suspiras tanto! Por qué no dices que esté bien sea lo que sea... y no te preocupes que Dios también cuida de las niñas.
- Sí, Dios cuida de ellas, pero las tengo que criar yo, -dijo Krustalo dándole vueltas a su pensamiento-. Y luego, cuando crezcan, hasta que se lien con alguno, ¡quién sabe cuántos venenos beberé!
- Sobre esto no te digo que no, -dijo la vieja Estamato moviendo la cabeza y riendo-. Yo tuve a una sola, a ti, que me consumiste la vida y, hasta que te casaste, he vivido en un sinvivir. ¡Fuiste una ligona y no tenías sujeción! No te quitaba el ojo de encima ni de día ni de noche, ¡porque si te lo quitaba...! y aún así, por poco me da algo, cuando te encontré con tu primo Jadulis detrás del pajar.
- ¡Qué dices! ¿estás borracha, no? -gritó Krustalo con voz severa, lanzándole una mirada de enfado a la vieja, mientras su
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rostro se alegraba con el recuerdo-. ¡Te has vuelto loca y no sabes lo que dices! ¡Calla, no nos vaya a escuchar la gente y se escandalice!
Cállate, mujer -insistió la vieja Estamato-, aquí somos cuatro gatos ¿Qué crees que no lo sabemos todo?
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-
¡Qué va, afortunada! -añadió la mujer de Dsumás tranquilizándola-. ¡Haz tu trabajo y déjalo estar…! Aquí somos cuatro gatos...
En aquel momento apareció delante de ellas Dsiritókostas, embutido en sus harapos, pequeño, humilde y tan poca cosa que se diría que por el sufrimiento apenas se tenía en pie. El mendigo se acercó lento al grupo de las mujeres y, apoyándose en su bastón, empezó a hablar con su ademán triste y su voz quejumbrosa: - ¡Que Dios tenga en su seno a tu madre, a tu padre y a tus hermanitos!
Las mujeres no le prestaron ninguna atención. Intentaron tapar como podían sus miembros desnudos bajo sus faldas cortas, cubrir en lo posible sus pechos tostados por el sol bajo su pechera sucia y siguieron deshojando el maíz con igual ímpetu y diligencia. Solamente Krustalo miró dos o tres veces de reojo y vio su cara, impaciente porque quería saber si él le guardaba rencor por su mal comportamiento de ayer.
Panayota, la hija del cura, desde que oyó de boca de su madre cuánta era la destreza y la fortaleza de los mendigos, no podía estar tranquila. Consiguió echar fuera su cobardía virginal y miraba a Dsiritókostas con curiosidad apocada. Éste que al parecer tenía tantos filtros para las enfermedades de los demás ¿no tenía ninguno para la herida incurable de su corazón? Desde lo alto del rellano con sus ojos negros y relucientes miraba con miedo y emoción el interior de las bolsas, queriendo conocer su contenido mágico e indiferente a si el viento le levantaba la falda y con libertad mostraba al sol abrasador sus carnes. Dsiritókostas no se desanimó a pesar de que ninguna otra ni lo oyó ni lo miró. Continuó con su monserga y a la vez miraba las caras de las mujeres llevando sus ojos a todos lados. Examinaba sus fisonomías, la expresión de la frente, el abultamiento de los labios y las líneas de la boca como un experimentado fisonomista que quiere 78


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adivinar los sufrimientos del alma y los secretos del corazón y, escudriñando así, decía sin interrupción: - ¡Dios tenga en su seno a tu madre, a tu padre y a tus hermanitos!
- ¡Eh, hombre, vete de aquí, ve a tu trabajo y déjanos en paz!
-dijo Krustalo, mientras que su sonrisa mostraba la falsedad de sus palabras-. ¡Ve a buscar a nuestros hombres, esos patanes, y así lo vas a pasar muy bien y...!
De repente dejó de hablar y se quedó inmóvil mirando al mendigo con miedo y sorpresa. Dsiritókostas reconoció ahora su voz y los rasgos de la cara de la pueblerina que ayer hablaba con tanta aversión de las niñas. Dentro del pajar, cuando la vio crispada y enloquecida, un pensamiento como un rayo pasó por su mente. Pensaba que Krustalo, enviada por Dios, era víctima de su astucia hechicera. Ese mismo pensamiento le vino ahora de nuevo cuando se enfrentó a la pueblerina y decidió ponerlo de inmediato en práctica. Su bastón tocó con suavidad su pantorrilla, desnuda y fuerte, mientras que su cara jugaba abriendo y cerrando los ojos y arrugando los labios, como si quisiera darle a entender que tenía algo confidencial que decirle. En seguida, mientras se agachaba a coger una piedra tirada allí a sus pies, para echar a los perros que le seguían ladrando, le susurró al oído.
- ¡Tengo también, si quieres, el filtro que da machos!
- ¿Qué has dicho? -gritó roja de alegría y vergüenza Krustalo-.
¿Qué has dicho que tienes?
- El filtro que da machos, -repitió fuerte tomando impulso y paseando su mirada inquisidora entre todas las mujeres-. El filtro que da machos, que se encuentra en un campo lejano, donde orina el caballo en celo y quien lo toma, tiene niños ¡niños, muy machos y guapísimos como yo!
Las mujeres, al oir sus palabras, dejaron de deshojar el maíz y lo rodearon fijándose en su más mínimo movimiento. Panayota, la 79


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hija de Paparisos bajó lentamente del rellano a colocarse detrás de Krustalo. Sin darse cuenta, había cogido una panocha de maíz y, agitada, temblaba toda ella con espasmos, hacía añicos con sus dedos la funda de seda, arrancaba y frotaba una a una las hojas secas, rompía su tallo, mientras que sus ojos, su pensamiento y su alma estaban concentrados en las manos del mendigo.
Dsiritókostas conocía muy bien la mágica influencia que tienen los misterios y los símbolos en las mujeres. Por su observación continua sabía que esta gente tiene varias debilidades y múltiples necesidades y los mendigos fueron enviados desde arriba para explotarlas con su astucia. Por tanto, cada mendigo, si quería ganar dinero, tenía que tomar sus medidas para halagar esas debilidades y completar sus necesidades.
En primer lugar, mirando desde lo alto, tenía que tomar conciencia de su inmenso reino y luego ponerse a su nivel y empezar la etapa siguiente armado hasta los dientes e invencible. Por eso Dsiritókostas no se limitaba sólo a las artimañas de la mendicidad, sino que para cada persona tenía un método diferente de actuación. Su símbolo tenía siempre el lema náutico: “A cada uno, lo suyo”. Rastreaba, examinaba y encontraba la debilidad de cada uno. Donde notaba que no beneficiaban las bendiciones de Dios, ponía en circulación tretas diabólicas. Donde no podía extender su mano, afilaba su lengua. Cuando no encontraba a los compasivos, buscaba a los supersticiosos, a los necios. Tenía, sí, en su lengua la monserga llorona y monótona, pero también tenía en su bolsa el filtro de la serpiente, el filtro que da machos, el filtro del hierro y otros miles y miles de filtros de la tierra y además tenía en su mente el poder de la conjura y en sus ojos el poder de quitar el mal de ojos. Sabía muy bien que el éxito más pequeño era suficiente para completar limosnas de uno o dos viajes. La personalidad del mendigo se transformó, de inmediato, en una persona importante y seria. Sus ojos castaños miraban por todos lados, indolentes, perdidos, imágenes fieles de la mente distraída, que vaga por lo sobrenatural. El pelo de su cabeza y las canas de su barba... la expresión de su cara, la 80


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postura del cuerpo y los movimientos de las manos, la ropa, desgarrada y peculiar, añadían a la fuerza misteriosa e incompresible de sus palabras una grandeza profética. No era el mendigo humillado, piojoso, famélico que con voz llorosa pide mendrugos y las sobras de los pobres. Era un mago poderoso, que concentraba en sus manos robustas las fuerzas de la tierra y los elementos del firmamento, desconocidos para muchos mortales. Era capaz de cambiar no sólo la suerte sino también la propia naturaleza de los seres.
Krustalo, encantada con aquel hallazgo inesperado, se pegó a su lado y quería, contentísima y de inmediato, ver y comprar ahora el filtro, tragarlo enseguida, si era factible y, si era posible, cambiar el embrión que tenía en sus entrañas antes de echarlo al mundo.
- ¿Dónde está eso? Quiero verlo -preguntó impaciente.
- ¡Es caro! -dijo Dsiritókostas recalcando la palabra.
- Caro-barato, ¡yo lo quiero! -respondió con insistencia Krustalo- ¡Y doy hasta mis bragas por parir un macho!
- Ah, ¿las tuviste alguna vez? -murmuró aquél riéndose con astucia.
Entonces se sentó con agrado entre las mujeres en el suelo, arrastró hacia dentro su bolsa, abrió con sus manos temblorosas y lentas su nudo corredizo queriendo aguijonear lo más posible la impaciencia de las mujeres y sacó una bolsita pequeña. A continuación la desató con la misma lentitud de siempre y, con gran cuidado, como si cogiera las santas reliquias, sacó uno tras otro paquetes de papel grandes y pequeños y los colocó a su lado, cuidando de que no se los llevara el aire y les diera el sol.
- ¿Cuál es el filtro que da machos? -preguntó de nuevo Krustalo.
Mientras él se prepara para enseñar el valioso filtro a los ojos sedientos de la pueblerina, una voz temblorosa por la emoción y la alegría le impidió el movimiento.
- ¡La encontré, la encontré...! ¡La encontré y no la dejo!
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Panayota, la hija de Paparisos, de pie, despeinada, con ojos chispeantes y cara angelical daba saltos mientras sostenía en lo alto, ante los ojos sorpendidos de las mujeres, una panocha rojinegra. Era aquélla que sin darse cuenta había cogido de la canasta y deshojaba durante tanto tiempo con sus dedos. La panocha roja era rara y a aquél que la encontraba, si era soltero, le predecía la llegada rápida de un compañero adorable. Las mujeres, por un instante, dejaron los filtros de Dsiritókostas y prestaron toda su atención a la muchacha envidiable. La rodearon y levantaron sus manos y palpaban la panocha con respeto y gran deseo, mientras Panayota, celosa, quería preservar su extraño descubrimiento de cualquier intento de rapiña. Todas las pueblerinas se mostraban satisfechas por la buena suerte de la muchacha y deseaban verificar con rapidez el buen augurio. Sin embargo, por la expresión de sus ojos, parecía que las karangúnides decían una cosa y pensaban otra.
- ¡Anda, cariño! ¡Qué cosa ha encontrado! -mascullaba Aneta, la hija de Birbilis, con un gesto muy cómico en sus labios-.
Ella encuentra las panochas y otra le quita sus novios.
- ¡Dámela, mujer, que te la guarde! -dijo la mujer del cura a su niña, contentísima también ella por el descubrimiento de su hija.
- ¡No! -dijo Panayota desconfiada-. ¡No se la doy a nadie!
La guardó con ansia en su seno virginal como un avaro su tesoro.
El mendigo, desde su posición, veía aquel alboroto de las mujeres y se reía contento. Su mente ingeniosa pensaba que, gracias al descubrimiento de Panayota, podía él también sacar provecho.
Cuando se dio cuenta de que la emoción de las mujeres disminuyó, gritó con una voz tan grave que hizo que todas ellas se volvieran a reunirse a su alrededor y estuvieran pendientes de sus labios: - ¿El filtro que da machos? ¡Éste es!
Ante sus ojos sorprendidos desenvolvió una hierba seca, de color ceniza. Al tiempo que se giraba hacia atrás, inclinándose tras la espalda de 82


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El mendigo
Krustalo, susurró al oído de Panayota, supuestamente con precaución, pero lo bastante fuerte para que fuera oído por todo el grupo de mujeres: - ¡Tengo también la hierba del amor!
Por estas palabras y por su mirada penetrante, la muchacha se puso roja como el fuego, se colocó boca abajo en el suelo entre las faldas de las otras mujeres, con una risa nerviosa e incontenible. Entonces Aneta, la hija de Birbilis, alta, morena, una guapa mujerona apasionada, se adelantó con osadía y preguntó en voz alta: - ¿Tienes de verdad la hierba del amor?
- Sí -dijo Dsiritókostas, con seguridad inquebrantable-. Tengo la hierba del amor, el filtro del amor, ¡que no se da en ningún otro lugar! Ése que tienen las hadas y la guardan en Mavrobuni, abajo en Morea en una cueva profunda donde nadie puede llegar y cogerla, ni ver cómo brota. Para encontrarlo tienes que coger un erizo de tres días y rodearlo con una cerca muy sólida. Su madre, la eriza, queriendo liberarlo, tiene que atravesar campos y montañas, barrancos y riscos, para llevar este filtro y ponerlo en la cerca, para que se abra sola. Allí tienes que estar oculto, hasta que llegue la eriza, para cogerlo de su hocico, antes de que toque la tierra. ¡Entonces con aquél abres las cerraduras y las puertas de hierro y el corazón de tu novio, de tu amado!
Panayota, entre las faldas de las mujeres, oía la omnipotencia del filtro y ya no se reía. Su corazón latía rápido, su cuerpo estaba bañado en sudor y sentía pinchazos ardientes en sus mejillas y en la punta de su nariz como si proviniesen de un quemador. Notaba síntomas de desmayo en sus miembros dormidos que le producían suspiros muy profundos. Jadulis, el hijo de Trikas, volvió a su mente, insistente y exigente, y de repente se apagó la alegría que le había proporcionado el hallazgo alegre de la panocha de maíz roja.
Jadulis fue antes su prometido. Paparisos y Trikas en una borrachera y con los sentimientos a flor de piel, decidieron mantener su amistad 83


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perpetua por los siglos y entregarla inmortal y renombrada. Para conseguir esto no encontraron otro medio mejor que comprometer a sus hijos antes de que dejaran los pañales. La hija, con el primer balbuceo de los nombres de la familia, aprendió a balbucear también el nombre de su marido. Antes incluso de sentir miedo, respeto y amor a los animales de sus padres, que por su fuerza proporcionaban beneficios muy grandes a la familia, lo sintió por Jadulis, que iba a ser su benefactor y su señor.
La muchacha mantuvo los mismos sentimientos en su corazón cuando creció, pero Jadulis, ni cuando era pequeño, ni cuando creció, sintió nada de esto. Cuando se dio cuenta de que él era en todo el pueblo un yerno deseable, interrumpió el noviazgo sin vacilación. Algunas pacas de heno más que Birbilis añadió a la dote inicial, lo convencieron de inmediato para comprometerse con Aneta.
Panayota se afligió mucho cuando se enteró y se afligió más por la ofensa que le hiceron que por la pérdida de su felicidad. Temía más las malas lenguas de sus conciudadanos, las burlas despiadadas de su rival que perder su rostro amado. Su desgracia, en lugar de abatirla y desanimarla, la hizo más atrevida. No tenía otro pensamiento que conseguir que Jadulis volviera a tomar sus antiguos derroteros. En su interior sus sentimientos estaban tan confundidos que no podía discernir si quería esto para recuperar a su amante infiel o para castigar a su rival odiosa.
Ahora, cuando vio a Dsiritókostas y oyó la fuerza invencible del filtro, le vino este pensamiento a su mente. Quería tener un poco de eso, sólo una hojita, para dársela a beber a Jadulis, para que le hiciera volver a su primer amor, al que había perdido por unas pocas pacas de heno. Pero ¡quién sabe por cuánto vendería el mendigo el filtro!
Sin embargo, aquél pregonaba todos sus filtros, hablaba de su utilidad, de su poder con técnica y ductilidad elevada de palabra. Todas las mujeres, apretujadas a su alrededor, lo escuchaban y lo miraban directamente a los ojos, sin respirar, sin habla, con gran emoción y deseo inextinguible. Tenía ante él los beneficiosos y consoladores 84


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filtros de la tierra que curan cada herida del cuerpo, acaban con los dolores del alma, alivian el desgaste del corazón y lo devuelve a su primera juventud y a su vigor inicial. Los guardaba el mendigo en su bolsa y sólo debía abrirla y esparcirlos a su alrededor para mitigar las torturas veladas de la humanidad, él, divinidad beneficiosa y compasiva. Dolores secretos y ocultos; deseos, sufrimientos y esperanzas; todos los sentimientos depositados por la naturaleza en cada alma humana, posados en lo profundo de la conciencia por la influencia indolente de la vida, Dsiritókostas con sus palabras y sus filtros, los desenterraba ahora, los sacaba a la superficie y los entregaba al conocimiento del alma y a disposición del individuo. Las mujeres se preguntaron con insistencia y, al final, todas buscaban en su mente y encontraron algo insano en sus vidas, algo apasionado en sus almas, que les impedía disfrutar de la alegría y de la serenidad perpetuas del mundo.
- Eh, tío, ¿tienes el filtro de la esterilidad? -preguntó de pronto la mujer de Krapas.
Doce hijos había tenido hasta ahora la pueblerina y tenía sólo treinta y dos años. Ella misma sabía que podía tener otros tantos todavía.
Sin embargo, estaba agotada por los dolores de los partos y quería poner fin a la cosecha insoportable de su barriga, pero la mujer del cura le reprendió de inmediato y le dijo que no debería oponerse a la voluntad de Dios pidiendo filtros. La mujer de Krapas siguió pidiéndolo.
- No lo soporto -decía- ya me harté de tener cada año un niño.
- ¡Si no lo soportas, cierra las piernas! -dijo la mujer del cura.
- ¡Lo malo es que no se cierran! -dijo la experimentada vieja Estamato-. No recordáis lo que contestó la vieja centenaria a las palabras de su destrozado viejo: “Eh, pobre molino”, dijo aquél suspirando, “cuántas veces molimos allí dentro”.
Y la vieja centenaria murmuró: “maldito sea que el molino todavía muele...!” 85


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Andreas Karkavitsas
Todas las mujeres, casadas y solteras, sonreían nerviosamente, como si se excitaran por el relato de la vieja. El sol cálido de abril que las calentaba durante muchas horas, el rápido brote que se extendía a su alrededor y las semillas que vagaban invisibles al cielo y contribuían a la energía regeneradora de la primavera, habían derramado en su sangre aquel ánimo indolente y placentero que proporciona a los seres vivos la relajación de los cuerpos y el vigor de los nervios.
Con rostros enrojecidos, ojos brillantes, una ligera pesadez en sus estómagos, con preocupación y secadez en las gargantas, escalofrío en toda su piel, desde la coronilla hasta la punta de los dedos y con un malhumor indefinido, las mujeres empezaron a mirarse astutas entre ellas y a empujarse, a echarse unas sobre otras y a sonreir, con una risa nerviosa desenfrenada y con una incontrolable expresión picarona en sus miradas. Sus pantorillas desnudas, morenas y relucientes como bronce bajo sus vestidos revueltos, sus pechos fértiles libres hasta la cintura y todos sus miembros, por la agitación latente de sus nervios, tenían una postura atrevida y extraña, como retorcida. Se reían y se movían como las gatas que el celo vuelve locas. ¡Anda cuántas cosas sabe esta Estamato, la arpía...!
Dsiritókostas indiferente a sus palabras y a sus risas, insensible al cosquilleo y a sus miradas ardientes, dedicado a su trabajo, contestó de inmediato a la pregunta de la mujer de Krapas: - ¿Cómo? ¡el filtro de la infertilidad y también la piedra de la leche! Una vez en una playa uno estaba recogiendo guijarros y se los echaba en el pecho. De repente el calor lo perturbó; tenía dolores agudos en todo su cuerpo y sus tetas se inflamaron. Y… antes de llegar a su casa, ¡empezó a salirle leche! Buscan entre los guijarros y encuentran allí la piedra de la leche, la piedra negra; piedra de la playa, de la arena, ¡a la boda de mi morena! Cualquiera que la ponga sobre él, derrama la leche como un río, ¡te lo juro, tío! Sea hombre 86


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o mujer, ¡te lo juro por los santos, como tiene que ser! ¡$i queréis, tengo también el filtro que da hembras...!
- Pero… ¿qué chorradas dices…? ¿Quién quiere aquí el filtro que da hembras? ¡Déjalo que se pudra y ni lo nombres! -dijeron las mujeres al unísono-. Danos de los otros.
- Todas queréis que os dé algo, pero no preguntáis si yo he comido una migaja desde anteayer -dijo el mendigo en tono serio-.
Mi aprendiz, que se despertó por la noche, se zampó la comida que vuestros maridos me llevaron, ¡no dejó ni una migaja!
- Eh, alma de Dios, te íbamos a traer ahora, -dijo primera Krustalo- ¿por qué no lo dijiste hasta ahora y te torturamos muerto de hambre?
Se levantó dispuesta a ir corriendo a su morada humilde para llevarle algo de comer.
- Espera, que te traigo yo también un poco de sémola! -dijo también la mujer de Krapas animosa.
- Yo tengo queso.
- Yo un poco de pan.
Todas, ahora, estaban dispuestas a cuidar a Dsiritókostas, a traerle algo, para que comiera cuanto quisiera y no se muriera de hambre, el pobre. ¡Alma de Dios era él también, no un animal! ¡Este hombre muerto de hambre podría sufrir y todas lo tendrían sobre sus conciencias…! ¡Hombre!, ¡por qué no lo dijiste antes!
Dsiritókostas lanzó la chispa en el montón de mujeres fácilmente inflamable, consiguió su objetivo y no quiso ir más allá. Conocía muy bien su trabajo. Pensaba que, si hablaba con cada una de ellas por separado, se granjearía su confianza y su astucia tendría un campo más amplio de actuación.
- ¡No, mujeres! -dijo- ¡no quiero nada! Ahora os vais a vuestras casas, yo voy y me dais lo que os venga bien. Ahora ocupaos de vuestras tareas.
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Las mujeres para mostrar su diligencia corrieron a sus casas sin escuchar sus palabras. Aquél, siempre serio, triste y compungido, iba de puerta en puerta y recibía su compasión. A continuación, con precisión acordada empezaba a negociar con sus remedios y sus filtros.
Dsiritókostas acertó en sus cálculos. Las mujeres ahora, aisladas, abandonaron su cautela y le hicieron confidente de todas sus pasiones y deseos. Muchas le pedían los filtros inofensivos, pero la mayoría le pedían objetos de brujería, señales cabalísticas, monogramas con formas insólitas y monstruosas, para echar fuera con aquéllos el deseo malévolo de la vecina y traspasárselo, destructor y lacrimógeno, a un pariente odioso. El obstáculo y su resolución; el mal de ojo y su curación; la aniquilación de un enemigo implacable y el ahorcamiento en un álamo; el asco en la pareja y la separación de los hijos de sus padres, o la enemistad entre los hermanos; e incluso la muerte de las bestias y la aridez de sus viñas y la esterilidad de los campos, todos los sufrimientos que el hombre en su bestialidad engendra en su igual se extendían insensibles ante el mendigo y le pedían carne y un alma pérfida. Él mismo empezó a sentir un vértigo en su alma ante tanto odio y dureza inimaginable que gobernaba despótica a aquellas almas pueblerinas. Por un momento su mente sabia se quedó perpleja ante la vida interior del pueblo, tan diferente y tan contraria a su verde aspecto exterior, anestesiado por los hedores de los pantanos y hundido en la niebla como en un sueño.
Dsiritókostas, sin embargo, no se achicaba ante estas reflexiones, como para olvidar su misión. Con diligencia ofrecía a las mujeres lo que querían. En su bolsa lo tenía todo y pedía como pago lo que veía de valor en el interior de sus casas, ropa o tela, cualquier cosa que su experiencia encontrara apropiada para revender y obtener ganancias.
Las mujeres, al principio, rechazaban con obstinación sus pretensiones y pretextaban que sus maridos las molerían a palos. Entonces aquél fingía marcharse. Recogía sus mercancías imperturbable 88


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y andando lento hacía como que abandonaba la casa, pero a la vez elogiaba el uso inequívoco de sus remedios y sus resultados beneficiosos. Las mujeres, desesperadas porque no podían conmoverlo, pero incapaces de vencer su deseo, al final le daban lo que les pedía y cogían el filtro con anhelo, lo reliaban en la punta de su pañuelo y lo metían en su seno celosas por tenerlo. Escuchaban sus consejos y volvían a preguntar con mucho detalle la manera de usarlo.
Dsiritókostas, con sus bolsas repletas, llegó cansado ante la puerta de Krustalo.
- ¡Entra, hombre, que te estoy esperando! -le gritó aquélla impaciente en cuanto lo vio desde lejos.
- ¿Qué podía hacer? me suplicaron también otras mujeres, -respondió con su miserable costumbre.
Quiso sentarse en el umbral de la puerta, en la parte de fuera, pero Krustalo por compasión no lo dejó.
- ¡Entra, desgraciado! -dijo-. Siéntate que te traigo algo de comer.
Entró titubeando y cerró tras de sí la puerta. Colocó en la esquina sus bolsas y se sentó en el suelo, piropeando a Krustalo por su gran corazón. En un momento en que la pueblerina extendió su mano para darle otra rebanada de pan, aquél se la cogió y quería besársela. Sin embargo ella se soltó rápida, roja de vergüenza. ¿Qué, era una santa? Arrepentida por los insultos que soltó por su boca antes contra él, intentó excusarse. Ya se sabe, todos intentan hacer el bien, pero no siempre lo consiguen. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Ellos también eran pobres hombres…!
Dsiritókostas, no obstante, masticando lentamente, le replicaba. Esto depende del corazón de cada uno. Son muchos los que tienen los bienes del mundo, ¡pero no dan agua ni a su madre! No saben que aquél que da una moneda en este mundo, en el otro la recibirá duplicada o triplicada. Esto lo dice también 89


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Cristo, nuestro señor, pero los ricos no escuchan. ¡Si los pobres no ayudaran a los mendigos y a los lisiados, éstos morirían de hambre en la calle! Pero Krustalo lo consolaba con argumentos filosóficos. No pueden ser todos los hombres iguales, no todas las maderas hacen el mismo fuego. Unos son buenos, otros son malos, ¡así es la gente…! Aquél le repetía que vio mundo, pero que un alma como la suya no la encontró en ninguna parte…La pueblerina muy entusiasmada por aquellas halagadoras palabras y queriendo mostrarle que cumplía con lo que decía, rebuscaba en todos los armarios y los escondrijos de su pobre casa, para encontrar algo que ofrecerle. Aquél, que con ojo avizor observaba cada movimiento suyo y adivinaba su objetivo, seguía susurrándole elogios por su buen corazón, mientras que en su mente daba vueltas siempre a su primer pensamiento: - ¡Sacaré tajada de esta tonta!
De repente, reforzando su voz, dijo: - ¡Tú, señora mía, no tendrías que vivir en este cuchitril! ¡Tendrías que ser una reina y entrar en palacios, llevar sedas y hacer sonar joyas de oro y plata en tu pecho y colgarte perlas como cuelgan las cerezas en el árbol! ¡Tendrías que haber nacido en una cuna de oro, como de oro es tu corazón! y ¡tendrías que tener un marido que fuese un águila dorada, y que cuando atravesara el bazar los señores se levantaran; y un hijo noble que lo envidiara toda la gente...!
La pueblerina, de pie a su lado, con los brazos cruzados en el pecho, escuchaba aquellos halagos con alegría y júbilo. Su sangre hervía enrojeciendo sus mejillas como por efecto del fuego y conmoviendo toda su existencia. ¡Aquella vida de riqueza y fama que le proponía el mendigo resplandecía en su interior y nublaba sus ojos tanto que quería cerrarlos y entregarse con toda su alma a este sueño dulce y no despertar nunca! Sus palabras empezaron a seducirla y 90


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convencerla de que ella no debería vivir allí tal y como vivía, sino como aquél le decía. De manera inconsciente empezó a decirle que, si fuera verdad todo lo que le decía que merecía, entonces él vería con qué diligencia daría ella sus limosnas.
- ¡Te lo juro! -dijo ella seria-. Si fuera verdad, ¡no existirían pobres sobre la tierra!
Pero sobre aquella exaltada generosidad, el recuerdo de tener un niño la hizo retornar a su desgraciada realidad. El polvo de oro, que echó ante sus ojos por un instante el mendigo, imagen despiadada de un mago artista, se disolvió en seguida y vio a su alrededor la casucha untada de boñigas con las pobres pertenencias; vio el techo muy agujereado, por donde entraba la luz del día y, en las noches de invierno, silbaba el viento glacial y por el que, cuando llovía, se colaba el agua como un riachuelo. Se le presentó ante ella Magulás, un pueblerino sucio, agotado por el cansancio, vio también a sus cinco hijas, ¡cinco feas criaturas harapientas! Luego, mirando hacia abajo, vio su barriga, que abultaba con desmesura y que levantaba la parte delantera de su vestido hasta las rodillas, y... un suspiro profundo le salió del pecho: - ¡Hombre, deja eso! -dijo un poco indignada, quizás porque la llevó a un mundo inalcanzable o porque sospechó de la ironía de sus palabras-. ¡Yo no quiero ni palacios ni oro…!
¡Quiero un hijo varón! ¿Puedes darme un hijo varón...?
- ¡Yo te daré el filtro que da machos!, -dijo Dsiritókostas aprovechando que era el momento oportuno-. ¡Bébetelo y lo primero que tendrás será un niño!
-
¿Y esto? -dijo ella señalándose la barriga, con repugnancia-.
¿Y si esto es también una niña?
Dsiritókostas la miró a los ojos. Luego desvió su mirada hacia la vieja Estamato, que estaba sentada en la esquina, muda como un xoana. Echó un vistazo alrededor a las paredes desnudas y ahuma91


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das y al techo con telarañas, y, finalmente, clavó sus ojos enfrente, en el otro extremo de la casa. Allí estaba el lugar donde vivían los animales de Magulás, dos bueyes para el arado y una vaca. Se adivinaba su ubicación por el fuerte olor de la paja podrida que esparcida llegaba hasta la puerta de la vivienda. Ahora los tres animales estaban en el campo con Magulás y allí había sólo un corderito atado, la cría de la casa, con una campanilla al cuello, que, de vez en cuando, removía la paja seca con sus finas patas.
- ¡Si tuvieramos un riñón! -dijo Dsiritókostas despacio y serio, mirando siempre al establo-. ¡Yo podría decirte cuál es el sexo del niño que tienes en tu barriga!
- ¿Qué tipo de riñón? -preguntó de inmediato Krustalo alegre.
- ¡Si fuera de cordero! ¡Si tuviera un riñón, os lo diría!
- ¡Un riñón de cordero…un riñón de cordero! -murmuraba mirando a su madre, como si quisiera que la aconsejara cómo podrían encontrar un riñón de cordero.
- ¿Dónde podemos encontrarlo? -dijo la vieja levantando los hombros.
No le faltaba razón, porque raramente hacían matanza en los pueblos. Los pueblerinos comían carne sólo tres o cuatro veces al año: en Páscua de Resurrección, Navidad y Carnavales. A veces la comían en una boda y alguna vez, si un animal se ponía enfermo y lo veían a punto de morir, lo mataban y se lo repartían entre ellos.
Los demás días comían ajos, cebollas, legumbres, queso, sémola y alguna vez, los días solemnes, gachas. ¿Dónde encontrar, pues, un riñón de cordero en este pueblo?
En aquel momento, como si quisiera sacarlos de su perplejidad, se oyó, desde la profundidad del establo, temblorosa y contenida, como una cadena que se arrastra en el interior de un recipiente metálico, la voz de un cordero:
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- ¡Beee …!
Los ojos de Krustalo y de Dsiritókostas chispeantes se encontraron y con esta lengua sin voz revelaron que sus pensamientos también estaban de acuerdo.
- ¿Por qué no lo matamos? -proponía el mendigo con cobardía.
- Y… ¿después? -preguntó triste la pueblerina- ¿Dónde iremos a escondernos de Magulás? ¡Me molerá a palos y se escuchará hasta en Lárisa!
Sin darse cuenta se llevaba las manos tocándose todo el cuerpo, como si le doliese por el recuerdo de un golpe antiguo, pero Dsiritókostas empezó a poner en contra de ella sus propias palabras y a burlarse de sus miedos. ¿Qué cree? ¿El propio Magulás no tendría curiosidad por saber ahora el sexo del niño que tenía su mujer en sus entrañas? Y al final si era necesario que desconociera el sacrificio del cordero, tampoco era un asunto tan complicado. Dirían que dejaron abierta un segundo la puerta de la casa y el corderito se escapó.
Si el amo tiene ganas, que vaya a buscarlo.
- ¡Beee…! -resonó de nuevo el balido del cordero dentro de la casa.
- ¡Cállate…! -masculló Krustalo con un gesto de repugnancia.
Empezó a molestarle ahora este balido inocente. Le crispaba los nervios, le perturbaba el alma y sentía un odio incontenible hacia aquella voz que era idéntica a la Tentación. ¡Ojalá fuera fácil que enfermara ahora mismo el corderito, lo atacara un mal incurable y lo dejara muerto...!
- ¡A mí me da igual! -añadió con indiferencia el mendigo, cuando se dio cuenta de que la pueblerina empezó a dudar-.
Sólo siento que por un cordero sin importancia perdamos esta oportunidad..., pero no importa. ¡Por una hembra más, no se perderá el mundo!
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Aquellas palabras indiferentes se clavaron como un cuchillo de doble filo en el corazón de Krustalo. Sólo pensar que pudiera tener otra niña era suficiente para perturbarle la mente y hundirla en la desesperanza. La curiosidad se adhirió indespegable en su espíritu y se agigantaba agitando su alma, todo su ser. El deseo de conocer desde ahora, incluso antes de que naciera, el sexo de la criatura que tenía en sus entrañas; la voluntad de saber cómo el vulgar esperma de su marido, en su deseo ingobernable y con la fuerza vacilante de la carne apasionada, se conformó y qué influencia tendría en su vida, la empujaban hasta el final. Ya no quería ni pensar en Magulás. Ahora para ella los enfados y las palizas no significaban nada.
El enigma, que era algo fácil de saber, le cosquilleaba y daba alas a su mente.
- ¡Bee…!
El corderito seguía balando sin parar. Su voz bronca y contenida llegaba lastimera e insoportable hasta la alargada casa. Krustalo la escuchaba y creía que un berbiquí le taladraba las meninges; sentía un hierro candente que le atravesaba la columna vertebral, mientras que su espalda, sus manos y sus piernas parecían sumergidas en agua helada. Ahora veía ante ella a la criatura inocente que le extendía su cuello y se le ofrecía como víctima voluntaria. En el timbre de su voz encontraba palabras humanas que la incitaban y casi le suplicaban que cogiera el cuchillo y que ella sola le cortara el cuello. ¿No lo sabía?
¿No lo entendía? El destino del cordero era ahora matarlo. Todo el mundo lo dice y ella, ¿no lo escuchó? ¿No sabía que el animal al que se va a sacrificar, cuando le llega la hora, ve delante de él el cuchillo manchado de sangre y bala ronco y triste, con horror y repugnancia?
Tiembla ante la tortura horrible y suplica terminar cuanto antes su vida desgraciada … ¿Qué hacía durante tanto tiempo el corderito sino llamar a la muerte? Krustalo, preparada para su engaño, creyó ahora que estaba obligada a entregar a su víctima al matarife.
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-
Cógelo, -dijo con firme decisión, mostrando la víctima al mendigo-. Mátalo, destrípalo, haz lo que quieras. ¡Quiero sólo que me digas qué diablos es esto que tengo en mi barriga!
- ¡Qué palabras dices, tonta! -gritó la vieja Estamato pellizcándole las mejillas con horror-. ¿Por qué auguras una desgracia para tu barriga?, maldita seas, asesina.
Y acercándose atemorizada, hizo la señal de la cruz en la barriga de su hija con la mano derecha y así ahuyentó cada palabra maldita y cada padecimiento de su interior. La vieja experta sabía que las embarazadas tienen que estar protegidas del mal de ojo y de las maldiciones, porque muchas veces un mal de ojo y una maldición se cumplen y nacen en lugar de niños, engendros horribles, bichos o voladores, peces e incluso al mismo diablo. Pero Krustalo, como si tomara conciencia de lo malo que dijo, se puso amarilla enseguida y se encogió, mirando a la izquierda y a la derecha y tras ella con ojos aterrorizados.
- ¡Si ya no me he vuelto loca, me volveré ahora! -decía apretandose con las dos manos la frente.
Sin embargo Dsiritókostas en cuanto recibió el permiso, corrió al pajar y sacrificó al cordero. Con manos de matarife hábil abrió la barriga, apartó las entrañas y sacó el riñón derecho. Lo partió con una navaja afilada, dejando sólo una piel fina para contener las dos partes, y lo echó al fuego.
- Mira bien, -dijo a Krustalo- si se cierra significará que tienes un niño y si no se cierra entonces con seguridad tendrás una niña.
Y se tendió a ras de suelo en el rincón, observando con ojo curioso de arúspice antiguo el riñón profético como una mancha negra sobre el ascua encendida. Alrededor la oscuridad cada vez se hacía más espesa. Al fondo el pajar parecía como la entrada de un abismo oscuro e inmenso, al que uno tiene miedo acercarse, porque se imagina que en su interior corren reptiles monstruosos y resbaladizos. Las 95


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paredes laterales de aspecto desnudo y medio quemado, con el techo bajo y negro encima y con el suelo seco y agrietado debajo, por la luz tenue que entraba por las rendijas de la puerta, tenían una melancolía fúnebre como si lloraran por su destino. Al mismo tiempo, los resplandores rojos dorados del fuego, que brillaban delante en la pared hasta la chimenea abierta y arriba y alrededor de los vestidos pobres y las caras arrugadas de los tres arúspices concentrados en su tarea oscura con dedicación y esperanza, ofrecían una imagen horrible como si fuera un taller de brujas.
La vieja Estamato sentada al otro lado del rincón con los pies recogidos, sosteniendo su cabeza de cabello cano con las palmas ásperas de sus manos sobre sus rodillas, miraba fijamente con sus ojos pequeños y de color ceniza la brasa encendida, inmóvil y muda, como si tuviese su espíritu en otro mundo, en esferas sobrenaturales. Enfrente el mendigo, apoyando su espalda en la pared seca, con sus piernas estiradas propias de un gran descanso, hace parpadear sus ojos y una vez miraba los caprichos del riñón en la brasa y otra hacia la puerta, como si temiera la llegada repentina del dueño de la casa; unas veces dirigía su mirada a las mujeres y otras al rincón, al rescoldo blanco, donde trazaba con una vara de vid delgada círculos y pentalfas y monogramas cabalísticos y, por los movimientos suaves que hacía con sus labios y sus párpados, tenía en su cara un aspecto enigmático y oscuro.
Y entre estos dos cuerpos vivos, Krustalo, arrodillada en el rincón, no tenía ni voz ni vida, sólo miraba. En sus ojos abiertos de par en par se veía reflejada al revés, en su pupila pequeña, la imagen mágica que se desplegaba ante ella: el contorno oscuro y de color verdinegro del rincón, la ceniza y el carbón encendido con sus llamas ondulantes azules y rojas, y arriba el riñón, todavía palpitante mientras que aquéllas lo lamían con insistencia y glotonería. Su rostro se enrojecía quemado, sus mejillas ardían 96


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y muchas veces pelos de su cabellera, caídos con osadía en la frente, se peleaban sin esperanza y se elevaban con brusquedad, crepitando muchas veces en el asalto obstinado del fuego que llegaba sobre ellos.
Ella, indiferente a todo esto, no sentía ni el calor sofocante, ni el cansancio, ni la palpitación insistente ante la respuesta sin voz que les daría de un momento a otro el riñón mágico. Escuchaba su chisporroteo suave, cuando por primera vez el mendigo lo echó a la brasa encendida, queja amarga de la carne, que se había entregado sin pena al gigante insaciable. Veía sus movimientos desesperanzados, como si pidiese la ayuda de sus nervios para saltar de allí y salvarse. Observaba el humo insignificante que seguía a su chisporroteo y cómo el riñón saltaba sobre las llamas. Finalmente vió que sus labios se recogieron en su interior, como las alas de un pajarito que se ha entregado a un enemigo implacable, cuando ha perdido toda esperanza de salvación. La pueblerina, durante un segundo, se alegró y creyó que a aquellos movimientos del riñón les seguirían otros más fuertes que harían que las dos partes se dieran la vuelta y se unieran, como estaban al principio antes de que lo cortara el cuchillo. Si se juntaban así, lo que tenía en su barriga era con seguridad un niño. Dsiritókostas lo dijo claro. Krustalo sentía en el interior de sus miembros algo como un espasmo nervioso; un suspiro desvanecerse y resbalar por su pecho, llegar hasta la punta de sus dedos y de su rostro; algo como un intento de querer correr y ayudar al riñón a cerrarse sin ganas.
- ¡Ah...! le salió ronco como un estimulo inesperado de su garganta.
En contra del deseo de Krustalo, el riñón empezó ahora poco a poco a ennegrecerse, a oler a carne quemada. Luego empezó a ponerse rojo como los carbones de su alrededor y al final, siempre desde el borde hasta el centro, comenzó a ponerse blanco y a con97


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vertirse en ceniza, como si fuera un ascua enterrada. Hasta que por un lado el viento y por otro lado el calor sofocante con un soplido como último estertor y con un poco de humo la lanzaron al exterior por la chimenea abierta del techo e hicieron desaparecer todo rastro del riñón.
- ¡Vete al diablo, suerte huraña...! -bramó entonces Krustalo impetuosa y cayó en brazos de su madre hecha un mar de lágrimas.
- ¡Anda mujer, no te lo tomes así! -dijo Dsiritókostas, riéndose bajo su bigote espeso-. ¡No te lo tomes así, lo malo también tiene arreglo! Te voy a dar un remedio; ¡no te lo tomes así..!
- ¿Tienes un remedio para cambiarlo? -preguntó aquélla saltando y mirándolo con ojos enrojecidos.
- ¡Tengo uno que no sólo te lo cambia sino que incluso hace que abortes! -dijo Dsiritókostas.
- ¡Que aborte, no! -dijo volviendo a caer en su desesperación la pueblerina-. ¡Que Dios lo salve! ¡Es una gran pecado...!
Como Dios me lo dio, ¡no quiero echarlo fuera! y se hizo la señal de la cruz muy aterrorizada y pidiendo compasión. Si es que lo cambie, sí; ¡te doy lo que quieras! Incluso que yo y mi marido seamos tus esclavos...
- ¡Ah, no! -dijo Dsiritókostas, moviendo la cabeza de forma negativa-. No quiero que tu marido sepa nada. Los hombres, los conozco, son difíciles. ¡No quiero tenazas...! ¡Si quieres te lo daré, pero me vas a jurar que él no sabrá nada!
- ¡Sí te lo juro y me hago la señal de la cruz! -dijo Krustalo diligente.
-
¡Tú nos vas a hacer un bien y lo vamos a propagar a los cuatro vientos...! -añadió la vieja Estamato.
El mendigo sacó de su bolsa y desenrolló ante las miradas curiosas de las mujeres un polvo fino y de color ceniza.
-Tómate tres de éstos -dijo con seguridad-. Cada día uno.
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De repente se puso pensativo porque él sabía muy bien las consecuencias peligrosas del polvo que le daba para cambiar el sexo del embrión en la matriz de la pueblerina. No era nada más que un polvo abortivo. A menudo lo había vendído a cambio de una gran recompensa a muchachas solteras, embarazadas a escondidas, en su larga etapa medingante. Echó fuera de sus matrices a muchos embriones ilegales, pero también a muchos cuerpos los mandó antes de su hora a la tumba.
Lo sabía, pero ¿qué podía hacer? ¿Podía negar su servicio, cuando se lo pedían? ¡Y encima con tan buen pago!
Con este pensamiento filosófico decidió darle también a Krustalo su polvo abortivo. En realidad aquélla no pedía abortar sino cambiar el sexo de su retoño. El mendigo, sin embargo, no había encontrado todavía ningún remedio para esto, ¡pero tampoco podía confesar su incompetencia!
¡Su maestría no se lo permitía bajo ningún concepto! Y por fin, a condición de que aquélla estuviera diligente a creerlo y tuviera la disposición ¿por qué tenía que perder él sus ganancias y quién sabe si incluso su prestigio? Él va a engañarla, no lo niega, pero ¿por qué ella no tiene la suficiente inteligencia para no dejarse engañar? Luego los astutos viven de los tontos. Los listos no dejan que se burlen de ellos. Si no existiese el mundo de los tontos, los mendigos estirarían la pata en los montes secos de sus patrias, como un gusano de seda dentro de su capullo... Para tener, sin embargo, con anterioridad su conciencia tranquila en caso de fracaso, Dsiritókostas pensó en disminuir el poder de actuación del polvo.
- ¿Qué día es hoy? -preguntó rascándose la frente.
- Lunes, -dijo la vieja Estamato.
- Entonces empieza a tomarlo el jueves -dijo a Krustalo-. Vas - -
a tomarlo un dia tras otro.
¿Y cambiará? -preguntó Krustalo muy contenta, extendiendo la mano para coger el polvo.
¿Lo dudas? ¡Será un matusalén! ¡Verás cuántas generaciones van a criarse en su casa...!
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Krustalo suspiró profundamente, como si quisiera quitarse un gran peso de encima, pero el mendigo todavía no le daba el polvo.
Sólo la miraba con fijeza a los ojos y de los ojos a las manos, diciéndole sin voz que quería primero su recompensa. Aquélla por fin se dio cuenta y sacó de un baúl de madera un salvari25 completamente nuevo, azul, bordado con cintas y, sacudiéndolo ante él, dijo: - Mira es el salvari de novio de mi marido. ¡No tengo otra cosa! Ten cuidado de que nadie le eche la vista encima, porque estaré perdida.
Temía mucho a su marido, pero quién sabe cuando él lo iba a pedir. Los karangúnides no se cambiaban fácilmente de ropas más de cuatro o cinco veces al año, esto no siempre de manera regular, y hasta entonces Krustalo podría encontrar una justificación. Le diría que lo habían robado cuando lo tenía tendido para orearlo y al final lo confesaría todo si paría a un hijo varón. Cuando Magulás viera al macho, no tendría cabeza para pensar en su salvari.
Dsiritókostas lo cogió de las manos de la pueblerina y lo examinaba con la precisión de un comerciante, que teme que intenten engañarlo en su negocio. Tenía un ojo experto y al primer vistazo supo que el salvari era nuevo y que podía venderlo caro al primer comprador, pero no tenía que dejárselo entrever. Quería tener derecho a una exigencia mayor, para mostrar a la mujer el valor inestimable de sus remedios.
- ¿Qué trapo viejo me das? ¡Esto no vale ni cinco reales!
-murmuró descontento metiendo el salvari en el fondo de la bolsa, velando por asegurárselo más.
-
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Un trapo viejo -dijo la mujer estupefacta-. Tío, ¿por qué no abres los ojos para verlo mejor...? El mío no se lo ha puesto ni tres veces.
Tipo de pantalón bombacho.
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- ¡Es nuevo! -añadió la vieja Estamato un poco enfadada.
El mendigo movió su cabeza titubeante. A continuación con un tono decidido y resolutivo dijo: - ¡Que así sea!, tú también eres pobre, que pierda yo dinero, no importa... ¿No tienes por ahí unos calzoncillos y una camisa para mi aprendiz?
Krustalo no quería darle nada más, pero tampoco estaba en disposición de negarle nada. Creía que ella era su esclava por el bien que le estaba haciendo ¡Que él le eche fuera las hembras a partir de ahora! ¡No ver más adefesios en su casa! ¡Que tuviera un segundo apoyo, dispuesto a tomar el lugar de su padre en caso de desgracia!
¡Poner un nuevo cabalgador valiente bajo el techo! ¡Que se refugien bajo aquel techo durante el viaje inseguro del futuro todas las criaturas débiles de la familia, la madre con las hembras, y que se sientan protegidas! ¿Qué mejor bien quería la pueblerina? Todo lo oscuro, todo lo amenazante que escondiera ahora el futuro en su rueca, ella podía enfrentarlo sin miedo. Si todavía, como sospechaba, ganaba el bey en los tribunales y echaba a su familia del pueblo, encontraría en seguida otro jefe que los aceptara, otra casa que los cobijara y otro campo que los alimentara. Si uno tiene manos robustas, encuentra con facilidad trabajo. Y, cuando encuentra trabajo, tiene también techo y comida y de todo. ¡Qué desgracia es para una familia que le falte el hombre!
Ahora Krustalo tendría al hombre. Dsiritókostas se lo prometió a las claras. ¿Cómo, pues, podría negarle a aquél, al salvador de su familia, de su honor y de la vida, un poco de este retal que le envolviera su desnudez ante la mirada de la gente y preservara del frío soplo del viento y del sol abrasador las carnes de su aprendiz...? La pueblerina diligente abrió el baúl, mientras Dsiritókostas con insistencia y voz llorosa pedía todo lo bonito y útil que veía dentro de él y ella casi lo vació sin darse cuenta de toda la ropa pobre en la bolsa insaciable del mendigo.
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-
¡Eh, hija…! ¡Eh, hija...! -gritó de repente la vieja Estamato mirando hacia fuera de la puerta-. ¡Oigo que llegan los animales, echa al piojoso rápido, antes de que Magulás lo alcance dentro…!
Un temor se apoderó de los tres culpables. En sus ojos inmóviles, en sus caras pálidas y en sus movimientos agitados se notaba cómo cada uno intentanba, ante la amenaza repentina, exculparse a si mismo de toda culpa. Su expresión testimoniaba que, si de repente entrase Magulás y les pidiese una explicación, se traicionarían entre ellos sin vacilación y cada uno querría aparecer como una victima ingenua y digna de lástima. El mendigo se dio prisa en colocarse su bolsa en el hombro, en coger su bastón y con rapidez juvenil salir volando fuera. La vieja Estamato escondió dentro de la paja la carne sacrificada, la arrastró y cubrió con la ceniza de la brasa, de manera que desapareciera el olor a carne quemada y que tampoco se viera el fuego. Krustalo cerró con rapidez el baúl y se dejó caer encima, fijando sus ojos inmóviles en la puerta. Ahora un escalofrío le atravesaba todo el cuerpo y la frialdad del mármol se apoderaba de sus manos y sus pies. En este preciso momento, ante la presencia repentina de su marido, la pueblerina meditó sobre su acción y su responsabilidad. Cuando le daba al mendigo, obsesionada por su deseo, el costoso salvari y su única muda, creía que la ausencia de Magulás sería eterna. Esperaba, con seguridad, que un día recibiría su castigo, pero no imaginaba que aquel día llegaría tan pronto y ahora se quedó perpleja con la noticia de que los animales llegaban al pueblo. Veía el castigo llegar con rapidez de lamia26 veloz como el viento encarnada en la cara de Magulás, sacudirse sobre ella, estrujarla y aplastarla, acompañado de voces feroces y golpes terribles.
¡Qué le había hecho el mendigo, qué le había hecho! ¡Ojalá existiera 26
Monstruo mítico empleado para asustar.
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la manera de tener de nuevo en el baúl el salvari y la muda! ¡Ojalá fuera posible que retumbara de nuevo en el interior de la casa el balido tembloroso del corderito! ¡Ojalá fuera fácil vislumbrar su lana plateada allí dentro en la penumbra del establo! ¡Ojalá escuchara su campanilla sonar dulce otra vez! ¡Ojalá faltaran todas las artimañas adivinatorias del mendigo! ¡Ojalá tuviera no sólo una, sino un rebaño de hembras! ¿qué perdería ella? ¿se les daba dote? A las hembras se les podía temer y no quererlas en otro lugar, donde la dote deja sin nada la casa paterna para llenar la extraña. Aquí, sin embargo, entre los karangúnides, la dote no es nada. Macho o hembra, tiene que trabajar. La hembra, desde luego, es más apreciada, porque trabaja en el campo y también en la casa. ¡Qué locura se apoderó de ella que le hizo dar todo lo que tenía y menospreció el enfado de Magulás, sólo por tener un varón…!
Krustalo se quedó desmoronada sobre el baúl, sin tener fuerza para articular palabra, ni moverse de allí. Ante ella veía sólo una cosa, el enfado terrible de su marido, y un solo deseo devanaba su mente: ¡Que se cayera el mundo antes de que Magulás conociese su acción! ¡Que fuera fácil que se derrumbara el techo para aplastar y ocultar bajo él el baúl y el establo vacíos e incluso a ella misma, antes de tener que ver ante ella su enfado! ¡Ojalá pudiese, sentada allí sobre el baúl, pesar tanto como Kisavos y Olimpo y así su marido nunca pudiese abrirlo y ver que está vacio! Sin embargo, sabía que todos sus anhelos y deseos eran imposibles. Un escalofrío horrible se apoderó de ella y sus dientes rechinaban sin parar.
- Mamaíta mía, -murmuró con pesar- ¿por qué me permitiste que dejara desnudar mi casa...?
En aquel momento los pasos pesados de las bestias perturbaron el patio y la casa desde los cimientos. Al tiempo que se escuchó la voz de Magulás, con toda la ira de un campesino que vuelve muy cansado por el trabajo: 103


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-
Mujeres, ¿qué diablo hacéis dentro que no salís a coger a los animales...?
- Levántate, mujer, ¡vete a ayudarlo! -dijo la vieja Estámato a su hija. -¡No te comportes así, perdida, y se lo hagas visible y me apalee a mí también!
- Ah mamaíta mía, ¿por qué me dejaste? -masculló de nuevo aquélla.
Y salieron las dos afuera a descargar los animales. Desataron el arado, la reja del arado, el yugo, el pico y el azadón, todos los aperos del campo y los llevaron dentro. Después secaron el sudor de los animales con un paño de lana, los cubrieron con una manta, les dieron de beber agua del pozo y los hicieron pasar a todos por la puerta estrecha de la casa y los colocaron en su sitio determinado.
Magulás no participó en el cuidado de las bestias. Tendido boca arriba sobre el yapí, con los pies y las manos estirados, estaba inmóvil, como un muerto. El cansancio del día lo había dejado hecho polvo y, para deshacerse de él, no hacía nada. Se volvía de un lado a otro, con toda la indolencia y la pereza de un gusano vago, y tenía su boca abierta hacia el infinito, hacia arriba al firmamento azul y dorado como si esperara que con él se saciara su hambre.
En los otros patios la imagen era la misma e invariable. Aparecían mujeres por todos lados con su ropa pobre, sumergidas en el fango y en el polvo, llevando los vestidos levantadas hasta las rodillas. Algunas llevaban leña para encender el fuego y otras tenían en sus delantales verduras silvestres para hacer su vespertina cena. Los hombres iban detrás con paso lento, con ademán rudo e indolente, con los miembros de su cuerpo debilitados por el fuerte cansancio. Junto a ellos iban sus animales, bueyes con cuernos retorcidos, bajos y robustos, con el pesado yugo sobre sus lomos, y caballos que cargaban con los aperos de labranza y la leña necesaria. De repente, el antes vacío y adormilado pueblo, como un 104


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gandul tumbado al sol del día, ahora con la puesta del sol, recobró vida, alegría y bullicio. Se escuchaban voces e insultos de los hombres hacia sus mujeres y alguna vez las réplicas bruscas de éstas, pero con más frecuencia resonaban las risas de las muchachas, canciones alegres y juveniles, ladridos de perros, mugidos melancólicos de bueyes y relinchos de yegua, que busca a su potrillo inquieto. Un horno se encendía y tras el crepitar de la madera de vid al prenderse y el chisporroteo de la brasa, la masa del pan, por influencia del fuego, expandía un olor que abría el apetito.
Un humo azul subía por los techos de las casas y se oía un sonido alegre producido por los cubiertos y las cucharas de madera de los niños. En otro lado sacudieron al aire las ropas de cama; más allá en el patio de Paparisos, Panayota se lavaba la cara con el agua que le había vendido a precio de oro el mendigo, esperando que el hijo de Trikas cambiara de opinión.
El sol, puesto tras los estrechos del valle de los Tembi, apenas echaba rayos rosáceos y dorados sobre las cumbres nevadas del Olimpo, diamante caro sobre su corona real. Una niebla azulada subía de la ribera y poco a poco se deslizaba tenue hacia el pueblo, hasta el pie del monte Kisavos, queriendo abarcar todo en un abrazo casto. Y cuando al poco tiempo se extendió y se espesó enigmática y majestuosa, cuando las estrellas resplandecieron arriba en el cielo y abajo se echaron los vientos en el pueblo sometido, todo volvió a caer en un silencio sepulcral. Ni luz ni voz en ningún sitio. Los cuerpos cansados, primero entregados a las necesidades de la vida y después al abrazo del sueño, no sentían deseos ni tenían ningún anhelo.
El miedo de Krustalo también se disipó rápido ante el cansancio agotador de su alma.
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IV Pedro Valajás estaba agotado por el insomnio y el cansancio. El jefe de aduanas de Tságesi con un documento escueto le avisó anteayer de que un contrabando iba a descargarse en la desembocadura del río y que tenía que tener cuatro ojos. Le hubiera enviado más guardias en su ayuda, pero los tenía a todos ocupados en otro lugar. ¡Tampoco ocho o diez hombres serían suficientes para vigilar una playa tan grande! Sin embargo podía, si quería, llegar a un acuerdo directamente con el jefe de policía de los Tembi para tener mayor esperanza de éxito.
Valajás, sin embargo, no consideraba en absoluto necesaria la ayuda del jefe de policía y de sus soldados. Esos portadores de armas gordos y brutos le traerían más dificultades que facilidades. Él solo se bastaba para prestar este servicio peligroso y juraba que no dejaría pasar ni a una mosca sin parar en la aduana. Con el fusil en el hombro y los correajes de la espada atados a la cintura, con la gorra de aduanero calada en sus cabellos despeinados, envuelto en su abrigo militar como las panochas en sus hojas, con su calzón corto hasta las rodillas, con sus calcetines agrafióticos27 y sus tsarujia28, el guardia de aduanas, con los ojos abiertos y como un espía, se adentraba en las arenas y en los juncos de la playa como un fantasma.
El Peneo bajaba desde los Tembi, entre sus orillas verdes y sombreadas, turbio y henchido. El sol abrasador de marzo y de abril lanzaba 27
De Ágrafa, cordillera del centro de Grecia.
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Calzado bajo de los campesinos y pastores de Grecia.


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sus besos insidiosos a la nieve amontonada y pesada de las montañas.
Cataratas formadas por ella colgaban de los montes Jásia y Pindo, Gura y Olimpo y desembocaban, como ramales de varios nombres, en su orilla sinuosa. Árboles con el tronco, las ramas y las raíces, robles nudosos, pinos frondosos, plátanos milenarios, hayas enormes, abetos entrecruzados descendían la ladera uno tras otro como gigantes medio muertos, con una expresión triste porque fueron separados sin piedad de sus altas cunas. En su paso rápido tenían una expresión de triunfo al ser transportados sin peligro a los lomos líquidos del espectro cruel.
Los pajarracos de las montañas, las águilas y los gavilanes, los neblís y los halcones, cansados por sus viajes aéreos, bajaban a los troncos duros y recorrían el río con arrogancia, con sus uñas ramificadas clavadas en las hendiduras de la corteza, con los ojos fijos en las amplias llanuras a derecha e izquierda, con la conciencia de su fuerza manifiesta en el cuerpo, con sus picos curvos llenos de horror y amenaza, tiranos despóticos de los débiles y de los cobardes. Las aves mansas de la llanura, las cigüeñas y los cuervos nocturnos, las cornejas y los faisanes y las gansas salvajes, famélicas por las inundaciones, estaban posadas sobre las ramas y buscaban granos suculentos y parásitos en su hendidura. Los pájaros migratorios, las golondrinas y los gorriones, las tórtolas y las palomas, todas las criaturas descuidadas, estaban confidencialmente al abrigo de las hojas, junto a la serpiente repulsiva, que digería en el hueco, y al ratón que masticaba filósofo las puntas de sus raíces. Como arcas enviadas por Dios, los robles transportaban a estos viajeros alados entre montañas enormes y desfiladeros abruptos, entre encinares oscuros y pantanos enfermos, al lado de ciudades populosas y pueblos solitarios, bajo ermitas tristes y monasterios y tierras monásticas, de llanuras luminosas y bosques intransitables con el gemido del agua y el alboroto de los vientos, a sus lugares conocidos y a sus aposentos deseables. De repente, con la primera sacudida de la parihuela, las almas libres daban un respingo, 108


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en parejas o separadas, con estruendo de alas y alarido salvaje, arriba al cielo azul, para empezar de nuevo la caza y exterminio mutuo; para llenar los bosques salvajes con trinos y las casas de los esclavos con voces alegres.
Las parihuelas, sin embargo, indiferentes para los viajeros, obedientes a la fuerza inflexible de la suerte y a las revueltas del río, seguían su camino hacia abajo con la majestuosidad de Salomón sentado erguido en su trono de diamantes. Alguna vez, por los salientes de la orilla o por la poca profundidad del cauce, o también por la aparición repentina de una islita florida, las embarcaciones frescas detenían la ruta, se balanceaban como cetáceos dispuestos a morir y al final encallaban inamovibles y pesados. Pero de repente, como una vela poderosa el agua del río encontraba el lado débil, lo golpeaba con tenacidad, giraba el tronco como brizna pequeñísima y los árboles bajaban otra vez rápidos y aparecían, serpientes de agua gigantes, fuera de los encinares y de las llanuras en el mar intranquilo, para terminar quizás en embarcaciones muy marineras, que llevan a personas añoradas a puertos deseados, en caso de que no hubieran terminado antes, en manos karangúnides, en maderas para el techo de la casa o bebederos de las bestias o puentes improvisados, ¡ataduras del mismo río que tanto los engañó!
Alrededor, en la elevación anfiteátrica de las montañas y bajo la llanura extensa, en las ondulaciones de las colinas y en las líneas de los valles, la vegetación se extendía con toda su grandeza insolente y con toda la discreción de los colores. Una humedad excesiva goteaba desde las alturas celestiales, ablandaba la arena de la playa y las tierras desnudas, enriquecía el jugo de los tallos y el florecimiento de las hojas y le proporcionaba ánimo indolente al vuelo matutino de los pájaros y al paso perezoso del bicho. Un aroma pesado, condensado por la respiración de las flores y por la secreción de las raíces, por la putrefacción de las maderas secas y de las hojas caídas, por la muerte 109


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de la hierba y por los jugos melosos de los troncos, por el moho de las plantas parásitas y por el vaho de la tierra humedecida, voluptuoso y casi palpable subía de la tierra. Una niebla temblorosa, dividida en esquirlas de plata finísimas, marcaba el curso del río y enredada en los follajes espesos y en los trozos oblongos de la niebla, rasgados en lengüitas de encaje, deshilachados en flecos sueltos, ondulados se arrastraban aquí y allí en las laderas, hadas, velos de gasa de ninfa. La alondra, primera entre los pájaros, de color teja, con su mechón piramidal en la cabeza, sus alas cruzadas y su colita espadaiforme, volaba lenta, contentísima, a la punta de las ramas de los espartos amarillos y, bajando su cabeza nerviosa, trinaba un toque de diana para la naturaleza dormida. Ondulados y reiterados derramaba de su garganta aterciopelada, tonos metálicos, temblorosos, resonando la alegría y la armonía en los costados verdes. Los primeros de los mortales, los karangúnides con toda la familia, bajaban a los terrenos con sus bestias y sus aperos, con el cansancio del sueño y con el fastidio vivo de la consciencia encima de ellos, araban y rastrillaban la tierra, abrían los surcos y enterraban el maíz de ramita dorada, hablándoles a sus camaradas, los caballos: - ¡Ven, tortolito…! ¡Tira para adelante y no te me hagas mala sangre! Si mi mujer te afligió, yo la echo; si mi niño no te dio de beber, lo mato; y si madre no te dio comida, que no le quede ni un año de vida…! ¡Párate aquí para que recuperes el resuello! Siento que tus vergüenzas se hirieran y tus labios sangraran. ¡Me sobresalta ver tu cuello herido y tu crin comida por el yugo pesado y tu lomo por el enganche salvaje…! Pero calla y yo te daré doble ración esta noche y junto a ti pondré el molinete, para que te refresques durante toda la noche. ¡Tira ahora para adelante y no te me hagas mala sangre...!
Y en el profundo mugido del buey, en el relincho ondulado del caballo, en el bramido lento del búfalo y también en el rebuzno tosco 110


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del burro creyendo que encuentra una respuesta de gratitud, el karanguni se inclina y besa a su bestia con ternura y afecto, con cuantos no besó a su mujer ni siquiera la noche de bodas.
Al oeste, entre la cumbre ahorquillada sobre la hendidura oscurísima de los Tembi el lucero del alba bañado por los rayos tiembla ante la presencia del sol, como tiembla una hoja de metal por la fuerza inamovible del imán. Al este, detrás de las aguas plomizas y las lenguas fructíferas de la Calcídica y de la roca piramidal del Monte Atos, un destello sangriento marca la vanguardia de las Horas y ríe el Alba con los mantos rojigualdas, mientras las pezuñas de los caballos fogosos rascan el pedernal y cabalgan hacia ríos de resplandor embriagador.
- ¡Ah, puñeta! -gritó el guardia de aduanas exasperado por la llegada del día. Mi esfuerzo no valió para nada.
Entre tantas bellezas del amanecer ninguna agradaba al alma de Valajás y no porque fuera insensible. Un hombre al que le gusta el vino, las canciones y el amor, no puede no sentir todas las bellezas de la naturaleza. Además era de un lugar donde el sentimiento era la cualidad principal de sus habitantes, pero Valajás tenía ahora otro objetivo en su mente. Así fue creado por naturaleza, no podía ver ni sentir nada más que por su objetivo. Pensaba que perdió el sueño para nada y lo pasó mal durante toda la noche. Si al menos llegaran los contrabandistas y si los detenía -¡claro que los detendría!- él también ganaría.
Pedro Valajás, aunque fue expulsado de Glarentsa, donde conocía a las personas y las cosas, no perdió ni la inventina de su mente, ni las ganas de ganancias ilegales. Aquí más bien desarrolló una destreza mayor y sentía no sólo ganas sino gula. Dado que fue condenado a vivir en lugares como éste y con esta clase de gente, tenía que ganar al menos mil veces más de lo que ganaba en Glarentsa ¡No vino aquí a partirse los cuernos para nada! Además tenía aquí una etapa de energía enorme. Salónica no distaba más de tres o cua111


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tro horas y las mercancías eran mucho más baratas y las costas no tenían guardias de aduana ni el mar tenía garitas. Los balandros y las pequeñas goletas navegan suavemente sin obstáculos y transportan desde las playas macedonias a las tesalias todos los artículos sin paso aduanero. No hacía falta tener uno mente y buena conciencia para beneficiarse de cuanto quisiera. Cerebro no podía negarle nadie a Valajás. En cuanto a conciencia, ésta duerme sin despertar por mucho tiempo en todos los pechos patriotas de la nación. Y por fin ¿acaso robaba a alguien? El Estado no perdería nada si cobraba algunas miles de dracmas menos. Además ¿era él el que mejoraría al pueblo griego?
Valajás, antes de coger el documento de su jefe, sabía del contrabando que saldría aquella noche. El barquero del río se lo había avisado antes. Por eso no quiso ponerse de acuerdo con la policía de los Tembi. ¿Qué quería aquel gendarme? Podía hacer muy bien su cometido, requisar el contrabando y hacer a pobres hombres pudrirse en la cárcel ¡aquellos sufren penalidades en el mar y se ponen en peligro para conseguir el pan de sus hijos! Además, si llegaba a un acuerdo con él, tendría que dividir sus ganancias por la mitad y ¡Valajás no pensaba dar una parte a nadie! Por eso permanecía solo y en vigilia durante toda la noche. Pero cuanto más agudizaba sus oídos y más concentraba su mirada, no oía ni el ruido seco de los remos ni veía una vela por ningún lado. Ahora, intranquilo por la expectativa, aniquilado por la falta de sueño, pálido, empapado hasta la médula por el rocío matutino, escudriñaba con ojos medio abiertos las señales familiares del horizonte, como un halcón hambriento que se cansó oteando una presa tierna.
A sus pies el agua apenas se mueve, apenas rompe y rumorea en miles de flecos, moja la arena de encaje vecina, la cubre con chisporroteos espumosos y de nuevo, indolente, se doblega y se retira arrastrando guijarros y piedras a su seno. Arriba su superficie llana y de una pieza con latidos y reflejo borrosos y vapor húmedo 112


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de licuado metal se funde entre vapores que espesos se depositan de un extremo a otro en la bahía. El sol con sus rayos llamea el cúmulo de los vapores y el incendio aéreo sacude su centelleo más allá, a las aguas del río, a las espumas del oleaje, a la arena rubia de la playa y a la verde vegetación de las montañas; a las esquirlas de encaje de la bruma, a los terrenos blanquecinos de los karangúnides; al plumaje de la alondra y a las cerdas de las bestias, hasta que toda la superficie se condensaba por las partículas palpables de púrpura y guinda.
- ¡Ah..., puñeta! -suspiraba a menudo Valajás intranquilo.
De repente un ruido seco de remos retumbó en sus oídos y vio, entre los vapores rojizos, como un esbozo un balandro de madera.
Apenas él llegó a ocultarse tras un junco, una barca de cuatro remos, muy cargada, encalló en la arena de la playa.
- ¿Quién va? -gritó Valajás con voz severa desde su escondrijo.
- ¡Muérete y ándate sin cuidado! -respondió como contraseña sarcásticamente uno de los contrabandistas.
- ¿Qué más?
- ¡Las hebreas aumentaron, las cristianas se encarecían y las turcas así así!
El contrabandista, mientras que descargaba con sus compañeros la barca y arrojaban las sacas llenas en las fosas, hablaba con el guardia de aduanas en su lengua en clave. Le decía que había excedente de café en Salónica, que el azúcar se había encarecido y que el tabaco era mediocre. De pronto, mirando a su alrededor intranquilo, preguntó: - ¿No apareció la grúa? -continuó el contrabandista con la - - -
contraseña.
Llegó al crepúsculo -contestó Valajás- ahora se encuentra en el puente y da de comer a la chusma.
¿Llegaron las ruedas? ¿Pasaron las campanillas?
Llegan esta noche.
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Contrabandistas y guardias de aduanas se entendieron perfectamente con la lengua en clave: grúa era el barquero del río, chusma era el gendarme del puente, ruedas y campanillas eran los carros y los mulos que repartirán mercancías ilegales en la llana y montañosa tierra tesalia. Ahora estaban preparados para separarse, con la convicción de que no tenían a su alrededor ningún testigo más que la naturaleza inerte. Echaban los últimos montones de arena sobre los escondrijos, cuando de repente un tiro retumbó y aparecieron, saltando los tomillos con rapidez, dos euzones29 con su belicoso jefe a la cabeza. El barquero no consiguió convencer al brusco montañés para que hiciera la vista gorda, porque, quizás, le había ofrecido menos de lo que él pedía. Y aquél iba ahora a detener a los contrabandistas, pero ellos conocían aquellos ataques repentinos y no perdían fácilmente la calma. A pesar de todo lo que corrían los euzones, aquéllos saltaron a la barca y, remando, fueron tragados por los vahos de la niebla, antes de que sus perseguidores llegaran a la playa.
Valajás, por aquella incursión repentina y por la detonación, permanecía medio paralizado en su sitio. Todos sus miembros se helaron y no sentía si formaban parte de su cuerpo. Lo mejor era que ni siquiera sentía si tenía cuerpo. La indiferencia se había apoderado de él y no sabía ni dónde se encontraba, ni por qué se encontraba allí. Sus ojos abiertos de par en par, brillantes, exánimes, miraban la arena y la vegetación salvaje que se extendía como una red verde ante él, sin conmover nada su alma. Su mente paralizada no tuvo ningún pensamiento, si tenía que permanecer allí escondido o brincar contra los contrabandistas, guardia insomne del Estado y cazador de estafadores.
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Militares con atuendo tradicional de falda. En la actualidad son soldados de
la Guardia Presidencial Griega.
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Cuando Valajás se recuperó, no estaba todavía en paraje de pensar qué hacer. Probó a levantarse de allí, a mover sus miembros, pero se había apoderado de él el malhumor y un gran decaimiento. Al segundo, empezaba a estar su mente más clara, a recobrar la consciencia y, de repente, como un cuadro horrible, vio ante él a los contrabandistas y a los euzones y a él mismo allí metido detrás del junco espeso. El miedo se apoderó de él, por si los soldados lo habían visto merodeando por allí y adivinaron su culpabilidad. Despacio y con cautela, conteniendo la respiración, levantó la cabeza entre los juncos para ver alrededor.
Jortiatis, la montaña de Salónica, derrama un viento salvaje y los vapores del alba, perseguidos, apenas pudieron sedimentarse en los barrancos y en los valles de las montañas macedonias, donde se mezclaba su ladera azulcárdena con sus bocanadas cenicientas. El mar empujaba sus olas altas contra la playa y a un buque de vapor de tres mástiles, que entraba en el golfo, lo movía y lo sacudía como a una nuez y perseguía con obstinación a los barcos hacia mares abiertos. El sol en pocas horas quería ponerse. El Kísavos y el Olimpo arrojaban su sombra gigante, empañaban el verdor de las plantas y ponían imperceptible en la consciencia de los pájaros y de los bichos el sentido del sueño y de la seguridad. Pero los karangúnides, todavía al claro, obligaban a las bestias al trabajo e intentaban animar su presteza con promesas y palabras dulces: - ¡Trabaja, mi alazán, y ándate sin cuidado! ¡Si Dios nos ayudara y el maíz fuera bien, te traeré de la feria unas riendas, que no la llevará otro en el mundo! Cuentas rojas para la pechera y estrellas verdes en el jaez y una cincha de seda bordada….¡Entonces que veas a la yegua de Birbilis, como que estará esperando por ti! ¡Trabaja, mi alazán, que yo estoy a tu cuidado!
Valajás vio al final en el foso, donde los contrabandistas habían ocultado antes sus cosas, a los dos euzones que miraban al mar y 115


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cantaban. El gendarme, por supuesto, fue a avisar al jefe de aduanas de su hazaña. Valajás pensó de inmediato que su deber era aparecer por allí. ¿Qué justificación encontraría si el jefe de aduanas le pedía el motivo por el que no obedecía sus instrucciones? Pero era tanto el cansancio que sentía en el cuerpo y en el alma, que decidió volverse fuera como fuera a Nijteremi y dejar que la suerte cumpliera con su deber. Sin embargo cuando probó a levantarse, vio que no era capaz de dar ni un paso. Su ropa sobre él pesaba como el plomo.
Los botones abrochados le apretaban el pecho, como un alicate. Las correas de la espada le producía dolores en su estomago hinchado.
Algo indefinido y, sin embargo, verdadero, como una brisa interior o como una ola de sangre, empezó a subir del pecho a la garganta y a anegar su cabeza. Temores de lipotimia llegaron a su mente y, apresurado, se desabrochó los botones y se quitó las correas de la espada, se echó hacia atrás la capa y abrió la boca para tomar aire libre. Y al ver a un soldado levantarse de su sitio y caminar hacia la playa, el miedo de que se acercara allí lo hizo arrastrarse poseído, como una serpiente entre los juncos, a tirarse a la ribera, a pasar por los terrenos y a llegar tarde al pueblo.
Pero allí grandes cosas habían sucedido durante su ausencia.
Cuando Dsiritókostas abandonó la casa de Krustalo, corrió de inmediato a esconderse en su pajar. Allí, bajo la luz roja de una vela, mientras que el pueblo se sumergía en el sueño y en la noche, desvelado, abrió sus bolsas para ver y disfrutar de sus ganancias. Un escalofrío arrebatador helaba su cuerpo de punta a punta. Un ansia insaciable torturaba su alma. Sus manos temblorosas cogían las cuerdas de la bolsa y sus ojos abiertos de par en par, encendidos por la expectativa, parecían que querían quemar con su resplandor las telas. El mendigo extendió en el pajar uno al lado del otro dos salvaris de fieltro negro completamente nuevos, bordados con hilos dorados; una blusa de mujer con pechera cosida con oro y el dobladillo 116


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con un bordado de hilo de lana verde y rojo; dos cintas para el pelo orilladas con ribetes gruesos y flecos de tres palmos; otras dos cintas para el pelo de seda pura, brillantes y suaves, con las puntas bordadas en oro y flecos de colores; una falda larga de lana, con flecos y bordada profusamente; dos ropas de camilla estrechas y largas, que podían cubrir las rodillas de doce personas sentadas a la mesa. Sacó también un mantel y un tapiz, de tela azul, un fajín y otras miles de cosas, las ropas de los domingo de los karangúnides y los adornos valiosos de las mujeres. La luz celosa de la vela caía sobre ellos y les daba a los bordados de hilo de oro brillos de colores, a las sedas las hacía resplandecer y a la ropa sin estrenar, a la que el sol nunca tocó ni el aire golpeó ni la lluvia mojó, la hacía relucir con resplandor.
Del conjunto de aquel montón, se extendía una ternura invisible y emanaba una fragancia de lavanda mezclada con el olor de la ropa, que mostraba con cuánto deseo y mimo estaban guardados en los santuarios de las casas, recuerdos de familia. Todas esas cosas, ¡qué fibra sensible de las mujeres tocó astutamente el mendigo para conseguir hacerlas suyas!
Dsiritókostas las miraba y se reía. En su mente daba vueltas a su valor y a la inocencia increíble de los hombres.
- ¡Que se pierdan estos patanes! -murmuró-. ¡No tienen nada!
Con desdén las cogió una a una para echarlas de nuevo en sus bolsas, pero cuando cogió las cosas de Krustalo, se detuvo pensativo y de alguna manera intranquilo. Aquí no fue un juego. El polvo que le dio requería cuidado, pero él había tomado sus medidas. Si seguía fielmente sus órdenes, no sería nada. La pueblerina tenía un cuerpo fuerte, un poco de sangre y algunas diarreas y ¡ni fue ni pareció nada! Pero ¿si Krustalo, con la repugnancia que tenía hacia las niñas, tuviese prisa en conseguir su deseo? ¿Si tomaba para un efecto más rápido y para una conversión más completa los tres polvos juntos? Y lo peor, ¿si no tenía paciencia para esperar hasta el día que él le fijó y empezaba mañana o 117


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esta misma noche, entonces qué sucedería? El determinó el jueves, para tener así tiempo para cosechar durante dos o tres días más en el pueblo y a continuación largarse. Cuando ya él se hubiera ido, ¡que corran a buscarlo! pero si la calamidad llegaba ahora, ¿adónde va a irse?
- Todo oscuro -murmuró melancólico.
Un escalofrío de miedo le atravesó el cuerpo de punta a punta.
Echó un vistazo alrededor con sospecha y pegó su oído a la puerta para escuchar si llegaban los campesinos enfadados y dispuestos a tomar venganza por su fraude. Un sudor frío lo inundó y pensó que no tendría otra salida más que subir a su burrito y perderse ahora entre las oscuridades profundas de la noche. Recogió con cuidado todas aquellas cosas y las tiró con desorden, empujándolas dentro de sus bolsas. A continuación, se levantó pateando con crueldad al burrito, lo enalbardó con rapidez nerviosa y ató encima las bolsas, pero cuando iba a ponerle las bridas y a sacarlo fuera, vio que llevaba al revés la albarda y la carga iba a caérsele.
- ¡Diablos! -dijo sonriendo-. ¿Las he puesto bien o se me salieron?
La obstinación y la indignación echaron fuera de repente su miedo inconmensurable. La sangre medigante de su familia, lo acostumbrado que estaba a no sobresaltarse con los insultos, pero tampoco a quedarse helado ante el peligro, removió de inmediato las profundidades de su corazón y le enrojeció el rostro como un bofetón. ¿Dónde se iría Dsiritókostas sin terminar su obra? ¿Dónde se iría sin su aprendiz?
Llevarlo con él, era imposible. Dejarlo allí, peor. Su aprendiz, enfadado porque lo dejó tirado, podía revelar el nombre de su familia y el lugar de su nacimiento e incluso los secretos de su técnica. Y cuando de improviso, mientras llegara a su pueblo, dispuesto a disfrutar de los frutos de sus fatigas, ¡lo apresaría la policía y lo llevaría a la cárcel!
Aparte de esto sufriría una importante pérdida si dejaba allí a su aprendiz. Le quedaban dos meses todavía para terminar su viaje. En 118


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este intervalo ¿qué podía hacer solo el mendigo? ¿Quién le arrastraría las bolsas? ¿Quién lo guiaría ciego? ¿Quién podía sustituirle en tantas y tantas estratagemas mendigantes? Sobre todo ahora, después de los golpes duros del agá, el aprendiz era más que nunca digno de lástima. Conmovería a los hombres al primer vistazo que le echaran ¡Si el turco se hubiera asesorado sus golpes no hubieran tenido tanto éxito! ¿Cómo podría, pues, abandonar tal descubrimiento el mendigo?
- ¿Y los salarios?...-pensó de repente.
¡Vale! Él solo podía sustituir al aprendiz en las estratagemas. Él solo haría de lisiado; haría de esperpento. Un esperpento perfecto, ¡por Dios!, nadie podría decir que el viejo mendigo había olvidado sus tretas de niño, ni que sus huesos dejaron de doblarse y sus articulaciones de hacerse como quisiera. Pero no tenía tampoco que perder su dinero. Al padre de Mudsuris le pagó, antes de empezar, todo el sueldo del viaje.
¿Por qué, pues, perder dos meses sin justificación? ¿Y quién sabe si Gatsulis no le pediría una indemnización desorbitante por su hijo?
- ¿Y el burro...? -murmuró de nuevo.
¡Claro, el burro! ¿Qué haría Dsiritókostas con el burrito? Si saliera a la calle mañana o pasado mañana podía encontrarse con su primer dueño. ¿Acaso lo conocía para protegerse? ¿Qué sucedería entonces? ¡Apalearían al mendigo, le quitarían al animal y lo llevarían a la cárcel! Pero dejarlo suelto y perderlo para siempre, no lo querría bajo ningún concepto. Desde el momento en que lo raptó y consiguió ocultarlo de toda mirada curiosa en el pajar, lo consideró ya suyo, propiedad inalienable, y empezó a echar cuentas de cuánto ganaría cuando lo vendiera pasado mañana en la feria de Fársala.
Para sacarlo libre en el bazar sin miedo de que alguien lo reconociese, se vio obligado a matar al corderito de Krustalo. El riñon que le pidió con insistencia no le era tan necesario. Por saber qué tenía dentro de su barriga, no hacía nada. Podía adivinar con otras miles de cosas.
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pero él, ante todo, quería las tripas del animal. Por ello sólo construyó sobre el deseo inocente y la credulidad de la plueblerina toda la teoría de adivinación por las entrañas. Las tripas del cordero, atadas en los miembros del animal un día y una noche, con su putrefacción cambiarían el color del pelaje. De negro, como era, lo haría más claro y veteado, con un manojo de pelos blancos en el cuello, otros delante de la frente y abajo en las vergüenzas, en las rodillas e incluso en las ancas. Le cortaría también un poco la cola y le daría unos tijeretazos a la crin, le acortaría una oreja y entonces... ¡verías cómo regatearía con el antiguo dueño riéndose en sus narices! ¡Dsiritókostas no podía, pues, perderlo así injustamente!
- ¡Je, de aquí no me muevo aunque caigan chuzos de punta!
-dijo con decisión- Pero, por si acaso, guardemos todo esto.
Ahora tranquilo, sin emoción ni miedo, midiéndolo todo con mente clara, arregló la albarda sobre su burro, ató la cincha alrededor de la barriga, echó encima las bolsas, envolvió las pezuñas del animal con paja para que no sonaran los pasos y, abriendo la puerta en silencio, lo arrastró fuera del pajar. El pueblo estaba sumergido en la humedad, la escarcha y el misterio. Todo mudo y sin habla. Ni ladrido de perro, ni balido de oveja, ni relincho de caballo. La vida, entregada a la hibernación, lo había dejado todo bajo el poder de lo material. Sólo la voz del autillo de vez en cuando resonaba salvaje, quejumbrosa, como si la propia naturaleza gritara asustada en la soledad de la noche.
El cielo cubierto de nubes, impenetrable a los rayos de las estrellas, era casi indefinido. A derecha e izquierda las montañas, el Kísavos y el Olimpo, exorbitantes y sombrías en el negro caos se levantaban de forma amenazadora. Al este, hacia abajo en la desembocadura a través de la oscuridad, con ondulaciones atroces llegaba hasta aquí la lucha espumosa de las corrientes contrarias, de las aguas del río y del mar, que se empujaban entre ellas con la misma fuerza y la misma obstinación.
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Dsiritókostas, indiferente a aquellas visiones y audiciones maravillosas, saltó apenas salir sobre su burrito y, azuzándolo cruelmente con las espuelas, llegó rápido a la ribera. Un gran escondrijo muy antiguo, hecho por naturaleza de espinos y zarzales, se levantaba allí en la orilla del río como una colina entera. La madreselva, la hiedra y la clemátide, floridas y aromáticas, se extendían bajo un manto blanco regado por el rocío. El mendigo desmontó allí y empujando a derecha e izquierda con sus manos gruesas, apartó las raíces y metió dentro la cabeza. El escondrijo estaba hueco y muy oscuro. Durante días podría esconderse allí una banda entera de bandidos y nadie los molestaría.
Dsiritókostas por fin encontró el sitio donde ocultar sin miedo sus tesoros. Enseguida cogió el burrito de las orejas y, empujando las ramas con la espalda, al final abrió camino y lo arrastró dentro. Luego cogió su bolsa, la hizo un ovillo y la metió entre las raíces apelmazadas.
Echó de nuevo a su alrededor una mirada escudriñadora y, cuando vio que el animal empezó a masticar con ganas las malezas tiernas, salió fuera y cerró con cuidado la entrada, miró a lo lejos a izquierda y derecha por si acaso encontraba a alguien acechándolo; y cuando ya se aseguró de que sus tesoros estaban seguros, cogió su bastón y sus bolsas vacías y volvió rápido al pueblo.
Tampoco a su vuelta se encontró con nadie. Sólo fuera de la casa de Magulás vio un grupo de perros que ladraban y se abalanzaban enfadados unos sobre otros como si se disputaran una cena sabrosa, y más allá vislumbró sombras extrañas, personas desnudas montadas a caballo en las palas del horno, y a otras estirar sus manos, como si señalaran un lugar determinado en el cielo o en el Hades, para echar allí sus rayos o su horror. Ante aquellas visiones Dsiritókostas ralentizó su paso. Supo que todas ésas eran obras suyas y se enorgulleció de su poder. El grupo de perros despedazó al animal de Krustalo y las sombras extrañas eran mujeres que salieron para practicar en la protección salvaje de la medianoche sus montajes hechiceros.
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¡Devoraos, tontas! -murmuró moviendo la cabeza con melancolía- ¡No os basta el infortunio de la vida, queréis hacerlo más grande con vuestros pesares...! ¿Quién juzgará al mendigo, si despoja hasta los huesos a tales desechos humanos?
Cuando Dsiritókostas despertó al amanecer, le causó extrañeza el ronquido bronco del aprendiz y de prisa se arrastró a su lado. Mudsuris, abandonado tantos días a su suerte, estaba en las últimas. No estaba ya envuelto en sus harapos, como antes, cuando sentía escalofrío. Ahora de una patada los envió a todos lejos y, completamente desnudo sobre la paja dorada, se mantenía inmóvil, encendido como un hierro candente por la fiebre. Su respiración difícil sale siseando de su boca y su habla, inarticulable e ininteligible, se asemejaba al sonido de una campana rajada, que triste acompaña al muerto a su tumba.
Su mente aturdida, aturdidas ve también las imágenes que pasaban refrenadas ante él. Sus manos, sus dedos, medio helados y muy secos, se extienden, para coger fantasmas inexistentes y vuelven a caer de nuevo débiles y sin control. Su lengua y su boca secas mostraban la fiebre sofocante que le quemaba dentro sus entrañas. Su movimiento dificultoso revela la sed inextinguible que lo tortura. Su sonrisa triste pone en evidencia la esperanza irrefrenable dentro de él. Aguas cristalinas y frescas inundaban su fantasía indolente. Rápidos ríos rodaban y gemían en su oído. Gotas heladas verdes y rojas caían ante su vista.
Su deseo ardiente por el goce seguro se ve con una luz alegre sobre su rostro y sus labios se movían lentamente con impaciencia ante la expectativa del rocío.
- Eh, Mudsuris, eh, habla, ¿qué te pasa? ¡Yo creía que bromeabas! ¡Eh, Mudsuris, habla! -dijo el mendigo con voz entrecortada.
En lugar de hablar el aprendiz seguía inmóvil e impasible, roncando su ronquido húmedo y desesperante y mirándolo con sus narcotizados ojos abiertos de par en par. Dsiritókostas se horrorizó 122


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cuando vio aquellos ojos ateridos fijos en él. Un sudor frío bañó su cuerpo desde las uñas de los pies hasta la punta del pelo. ¿Por qué lo miraba así el aprendiz? ¿Acaso quería regañarle, porque pensó que lo dejaría allí y que se iría? Ves, ¡no lo hizo! ¡Sólo pensó en gastarle una broma! ¿Acaso quería que le reconociera que por su culpa estaba en esta situación? ¿Quién le echaba la culpa? Tal era su trabajo.
Que se lo diga a su padre que lo alquiló. Si no hubiera sido así, no lo hubiera pagado tan caro. O ¿acaso quería pedirle una parte de las cosas que recogió ayer de las mujeres y escondió entre los juncos?
¡Ah, eso no se hace, no se hace de ninguna manera!
- ¡Que se te quite de la cabeza! -gritó fuerte.
Aquel grito repentino e inconsciente, acompañado del ronquido de Mudsuris, resonó con horror en el pajar. El mendigo se estremeció y echó un vistazo con sus ojos asustados a su alrededor, para saber de dónde salió la voz. Por detrás, sobre los hombros y el cuello, sentía algo invisible que lo rodeaba, que lo manoseaba con puntas de dedos helados y resbaladizos. Se sentía intranquilo por los pasos huecos que oía, injustificables, sobre el suelo húmedo y los aleteos que golpeaban desesperadamente el aire empañado. Y, bajo esta impresión, agachado, apesadumbrado, insignificante, con respiración entrecortada, no se atrevía ni a volver sus ojos hacia el aprendiz, ni a moverse de su sitio. De repente el chirrido ondulado de un murciélago que volaba con lentitud en la oscuridad, le hizo creer que el alma vengadora del aprendiz iba a clavársele con uñas curvas sobre él. Ante su miedo inconmensurable, de un salto se puso de pie, corrió hacia la puerta, la abrió con rapidez y gritó en voz alta tirándose de los pelos horrorizado: -
¡Ayudadme, hombres de bien! ¡Ayudadme...! ¡Mi aprendiz se está yendo, se muere, se pierde! ¡Si sois hombres de bien, ayudadme...!
Al oír su voz, corrieron Krustalo, la mujer de Magulás y su madre la vieja Estamato, Angélica la mujer de Krapas, Vasilo la mujer de 123


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Dsumás, la mujer del cura con su hija alegre Panayota, Rusa la mujer del alguacil, Aneta la esbelta hija de Birbilis y la mujer de Jadulis.
- Eh piojoso, ¿Qué es? ¿Qué haces así? -le gritó Krustalo.
- ¿Qué te ha pasado que te zurras? -le preguntó la mujer del cura.
- ¡Dios mio, acaso los pollos maman! -dijo la vieja Estamato, haciendo la señal de la cruz-. ¿Qué te pasa que haces como el tejón?
- ¡El niño... mi aprendiz se muere...! -contestó señalando el pajar.
Las mujeres caminando con miedo se acercaron y se apretujaron todas en la puerta baja y, curiosas, intentaron ver mirando una por encima del hombro de la otra. Una vez que acostumbraron sus ojos a la oscuridad del pajar y se enfrentaron al cuerpo desnudo de Mudsuris, salieron todas fuera de un salto y se dispersaron gritando, como ocas sorprendidas por un sabueso juguetón. Dsiritókostas corrió tras ellas, les aseguró que no pasaba nada grave, que el aprendiz todavía vivía, y les pedía por favor que fueran a ayudarlo en su soledad, porque él también era un hombre, no un perro.
- ¡Piérdete, guarro! -dijo Krustalo indignada-. ¡Poco faltó para que abortara de miedo!
Las de más edad, la vieja Estamato, la mujer del cura y la mujer de Dsumás, se dejaron convencer y lo acompañaron al interior del pajar, pero cuando ellas llegaron allí, Mudsuris, el último parto de Jaidemeni, víctima lastimera de la insaciabilidad mendigante, había exhalado su último suspiro.
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¡El muerto al hoyo y el vivo al bollo! - dijo la vieja Estamato.
¡Llegamos en el momento de cerrarle los ojos! -añadió la mujer de Dsumás.
¡Ah, pobrecito, ojalá tuvieras una madre que te llore! -susurró el mendigo.
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Y, cayendo sobre él, empezó a llorar y a lamentarse, a darse golpes en el pecho y a gemir desconsolado. Las mujeres se sentaron alrededor del cadáver, se cruzaron de brazos y se quedaron mudas y con una expresión triste en sus rostros. A continuación llegaron las demás, Krustalo, Rusa, Panayota y las mujeres de Krapas y de Jadulis, al principio hasta la puerta, después, animadas, entraron andando temerosas, como si tuviesen miedo de sobresaltar el alma del muerto, errante allí por algún lugar, y se sentaron cerca de las otras con la misma postura y con la misma expresión en el rostro, todas inmóviles y sin hablar, como xoanas. Se quedaron allí durante bastante tiempo y luego, con el mismo paso, una tras otra, sombras, salieron del pajar y fueron a ocuparse de sus trabajos. Allí sólo se quedaron la mujer del cura y la vieja Estamato.
- ¡Vamos, mujeres, cantad un canto fúnebre por el desgraciado! ¡Joven es él también! -dijo exasperado Dsiritókostas ante tanta insensibilidad de las mujeres.
- ¿Qué canto fúnebre? -preguntó con perplejidad levantando un poco la cabeza la vieja Estamato.
- Nosotras no sabemos de lágrimas ni de cantos fúnebres -añadió la mujer del cura-. Murió, fin; ¿tú, por qué lloras? Dios lo quería, Dios se lo llevó, ¿no tienes miedo de molestar a Dios?
Los karangúnides, desde su antigua relación con los turcos, heredaron toda su insensibilidad filosófica ante la muerte. Nunca cantaban cantos fúnebres a sus muertos, ni lloraban ni se daban golpes de pecho. Creían sencillamente que los golpes de pecho y las lágrimas de los allegados no hacían más que desagradar a Dios. Dios se llevaba a su hombre, sí, pero se lo llevaba porque lo amaba. Por eso también raramente o casi nunca se vestían de negro. Sin embargo Dsiritókostas, afectado de verdad, creyendo que todo lo que le decía la mujer del cura lo decía para consolarlo, no dejaba sus gemidos y sus llantos.
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Ay -decía suspirando con pesar- quién te llorará, a ti un extraño, ¡quién te amortajará...!
Piérdete, piojoso, tu y tus cantos fúnebres, -gritó con obstinación la mujer del cura-. ¿Por qué no te ocupas de lo que tienes que hacer ahora?
¿Hacerle qué? -dijo el mendigo- Enterrarlo.
El cura no está y vendrá tarde, ¡no puede dejar su trabajo a medias! Déjalo esta noche y mañana de madrugada lo enterramos.
No debemos dejarlo aquí dentro -dijo el mendigo-. Es una lástima dejarlo encerrado en esta porquería.
Entonces, ¿qué le hacemos? -le preguntó la vieja Estamato.
Llevarlo a alguna casa -sugirió aquél tímidamente.
¡Anda, piérdete! -gritó la mujer del cura enfadada- ¡qué te crees que me llevaré al muerto a mi casa...!
Hay tantas casas, ¿nadie, hombres de bien, lo va a acoger?
Claro que no lo van a acoger. Nosotros a nuestros muertos nunca los dejamos en la casa para velarlos. Se murió, lo enterramos enseguida.
¡No tenemos sitio para los vivos y vamos a meter a los muertos! ¡Anda y déjame en paz! -añadió la vieja Estamato.
Es una lástima que lo dejemos aquí, -insistió Dsiritókostas.
Sí, es una lástima, ¿qué quieres que te haga? -dijo la mujer del cura- Anda, llévalo a casa del guardia de aduanas... Tiene dos habitaciones, ponlo en la que no utiliza. Al muerto no le va a pasar nada si está solo.
La casa, en la que vivía Valajás, estaba sola delante del konaki del agá. Antes era una casucha de mimbres. Con el paso del tiempo el capataz quiso convertirla en casa y, con la ayuda de dos o tres pueblerinos la untó de barro, la dividió con un tabique por la mitad, abrió un pequeño balcón con dos o tres tablones sin clavar y le fijó una 126


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escalera. Todo eso lo hizo porque vendría de Tírnavos su amigo el político con toda la familia pretextando que iban a veranear allí, pero en realidad para darse a conocer a los pueblerinos y hacerse propaganda.
Desde que Valajás se fue a vivir al pueblo, el turco le cedió gentilmente una habitación, mientras que la otra permanecía disponible para los caminantes. Allí decidieron las mujeres que Dsiritókostas depositara el cuerpo sin vida del aprendiz. El guardia de aduanas no aparecía por el pueblo desde anteayer. A menudo faltaba y posiblemente tampoco aparecería esta noche. Dsiritókostas no tuvo ninguna objeción. Envolvió con harapos el cadáver y se lo echó al hombro y, junto con las mujeres, subió y lo colocó en la habitación contigua a la de Valajás.
Luego arrastraron un poco hacia fuera la puerta y bajaron de prisa la escalera como si tuviesen miedo de que el cadáver se fuese a levantar y los siguiera.
Cuando Valajás llegó a su habitación no vio nada extraño. El cansancio de su cuerpo y de su mente seguía manteniéndolo indiferente a todo. Desde el momento que dejó el junco hasta que llegó al pueblo, sólo la voluntad conducía su cuerpo medio paralítico a través de los campos y los pasos difíciles. Su único deseo era tenderse rápido en su cama. Ahora tirado allí con las piernas estiradas, las manos en cruz detrás de la cabeza, los párpados medio abiertos, daba vueltas a ideas y sentimientos insólitos.
Desde fuera llega callada y adormilada la vida del pueblo. Los mugidos de las bestias y las voces de los hombres revolotean en la habitación y le parece que las ve como hojas secas de plátanos que un torbellino hace girar. Esta visión extraña le produce tal impresión en su espíritu que todo lo encuentra bueno y feliz. ¡Qué buenos hombres estos karangúnides! ¡Qué tranquila y envidiable es su vida! Durante todo el día, trabajo, por la noche, indolencia y reposo. No piensan en otra cosa que en su día a día. No tienen deseos irrealizables ni grandes sueños.
Nacen y mueren allí en su pueblo sin pensar que hay otro mundo más 127


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lejos, pero tampoco quieren verlo y disfrutarlo. De verdad ¡Qué hombres más felices...! Ahora se arrepiente de haber pasado tanto tiempo sin su compañía, ¡tanto los despreció! Encuentra que fue muy injusto con sus supersticiones y no hizo bien. Cree que ellos se convirtieron en infelices por su desprecio, y piensa que ha llegado el momento de cuidarlos. De pronto siente un deseo irrefrenable de bajar a llamarlos a todos, de abrazarlos y besarlos como a hermanos.
La vela delgada, encendida y colgada en la pared, derrama a su alrededor, con su pequeña lengüita, una luz melancólica. Deja en la penumbra el tejado de cañas, los rincones llenos de telarañas y las paredes medio ajadas, e ilumina, en un radio pequeño, sólo las cosas más cercanas. Ilumina una mesa inestable donde hay papeles del sevicio mugrientos y una cazuela de cobre sucia con desperdicios, un taburete de madera en bruto y sin tallar y su única frazada, que usaba como ropa de cama en su lecho solitario.
Ahora, excitado y nervioso, los miraba de soslayo, suspiraba y lo veía todo negativo. ¡Ah, Karonis30, Karonis! ¡Qué diablo, esta gente no puede entender que sin Karonis Grecia no vive ni una hora...!
Mientras se levanta para llevar a cabo su primer deseo, Valajás, cansado, se vuelve a tumbar. Sus ideas cambiaron de opción de repente ¡Nunca por los siglos querrá la vida del pueblo, nunca!
¡Si pudiera, no volvería a verlos jamás, nunca los oiría y nunca se mezclaría con esos hombres! ¡Ellos hacen como que viven! ¿Por qué quieren vivir? ¿Cuál es su alegría? ¿Cuál su placer? ¿Cuáles son los regalos mágicos, los filtros irresistibles que la vida les regala, y por eso la aman tanto y luchan tanto con su cuerpo para conservarla? ¡Cómo no cogen todos en un momento los cuchillos en la mano y a una se hieren entre ellos, hombres, mujeres y niños juntos, se raje uno al otro hasta que caigan todos muertos, para que el suelo 30
Político griego tras la ocupación otomana.
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coma carne hasta la saciedad, como bebe sin hartura su sudor, y que aniquile de una vez por todas esta generación servil del abrazo de la libertad y de la luz...!
De repente, en su duermevela, escuchó pisadas y vio en la puerta a dos niños. Entraban a escondidas, sin hacer ruido, y miraban con miedo y con curiosidad irresistible, hasta que llegaron cerca de su cama.
- ¿Qué es? -les gritó el guardia de aduanas desde su sitio.
Los niños asustados dieron un grito terrible y se lanzaron enseguida fuera. Él empezó con risas. Hacía mucho tiempo que no reía con tanta fuerza nerviosa. ¡Los tontitos! ¿Se asustan hasta de su voz!
Mientras seguía todavía riendo y se enorgullecía de si mismo y de su hazaña inesperada, abajo, en el patio, resonaban las voces de los niños y llegaban arriba temblorosas: - El muerto, se levantó el muerto...
- ¿Muerto? -pensó sorprendido Valajás conteniendo la risa¿Quién diablos está muerto...?
Se levantó de su cama y se agachó para mirar en el suelo las cosas que tiraron los niños en el momento de su huida. Eran unos calzoncillos agujereadísimos, un fez muy sucio, una camisa muy remendada, tres velas pequeñas y algunas varas de incienso. Realmente era un sudario para un cadáver ¿pero dónde estaba el cadáver?
- Anda, ¿me tomaron por muerto? -pensó.
Fue a abrir la puerta para ver fuera. Cuando salió, cayeron sobre él piedras como granizos y sonaban voces iracundas. Todos los pueblerinos, hombres, mujeres y niños, armados con los aperos de su trabajo, con mangos largos, majas, picos y pistolas, terribles y salvajes, rodeaban la casa de Valajás.
- ¿Por qué, hombres? ¿qué os he hecho? -quiso gritarles.
- ¡Dentro, muerto! ¡Vete dentro, maldito, pecador, vampiro...!
-respondieron ellos enfadados.
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Y empezaron a disparar tiros, a lanzar piedras y maderas por todos lados, por la puerta, por las ventanas, sobre el tejado, con gran obstinación como si quisieran enterrar bajo ellos toda la casa del guardia de aduanas con él dentro.
- ¡Vampiro! ¡Maldito! ¡Pecador...! -gritaban salvaje y roncamente, como perros rabiosos.
- ¿Qué os pasa?
- ¡Métete en tu hoyo, rápido¡ ¡Métete en tu hoyo, vampiro, para que no te quememos...!
Valajás se quedó perplejo. Echó el cerrojo a la puerta y, desesperado, empezó a tirarse del pelo. No sabía qué hacer ni qué pensar ¡Qué diablo, murió sin saberlo! ¡Fue un vampiro sin sentirlo! Se echó en su cama y empezó a llorar y a lamentarse.
¡Qué suerte tan negra e indigna! ¡Nace uno de buena familia, le das que tenga como tío por parte de padre a Rasikotsikas, el héroe de Mesolonghi, que combatió en primera línea, y como primo por parte de madre a Makrís, un famoso guerrillero! ¡Quieres que tenga como sobrino por parte de primo a Deliyorguis y por parte del sobrino como primo tercero a Trikupis! ¡Lo pares un pulpo entero que tiene sus tentáculos pegados fuertemente en todas las grandes casas del país, pero no le das ni un duro! ¡Lo hubieras visto entonces, cuando intentaron moverlo de Glarentsa, tirar su dimisión a la cara y escribir con orgullo que no es sirviente de ningún otro gobernador, porque no acepta a ningún otro salvador, más que a Karonis...! ¡No que se encuentra ahora en la otra punta del mundo por algunas miserables dracmas y aguanta lo que aguanta! Oyes ¿dónde se dijo que alguien moriría mientras estuviera vivo y que se convertiría en vampiro antes de morir?
- ¡No salgas, porque te quemaremos...! ¡En polvo y ceniza te convertirás tú y tu cuerpo...! -resonaron fuera de nuevo las voces.
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Volvieron a empezar los disparos, el lanzamiento de palos y de piedras. La casa entera temblaba por los golpes y por el ruido. Las tejas de madera del techo resonaban y se quejaban. Las ventanas con cualquier golpe vibraban, como si quisieran desatornillarse y huir de sus marcos; todas las paredes cimbreaban por completo. Los pueblerinos, salvajes sitiadores, no se atrevían a acercarse, pero tampoco querían alejarse.
Los karangúnides, al regresar al pueblo, conocieron el final triste de Mudsuris y la ubicación provisional del cadáver allí, en la casa vacía del jefe. Dsiritókostas, la mujer del cura, la vieja Estamato aseguraron a Magulás, intranquilo por el guardia de aduanas, que éste no había aparecido ni vendría esta noche. Por las voces asustadas de los niños y sus afirmaciones de que vieron con sus propios ojos al muerto levantarse y correr tras ellos, todos se quedaron convencidos de que Mudsuris se había convertido en un vampiro. Desde luego, cuando escucharon la voz quejumbrosa de Valajás y vieron su cabeza salir un segundo por la puerta, abandonaron ya cualquier duda.
Dsiritókostas aseguró primero que reconoció de inmediato la voz de su aprendiz y que vio también con una claridad meridiana la herida que tenía en su rostro hinchado. Luego lo aseguraron también las mujeres, primero la mujer del cura y la vieja Estamato y a continuación todas las demás.
- Hombre, a mí me pareció que era el guardia de aduanas -dijo Magulás con voz entrecortada.
- ¡Bah! -le cortó con rapidez Dsiritókostas con convicción-.
¿Acaso no conozco yo a mi aprendiz...?
-
Los que se convierten en vampiros toman la apariencia que quieran -añadió Paparisos.
- ¡Vaya era el piojoso! ¡Qué tempestad cayó sobre nuestras cabezas...! -aseguró la mujer del cura medio temblando de miedo.
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Todos hombres, mujeres y niños al final estuvieron de acuerdo en que habían visto con claridad a Mudsuris resucitado en la puerta de la casa. Sus almas, criadas en la superstición y el misterio, estaban dispuestas a aceptar y a creerlo todo. Un miedo frío se apoderó de ellos hasta los huesos. Su primer pensamiento fue correr y echar el cerrojo a sus casas, taparse bien con cuantos buenos cobertores tenían, desde los pies hasta la cabeza, y no mirar fuera, hasta que llegara el mediodía del día siguiente, pero Dsiritókostas no era nada sensato. Con el vampiro, abandonado libre en la noche fría, se correría el peligro de que llevara a cabo un gran desastre. Se subiría a los techos, metería su nariz de goma y sorbería como una trompa la sangre de todos hasta el amanecer. Era preferible pasar allí, alrededor de la casa, la noche en vela e impedirle que saliera fuera. Paparisos con exorcismos eclesiásticos y él con su magia eran capaces de conseguirlo.
El mendigo, sin embargo, no creía ni en sus hechizos ni en el vampirismo de su aprendiz. Nunca tales supersticiones tuvieron cabida en su mente racional, no porque tuviese una educación mejor, tampoco porque en su lugar no existiesen supersticiones. Ningún pueblo de Grecia puede todavía alardear por tal progreso. Dsiritókostas desde que creció y salió de viaje, tantas veces se encontró en la obligación de imponer fantasmas y duendes al espíritu de personas crédulas, cuantas de eliminarlos de nuevo él mismo con sus conjuros, de manera que llegó a pensar que todo lo que le asustaba a él de pequeño, no era más que la viva fantasía y la habilidad de otro embustero. Además el mendigo había visto al atardecer a Valajás que regresó a su casa. Escuchó su voz y reconoció su figura, cuando sacó la cabeza fuera de la puerta. ¡Él no estaba ciego, ni asustado como los pueblerinos! No confesó, sin embargo, la verdad, porque no le convenía. Mientras su suerte le proporcionara medios para vengarse, ¿por qué él tenía que desaprovecharlos? ¡No era tan indulgente, no! Más bien al contrario, cuando vio al guardia de aduanas 132


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a su disposición, todo el odio que sentía desde anteayer guardado en lo profundo de su alma, emergió con gran fuerza a la superficie.
Los puñetazos y la humillación que sufrió ante de los pueblerinos sin justificación, gritaban y aullaban ahora en su interior, y buscaban una venganza cruel. Para su éxito no eran necesarios muchas cosas.
Era suficiente con hacer crecer el miedo de los pueblerinos y aguijonear su superstición.
- Ven, cura, ponte rápido tu estola, -dijo fingidamente asustado-. Vosotros, traedme un poco de miel.
Tres fuerzas amenazaban ahora al guardia de aduanas: la religión, la superstición y la charlatanería. Tres fuerzas terribles, de rostros salvajes y mechones con serpientes, las Erinias del antiguo mundo griego trasladadas a la sociedad actual con todo su horror y repugnancia. Grandes espíritus del Cristianismo, limpios y puros como las aguas de Castalia, quién sabe por qué motivo obligados -quizás por la necesidad de sorprender a su pueblo, quizás por una actuación errada en la cimentación de la omnipotencia del Ser que adoraban-, echaron semillas abundantes en sus libros. La ignorancia cobarde y sin gobierno raptó la semilla para sus tierras fértiles, la resucitó fructífera y amarga, la engrandeció y llegó la charlatanería dispuesta a cosechar el fruto y a vendimiar sus ganancias. Dsiritókostas asumió el liderazgo sin ser invitado. Convenció a Paparisos para que se pusiera su estola raída, cogiera el misal y, bajo la luz temblorosa de la vela, empezara la recitación de sus conjuros: - ¡Te conjuro a ti iniciador de la blasfemia, jefe del motín y responsable de la fechoría...! ¡Te conjuro a ti que te expulsaron del cielo y te arrojaron a la oscuridad del infierno por tu soberbia...! ¡Te conjuro, espíritu impuro, por Dios y por todo el ejército celestial de Dios, por Dios omnipotente...!
El cura, que leía siempre la liturgia eclesiástica sílaba a sílaba, como una máquina desafilada que corta tapones de corcho, 133


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sin conocer la importancia y sin sentir su altisonancia poética, ahora se parecía a un predicador severo inspirado por la divinidad. En formación espiritual no era superior a su rebaño. Tenía las mismas supersticiones y las mismas pasiones. Cumplía con el rito divino sólo porque estaba obligado a hacerlo, pero cuando lo invitaron a expulsar demonios, a excomulgar a espectros y a hombres dañinos, a deshacer magia y a echar de los campos a los insectos destructivos, era un reprochador infalible, porque tenía como ayudante su fe ciega. Si no entendía las palabras, las adivinaba. Sentía en su interior su severidad y su fuerza horrible y caminaba contra su sacrílego enemigo, como los antiguos israelitas contra imnumerables pueblos. Ahora lanzaba los conjuros como balas contra la casa de Valajás estrangulados y medio comidos por la indignación. Sus cabellos canosos, que el frío aire revolvía alrededor de su cabeza, le daban a su conjunto una grandeza salvaje e imponente. Su cara roja por la excitación, sus ojos como fuego, sus labios, que medio temblaban al recitar las palabras, como si tuviesen miedo ellas mismas de su fuerza caústica, derramaban a su alrededor un horror despiadado y un miedo sin fin. No era ya el cura humilde de Nijteremi, sino el mismo San Basilio el Grande, el pilar de la Iglesia, el jerarca completo de la religión cristiana, cuando en su celda solitaria, apasionado, componía exorcismos contra el enemigo odioso de la humanidad.
Lo buscaba en todas partes y en cualquier sitio que se metiera, con cualquier apariencia que tuviera, “macho o hembra, reptil o ave nocturna, sordo o cualquier otro” y le ordenaba que se fuera enseguida, que se perdiera; le atemorizaba que “bastón de hierro, chimenea de fuego, infierno y rechino de dientes” esperaba su desobediencia.
Dsiritókostas, ante la transformación sorprendente de Paparisos tuvo miedo de perder su relevancia. No quería que otro tomase 134


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el mando en tales circunstancias. Había tramado un plan perfecto para vengarse del guardia de aduanas y llevaría a cabo su plan hasta el final, sólo si los pueblerinos le ayudaban. Para que lo ayudaran tenía que convencerlos de que sólo de sus manos dependía su salvación. Tenían que reconocerlo como el jefe y el consejero del movimiento pero a la vez fuerza sobrehumana de los espectros y único señor y gobernante de los espíritus. De inmediato empezó a dar vueltas hacia allá y hacia acá incansable, y a mirar, vigilante, por todos lados, abajo hacia la tierra, arriba hacia el cielo a las tejas vacías, al techo y a los agujeros de la pared, inquieto por si el terrible vampiro encontraba una salida y se escapaba de allí. Metió sus dedos en la miel e hizo la señal de la cruz en cada hueco, en la escalera, las ventanas, la puerta y en las vigas de madera; ungió la pared y las esquinas arriba y abajo, siempre con cautela y cuidado de no equivocarse ni un pelo en la distancia, de no olvidar ninguna cruz al contar; de no obviar ninguna parte del ritual necesaria para hacer inviolable su magia. Luego, con los mismos dedos, trazó una línea circular en la tierra alrededor de la casa, trazó con su bastón círculos y pentalfas en las paredes y empezó a mover, como las aspas de un molino, las manos en el aire y a soplar a derecha e izquierda, arriba y abajo, delante y detrás, extendiendo su garganta como una oca. A la vez pisaba con estruendo con su pie la tierra obstinadamante; asalvajaba el rostro; daba puñetazos al aire, tenía sus ojos desencajados y él era todo excitación e irritación. De repente, con gran habilidad, metió como un relampago las manos en los bolsillos de su capa y de repente las lanzó hacia arriba abiertas de par en par.
- ¡Abracadabra! ¡Pata de cabra! -gritó mirando con ceño hacia la casa.
En ese mismo instante resonó en el techo un lamento triste y un fuerte ruido como si una mano invisible esparciera un montón de 135


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piedrecitas. Voz de angustia salió de los pechos de todos los pueblerinos. Paparisos fue el primero que perdió el ánimo; incluso su propia fe se perturbó; los exorcismos se borraron de sus labios, como un hierro encendido que se apaga chisporroteando por la fuerza ignifuga del agua. El alguacil, Magulás, Krapas y todos los demás dejaron caer de sus manos los utensilios de guerra y permanecieron inmóviles en sus sitios como petrificados. Las mujeres y los niños, cogidos de las manos todos juntos, apretados cerca de ellos como un rebaño de ovejas que echa raíces en el redil cuando escucha el aullido del lobo, bajaron la cabeza, se trenzaron uno con otro y se encogieron entre sus piernas temblorosas con un llanto mudo, pidiendo protección y un refugio inviolable. Todos creyeron que aquel ruido era el último combate del vampiro. Quería romper las fuertes ataduras que el mendigo le puso con su magia y salir fuera. A sus oídos llegaron sonidos confusos de tambores y lamentos humanos, balidos de ovejas, aullidos de chacales, ladridos de perros rabiosos, trotes de caballos, llantos de bebés, golpes de pecho de pecadores, canciones de voces dulces, azotes huecos, crujidos de dientes, choques secos de huesos, todo esto exaltado en las alas de su fantasía temerosa y revuelto por un torbellino de horror y de desesperanza. Si el vampiro llevaba a cabo un combate tal, seguramente conseguiría liberarse. ¡Qué podrían conseguir los conjuros ante tal espectro!
- ¡Sálvanos, madre mía! -le susurraron al mendigo con voz temblorosa.
Dsiritókostas comprendió ahora su desesperación. Los tenía a todos bajo su control. Si les dijera que saltaran en el incendio, saltarían sin vacilación. ¡Ahora el guardia de aduanas se iba a enterar de a quién golpeó cruelmente anteayer!
- ¡Hombres! -dijo serio- ¡Yo también quiero salvaros! ¡Veis cuantas cosas hago por vosotros! ¡Pero este maldito tiene mucha fuerza! ¡Por poco quita el techo para irse!
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-
¡Para irse! -murmuró sintiendo escalofríos en todo su cuerpo Paparisos.
El libro sagrado rodó de sus manos al polvo de la calle, como un arma terrible, que permanece parada en las manos del guerrero cobarde.
- Sí -contestó el mendigo- y entonces ¡Ay del pueblo!
- ¡Madre mía! -se lamentaron las mujeres pellizcándose sus mejillas.
- ¡Qué hacemos! -dijeron los hombres mirando con ansiedad al mendigo.
- ¡Que lo quemamos! ¡Reunid maderas, troncos, encended fuegos para quemarlo!
- Sí -dijo Paparisos animoso- yo lo sé. Así también quemaron en Rapsani al vampiro; echaron cal y lo quemaron en su tumba.
- De verdad -dijo Dsiritókostas- con cal los queman, pero éste no está en su tumba y quiere fuego.
- ¡Sí, fuego...! ¡Fuego! -gritaron con ceño los pueblerinos animados.
Todos, hombres, mujeres y niños, corrieron a las casas, reunieron maderas, juncos y boñigas de vacas y las amontonaron alrededor de la casa de Valajás. El mendigo gesticuló insultando tres veces a los montones, susurró el correspondiente conjuro, golpeó con estruendo con sus pies la tierra, como si le ordenara que apareciera desde sus entrañas oscuras al aire húmedo un espíritu subterráneo. De verdad el espíritu omnipotente apareció al instante. Sin tea, sin cerilla, un humo perezoso se deslizó entre las maderas, se oyeron crujidos y de repente lenguas ardientes se lanzaron a mitad del cielo y cubrieron la casa invisible y vertieron alrededor su resplandor grandioso y salvaje.
- ¡Dentro, vampiro...! ¡Que te conviertas en ceniza y polvo, maldito...! -gritaron los pueblerinos con toda la familia.
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-
¡Ten miedo, vete, huye, sal, demonio impuro y terrible!
-gritó salvaje también Paparisos, siguiendo los conjuros del misal.
- ¡Elef, zujam, reil, jasameil! -gritó Dsiritókostas iniciando sus hechizos.
Las bestias del pueblo ante aquellas voces terribles que no tenían nada de humano en su interior, ante el resplandor del fuego, empezaron rápidamente a añadir su dificil armonía. Golpes huecos, mensajes de pelea salvaje y desesperada salían de cada casa. Los caballos, atados en sus pesebres, empezaron impacientes a dar coces, a golpearse con las paredes y con sus comederos, a levantar el techo con sus cabezas y a relinchar roncos y asustados. Los bueyes y los búfalos sacaban su mugido melancólico y pesado. Los burros rebuznaban, las ovejas balaban en sus rediles, y los perros, con el rabo metido entre las patas y el pelaje despeinado, holgazaneaban entre los pies cobardes de los pueblerinos, gruñían sin parar echando de vez en cuando un aullido como sobresaltados.
Pero también los edificios mudos, las casuchas, los utensilios y el konaki del agá, con los abismos oscuros y abiertos de par en par de sus maderas, como mandíbulas sin carne, sus rajas, sus hoyos y sus techos combados, mientras caía sobre ellos el fuego ondulado que una vez les daba el color de la sangre y otra los dejaba en la sombra negros y mudos, aparecían ocultos y asustados ante el peligro ineludible que amenazaba al pueblo.
Valajás, por esta atmósfera asfixiante que hervía a su alrededor, se sintió obligado a abandonar su indiferencia. Saltó enseguida de la cama y corrió hacia la ventana. Por los huecos de las ventanas vio fuera los fuegos salvajes, altos y ondulantes, que se abalanzaban sobre él como una crin rojísima; oyó la amenaza en sus chirridos ondeantes y sintió sus alientos abrasadores en su cara. La desesperanza se apoderó de él y todos sus miembros se aflojaron. En 138


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principio, Valajás lo recibió todo como si viniera de un malentendido y creyó que todo se solucionaría con facilidad. Sin embargo, cuando vio los fuegos, e incluso más, cuando vio al mendigo lider de todo aquel ataque terrible, lo adivinó todo. Recordó enseguida la patada que le dio anteayer, cuando perdió los nervios. Seguramente ahora quería recoger su recompensa. Simpatías en el pueblo él no tenía. Además tampoco las buscó nunca. Ahora se dio cuenta de que eso sólo sería suficiente para que le costase la vida. El mendigo encontró el odio latente contra él y ahora lo manipulaba astutamente para conseguir su venganza.
- ¡Lo tramó muy bien! -pensó preocupado.
De pronto la sangre le subió a la cabeza. La obstinación, acompañada de un miedo exagerado, lo ponía fuera de sí. ¡Las acciones de los pueblerinos ya no eran graciosas! Decidieron de verdad quemarlo vivo, pero él no debería dejarse quemar con los brazos cruzados. Corrió de inmediato al rincón a coger su fusil para combatir con ardor. Tumbaría al menos a dos o tres, vaciaría todos sus cartuchos y después que pase lo que tenga que pasar.
Pero cartuchos no tenía. Sus cartucheras las dejó con la funda de la espada en los juncos, cuando le vino la asfixia. En su confusión, no pensó nada en ceñírsela cuando se marchó. Se llevó con él sólo el fusil. Pero ¿qué hacer con un fusil sin cartuchos? De repente una idea luminosa cruzó por su mente ¿No podría amedrentar a los karangúnides sólo con su arma? Corrió enseguida, abrió con estruendo los postigos de la ventana.
- ¡Atrás o os mato! -gritó con voz atronadora.
Ante la presencia enfurecida del guardia de aduanas, ante el estruendo de la ventana y ante la visión del arma, que los resplandores del fuego la hacían más impresionante, los karangúnides se dispersaron para esconderse con gritos y chillidos sobrehumanos. Paparisos con los exorcismos balbuceantes todavía en sus labios, se metió bajo 139


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una canasta. El alguacil, Dsumás, Krapas y Magulás se apretujaron detrás de la tapia del konaki y el mismo Dsiritókostas perdió su calma acostumbrada y corrió a esconderse en el rincón de la primera casa.
Él no era de esos hombres que el peligro paraliza tan fácil. Ahora se asalvajó más por la reacción y el odio se encendió con más fuerza en su interior. Gritó uno tras otro a los pueblerinos que se acercaran y empezó a aconsejarles y a animarles, como un general diligente a sus soldados en el momento del asalto desesperado. ¿Por qué temían a armas inexistentes? les decía. ¡El vampiro no puede tener nunca con él armas verdaderas! Las inventa en la fantasía de los hombres para asustarlos y permanecer él libre. Si permanecía libre, ¡ay de ellos, de sus familias y de sus animales! ¡Ahora que el vampiro se volvió aún más loco, tenían que reducirlo aún más!
- ¡Fuego, hombres, porque va a irse! -gritó el mendigo con una sonrisa horrible.
Asustado, corrió primero al montón, cogió una tea encendida y la tiró sobre el tejado de la casa.
- ¡Fuego, hombres...! -gritaron también enseguida los pueblerinos, enfurecidos por su entusiasmo y su miedo.
Las teas encendidas, rojas y relucientes describieron en todas partes medios arcos brillantes que, como fuegos artificiales, cruzaron rápido sobre el techo de Valajás. Con aquel ataque salvaje él se quedó completamente helado. Ya no vino a su mente ni gritar, ni hablar ni resistirse. Su sangre hervía, sus meninges le golpeaban como martillos. Sentía casi a su alrededor el calor asfixiante del fuego. ¡Como si oyera el chisporroteo horrible de su carne y sintiera su estertor, escalando y apagándose con una muerte tan injusta y dolorosa!
- ¡Ojalá pudiera irme! -masculló de repente con cobardía, con la misma con la que concibió esperanza, y en voz baja como si temiera que lo escuchase su propia esperanza.
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Pensó que la habitación de al lado tenía una ventana y debajo de la ventana estaba el pajar. Si consiguiera saltar hasta el pajar y desde allí pasar por la montaña, sin que lo viesen los pueblerinos, se salvaría. Nada más pensarlo, cogió la vela y se dirigió a la habitación. Apenas se acercó a la puerta, lanzó un grito terrible y poderoso. Sus ojos grandes, muy blancos, se quedaron fijos en el suelo; sus cabellos se erizaron como escarpias, la vela cayó de sus manos y, con un giro, se desvaneció sobre el cadáver helado de Mudsuris.
- ¡Fuego, hombres, porque se nos va a ir! -gritaba Dsiritókostas.
- ¡Fuego, hombres! -gritaron también los pueblerinos, enfurecidos por su entusiasmo y su temor.
- ¡Estés donde estés, márchate o tú o Belcebú o el sacudidor o el de forma de dragón o de cara de bestia como vapor y humo visible! -conjuró Paparisos con toda su desesperación y todo su horror.
De repente detrás de la casa de Valajás y detrás de la gran puerta del konaki, un humo denso y llamas ardientes lanzaron al aire.
Los pueblerinos se quedaron algún tiempo sorprendidos por el espectáculo y, a continuación, con la conciencia de una gran responsabilidad, se dispersaron hacia allá y hacia acá espantados, como pecadores a la vista del Juez Supremo.
- ¡El konaki se prendió...! ¡Fuego en el konaki!
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V ¡Oh, mi cabeza...! ¡Mi cabeza...! ¡Mi cabeza...!
Krustalo, la mujer de Magulás, en el interior de su casa en total oscuridad, junto al rincón ante la lumbre, gime y suspira sin cesar. Asimó, su hija pequeña, sentada en el suelo, con su pelito rizado despeinado sobre los hombros, con un vestido de algodón deshilachado, desastrado y ajado, y con sus piernecitas completamente desnudas, juega a los chinos y sonríe. En su rostro infantil, sus ojos almendrados, su frente ancha y su boquita se derrama la alegría resplandeciente y el gozo. Con la insensatez envidiable de su edad, sigue las piedrecitas que se esparcen con estruendo en la tierra, las recoge otra vez con su puño pequeño, las tira a lo alto y de nuevo, muy contenta, sigue su caída. Si en aquel momento le dieran oro puro, si le regalaran un reino, no se volvería a mirarlo ante su juego. Los gemidos y los retortijones dolorosos de su madre no aguijoneaban en absoluto su atención. Las lágrimas, que surcan mordaces los pómulos pálidos de sus mejillas, las palabras y las maldiciones, que salen rabiosas de su boca, ninguna le dan tristeza ni emoción. Las amenazas, que a veces su madre pronuncia para sofocar su locura y sus chillidos estruendosos, no producen en la niña más que un sobresalto momentáneo, y luego una nueva y repentina alegría y chillidos más estruendosos. Krustalo, agotada por los dolores, desesperada porque no tiene fuerza para dominar a esa pequeña criatura y celosa ante una alegría que ella no puede sentir, se limita, sin quererlo, a sus retortijones y a sus quejas:


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- ¡Oh, mi cabeza...! ¡Mi cabeza...! ¡Mi cabeza!
Fuera, el konaki todavía chisporrotea como un fuego artificial gigantesco. Los pueblerinos no se atrevieron a aparecer más por allí.
Las llamas libres, con la ayuda del viento del amanecer que se derrama poderoso desde el Olimpo, encontraron como alimento los antiguos y podridos travesaños, la pared seca y se abalanzaron encima con todo el horror y la rabia de una fiera hambrienta. El balcón ancho, con sus columnas talladas burdas, sus capiteles de cedro y su baranda labrada con finura, se convirtió de inmediato en un velo de fuego con oleajes maravillosos, con sombreados majestuosos, desde donde se distinguían por todos lados, esqueletos retorcidos en miles de trozos de carbones rojos y cenicientos, como naufragios de embarcación en una tempestad terrible. Pero las llamas de muchas lenguas con crin agitada por el viento y con cabezas de mechones serpentinos, con pecho en el que hiere la calamidad y bocas que sibilan el terror, se encaramaron con pies uñosos a la pared, lamieron los marcos de madera con destrozo, devoraron las hojas de las ventanas, se deslizaron por el suelo, atravesaron de parte a parte los tablones como espadas puntiagudas, se vertieron en el sótano, donde encontraron los montones de maíz casi enteros, y empezaron allí su trabajo devorador. Al mismo tiempo, sin embargo, otras llamas más intranquilas y más agitadas por el viento se lanzaron fuera, hacia las torres de cristal angulosas, hacia las puertas labradas y hacia el tejado arriba y hacia el techo de tijeras y rodearon, por todas partes, el edificio señorial hecho con el sudor de generaciones de hombres, con nubes de humo y un resplandor colosal. Las maderas indefensas en el abrazo insidioso y fuerte, crujían, chisporroteaban y gruñían, como palomas inocentes entregadas a las uñas afiladas de un águila. Las hojas de las ventanas achicharadas y libres de sus ligaduras, se precipitaban al suelo con estruendo y esparcían trozos ardientes de chispas y de brasas. Las puertas de una pieza pesadas y abandonadas por sus bisagras de hierro se inclinaban boca arriba o se derrumbaban 144


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anchas en tierra con el suspiro y el crujido de un roble milenario. Las torres con sus frontones ondulosos, los entablamentos triunfales y las cornisas arqueadas, como soldados antiguos vestidos con sus corazas relucientes, disparaban flechas encendidas y cristales rotos, hasta que con un sonido largo, horribles retumbaron para aplastar y machacar con su masa a enemigos imaginarios. Las maderas del techo, las vigas y el travesaño gigante, maderas atijeradas, débiles para soportar el peso del tejado, de repente se hicieron añicos por la mitad y arrastraron con suspiro y estruendo bajo ellos el techo torneado y las sólidas tejas de madera, los nidos de las golondrinas y los habitáculos de las cigüeñas, como roca que la ola pérfida desgastó su base y se derrumba llevándose en su desastre vengativo casas y terrenos y rebaños de cabras y ovejas de hombres pobres que tanto confiaron en su fuerza y en su grandeza.
Entonces las llamas contentas, libres de toda atadura, saltaron a las alturas e incendiaron el aire hasta el cielo. Deslumbraron las estrellas pálidas y tiñeron todo el terreno circundante hasta abajo, hasta el río, e incluso más allá al mar y las laderas sombrías de las montañas de enfrente con un resplandor sanguinolento y una hoguera horrible.
Los pájaros, que estaban posados, fueron los primeros que sintieron el peligro y quisieron salvarse. Echaron a volar las golondrinas veloces, las lechuzas, las cigüeñas y se fueron lejos con trino lastimero. De repente, como si se hubieran olvidado de algo, regresaron y empezaron a revolotear delante de sus nidos, a chillar con desesperación y a aletear con alboroto confuso. De los nidos de golondrinas sacaban sus cabezas, como puntas de dedos leprosos, las crías espeluznadas que pedían ayuda con voz débil. Desde fuera sus padres tramaban mil maneras para llegar hasta allí, para apresarlas con sus uñas, para llevárselas lejos y salvarlas de la dura muerte. El calor, no obstante, entraba allí sin compasión, asfixiaba a aquéllas, chamuscaba las alas de ellos, los obligaba a irse lejos con lamentos y algunas veces los atrapaba mareados en sus entrañas ardientes.
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Las lechuzas, cobardes, con la aversión y horror que por naturaleza tienen a la luz, rápidamente renunciaban al combate desigual y se iban a esconderse en las cuevas sombrías y en las casas solitarias, a llorar allí desconsoladas por sus crías yermas. Las cigüeñas, enfurecidas por el empeño y la desesperanza, aleteaban con sus grandes alas, chascaban sus picos de madera y se elevaban muy altas sobre las copas de los árboles y las llamas del incendio en el eter sombrío, se cernían en sus nidos y se lanzaban hacia abajo con ímpetu incontenible a raptar a alguno de sus pájaros inmaduros y salvar a una cría y consuelo suyo. Hasta que aquéllos llegaran, las llamas celosas tenían tiempo de quemar las maderas secas del nido y encerrar a los recién nacidos en un túmulo de fuego y dejar fuera gritando lastimeramente y golpeándose cruelmente con sus alas a los desgraciados padres.
Las mujeres de los karangúnides, dominadas por el mismo terror que sus maridos, cogieron a sus niños y a los ganados de sus casas y se fueron a esconderse en los bosques y en los pantanos.
Aquéllas también sabían por tradición cuán furiosos y vengativos eran los patronos con sus esclavos culpables. Una paca de espigas que cogieran sin pedírsela al agá o que sólo su caballo pisara su terreno, y, de inmediato, los tirones de pelos y los latigazos, los “ahumamientos”, los intentos de ahogamiento y muchas veces el lanzamiento mortal por la ventana derecha de la torre, era el castigo acostumbrado. ¿Qué castigo, pues, o qué compasión podían esperar ahora al haber quemado entero el konaki señorial?
- ¡Ven, levántate, como estés, levántate y vámonos! -dijo la vieja Estamato con prisa y muy asustada a su hija.
Pero aquélla no quería moverse de su sitio.
Krustalo, desde el día que tuvo en su mano el polvo del mendigo, ya no podía gobernarse a si misma. Toda su mente y su pensamiento estaban centrados allí. El miedo de aquella noche y el arrepentimiento ante la primera aparición de Magulás con rapidez se borraron bajo el 146


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abrazo igual a muerte del sueño y la esperanza de su felicidad. Al día siguiente fue golpeada cruelmente por la pérdida del corderito, pero consiguió soportar también aquella prueba con paciencia de mártir. Lo único que la conmovía y la trastornaba era los polvos del mendigo, que sentía a cada instante punzantes en su seno para recordarle el futuro y para aguijonearle su impaciencia incontenible. A menudo los sacaba de su escondrijo con temblor de todos los miembros, los desplegaba y los miraba con inquietud, se los llevaba a la nariz para olerlos, los tocaba con la punta de su lengua para probarlos con anhelo y temor de una persona que tiene en sus manos pero no a su disposición el fruto meloso. Muchas veces pensó no seguir el consejo del mendigo, ni esperar el día indicado para empezar su dosis. ¡Como iba a tomarlo, cuando lo tomara, haría lo mismo! ¿Qué más da hoy que mañana?
Pero con aquella esta pregunta la pueblerina recordaba el semblante rígido que tuvo Dsiritókostas cuando le daba sus órdenes. Imaginaba el misterio que escondía dentro de él la causa del aplazamiento hasta el jueves y encontraba este motivo más misterioso e importante. Con seguridad aquél tendría una excusa grande para hacerla esperar hasta el jueves.
- Tendrá sus motivos -dijo suspirando y colocando de nuevo con paciencia el polvo en su pecho.
Por fin llegó el amanecer del jueves. Durante toda la noche, mientras los pueblerinos estaban dominados por el miedo al vampiro y daban vueltas insomnes y amenazantes a la casa de Valajás, Krustalo, sola en su casucha, estaba entregada a su sueño dorado. El miedo al vampiro y las voces de sus vecinos, la magia de Dsiritókostas y los exorcismos de Paparisos, no causaban ninguna impresión en su alma. Salía y entraba a menudo de su casa, pero no para saber qué conseguían los pueblerinos, sino para ver si despuntaba la estrella del alba. ¡Con la estrella del alba empezaría el día! ¡Con la estrella del alba empezaría también su felicidad!
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Por fin apareció al este la estrella matutina, cuando también el konaki se prendía con sus primeras llamas. Krustalo, indiferente al jaleo y al lamento, entró, cerró su puerta, desdobló, apocada, el polvo y se lo tragó todo, insaciable. A pesar de todo el asco que sintió en su boca y de todo el picor ácido que tuvo en la faringe, creyó enseguida que algo fresco, como una fuente regalada por Dios, algo como un placer enviado del cielo, empezó al momento a circular en su interior.
- ¡Ah...! -salió placentero de su laringe seca.
Como si la hubieran transportado ángeles, fijó los ojos arriba, en la cima humeante del tejado y empezó a disfrutar de su felicidad. Su mente, pájaro fugaz encerrado años y años en una jaula de infelicidad, volaba ahora libre hacia el eter azul, hacia la frescura del cielo y la gracia del sol, se posaba en las puntas de las ramas de los árboles, picaba las semillas melosas y cantaba muy feliz su cancioncilla. ¡Ya se va la vida difícil! ¡Se acabó! ¡De una vez se acabó para siempre!
¡Que haga ahora lo que quiera, viva Magulás o no viva! Ella tiene su tierna grulla, que podrá un día levantar sobre sus valientes alas y posar en un nuevo nido a la madre y a sus hembras. Y... ¿quién sabe?
¡Quizás el nuevo nido no tenga la tristeza y el desprecio del actual!
- ¡Quién lo sabe...! -susurró Krustalo fuerte entregada a sus reflexiones.
Pero de repente vio los otros dos polvos abiertos delante de ella.
Una pregunta se le pegó en la mente. ¿Tomar también éstos o no tomarlos? La órden del mendigo empezó a confundirse en su memoria. No, le dijo que tomara cada día uno. ¡Lo recordaba bien, como si se lo dijera ahora mismo, en este preciso momento...! ¡No, no se lo dijo así, cometió un error! Le dijo que tomara dos el mismo día y uno al siguiente... ¿Pero y si le hubiera dicho que los tomara los tres juntos? ¿y si perdían su efecto por separado? ¡No puede ser, no puede pasar...! ¡Le dijo que los tomara los tres a la vez! Uno cada 148


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hora. Aquélla por su indecisión supuso que le dijo cada día. ¡Imagínate qué cabeza!
- ¡Seguro me dijo los tres! -dijo.
Y apresurada por el miedo de que las horas pasaran por si el bálsamo de su alma perdiera su efecto por su retraso, con el anhelo de alcanzar el tiempo alado, mezcló los dos polvos y los engulló juntos, feliz por su decisión acertada.
- ¡Ah...! -salió por segunda vez de su laringe seca.
Inclinó la cabeza allí junto al rincón sobre su manta de lana, para que descanse con el sueño su cuerpo desvelado.
Cuando llegó la vieja Estamato a coger a su hija para irse, Krustalo se encontró en un gran dilema. Sabía que la trastada de los pueblerinos tendría consecuencias terribles e incalculables, pero no estaba segura de que el medicamento le diera el resultado esperado cuando se levantara y corriera en el campo. Olvidó preguntar a Dsiritókostas, si tenía que moverse y trabajar cuando lo tomara o quedarse plantada en su sitio. Prefería hacer mejor lo segundo.
Adivinaba que una planta tal, que tenía el poder de cambiar en el interior de las entrañas el fruto de las mujeres, no podía no tener una fuerza mágica. Krustalo sabía bien que los hechizos se hacen siempre y triunfan sólo en los misterios de la noche y en los lugares secretos, donde no llega ojo extraño y no entran nunca ni el sol ni el aire. ¿Cómo podía exponerse ahora, con el líquido mágico en su interior, al aire y a los hombres? ¿Cómo se atrevería a correr sin miedo en los campos y en los bosques, donde viven tantos y tantos espectros malignos? Sólo por envidia y venganza, porque fue a un hombre mortal y no pidió ayuda a ellos, podrían maltratarla. ¡Y cuán incurablemente maltratan los espectros del alba, lo sabía muy bien la pueblerina! Podían quitarle el habla o que le metieran un clavo en el pie, o enviarle una cuña ardiente a su barriga o cegarla. Incluso, si estaban muy enfadados, podían raptarla y llevársela a sus palacios 149


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de cristal y allí torturarla hasta arrancarle el alma. ¿Y qué? ¿Acaso sería la primera o la última...? ¡No debería salir de su casa, no...!
- ¡No me muevo de aquí! -dijo con decisión a su madre.
La vieja Estamato, ante la insistencia invencible de su hija, insultó, blasfemó, gesticuló groseramente y al final se fue llevándose con ella a sus nietas.
Dejó allí sólo a Asimó como compañía.
- Te la dejo -dijo indignada- ¡Ojalá te tengan compasión!
Pero desde entonces Krustalo no pudo pegar ojo. Amodorrada, se levantó del colchón, fue al rincón donde estaba el barril de agua y bebió para apagar su sed. Luego pegó el oído a la puerta. Un zumbido indefinido sonaba a su alrededor y quiso escucharlo. Pero fuera sólo resonaba el crepitar del fuego. Fue entonces y se sentó en su sitio y empezó a rascarse. Sus pies, entumecidos, le hacían unas cosquillas horribles, pero cuanto más se rascaba, el cosquilleo, como si fuera una corriente eléctrica, se apoderaba aún más de todo su cuerpo. Piojos, pulgas y chinches; mosquitos de largos aguijones y hormigas de mil pies corrían de arriba abajo sobre su piel con rapidez y deseo incontenible de carne, como carroña. La pueblerina se levantaba la ropa, se desataba el delantal, se palpaba por todos lados para encontrar los bichos malvados, estrujarlos con sus dedos y quitárselos de encima, nerviosa e impaciente. Sin embargo no veía nada. Entonces, fuera de sí, clavaba sus uñas afiladas en sus carnes, marcaba tiras en su piel y ensangrentaba sus miembros, con gran expresión de dolor y placer en el rostro.
- ¡Qué diablo! ¡Todos los bichos cayeron sobre mí! -dijo enfadada.
De repente Asimó se despertó, se acomodó en su colchón, pateó lejos su colcha, se rascó la cabeza y empezó el trino matutino de los niños, el llanto. Lloraba y pedía agua, pan, chicha, con esa insistencia diabólica de los niños en las mismas ideas y con el mismo tono, sin saber ni siquiera lo que quieren.
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Krustalo estaba con los nervios de punta. Taladros punzantes taladraban con insistencia los lóbulos de sus orejas y dentro de sus tímpanos auditivos. El zumbido de miles de voces y sonidos rodaba desde distancias lejanas y rompía, corriente fuerte y poderosa, sobre sus sentidos, sacudiéndolos, corriente de río, como cañas suaves. Un sudor frío se asentaba como una perla en su frente. Los dedos de sus manos temblaban y se sacudían por completo. Cuando los vio, quiso someterlos inmóviles con obstinación, pero los tendones de todos sus músculos empezaron a dar saltos más fuertes y la cabeza a rebotar hacia atrás, como por una rienda invisible e inmóvil.
- ¡Cállate y revienta de una puta vez! -dijo enfadada a su hija.
Para liberarse del llanto irritante, se levantó con las rodillas flojas, caminó temblorosa hacia la cesta de rejilla que colgaba en medio de la casa, cortó un rebanada de pan y se agachó a dársela a Asimó.
En lugar de sentarse, sintió pesadez sobre su cabeza, todo alrededor la deslumbraba y se echó al suelo boca abajo, sudada y exhausta.
- ¡Oh, mi cabeza! ¡Mi cabeza! ¡Mi cabeza...! -susurró con voz débil.
Con la rebanada de pan todos los deseos de Asimó se satisfacieron. Pararon de inmediato los llantos; tomó de la ventana sus chinas y, con risas y gorjeos, empezó su juego.
Fuera de la casa de Magulás todavía resonaban voces y alboroto junto con el crepitar y el chirrido del fuego. Cuando los capataces de los pueblos vecinos vieron el gran incendio sospecharon que algo extraño y desastroso sucedía en Nijteremi. Conocían las disposiciones revolucionarias de los karangúnides y el descontento que tenían por el agá Demís. Dijeron que no era difícil, en su rabia, y quizás conducidos por falsos patronos, que los aparceros prendieran fuego a los bienes del bey, para asegurar así más sus derechos y sus peticiones. Algunos, a caballo, corrieron hacia Lárisa para avisar al agá Demís, y otros arrastraron a sus propios aparceros, quisieran o no, para ir a apagar el incendio. Sin embargo no se atrevieron 151


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a entrar solos en Nijteremi. Pensaron que mientras que los karangúnides llegaran a hacer un levantamiento tal, estarían decididos a llegar hasta las últimas. ¿Quién puede enfrentarse sin miedo a unos hombres decididos?
Fueron al jefe de la policia local de Tembi a pedirle ayuda, pero aquél no pareció dispuesto a seguirlos. Sus soldados estaban todavía vigilando el contrabando en la playa. Por otra parte ¿qué podrían hacer sólo tres soldados con un pueblo entero? Decidieron, pues, quedarse lejos, como espectadores sorprendidos del desastre, hasta que llegase el agá Demís de Lárisa. Él traería con él bastantes soldados.
Al mediodía, en realidad, llegó la ayuda de Lárisa. Al gobierno al que enseguida se le comunicó por telegrama el movimiento revolucionario, le causó una gran impresión. Las autoridades ordenaron con rapidez defender cueste lo que cueste los derechos soberanos de los beys y castigar sin compasión a los pueblerinos. Lo dicta la política diplomática que empezó el día de la Adhesión y Grecia lo continúa todavía en las nuevas provincias. ¡Con ella se ganará a los turcos y mostrará al mundo civilizado su gran misión!
A Demís lo siguieron ahora el cónsul turco, el capitán del ejército, el jefe de policía, el juez de instrucción y un destacamento entero de guardias a caballo y soldados a pie. Algunos vinieron como escolta honorífica de los turcos y otros para perseguir e interrogar a los criminales. Ahora, mientras los aparceros auxiliares, desesperados por apagar el konaki, se preocupaban por cortar sus dependencias no quemadas, los establos, los pajares y las canastas para limitar el fuego, los soldados y los guardias se echaron a la búsqueda de los karangúnides. Pero antes cuantos cerdos, gallinas y patos encontraron ante ellos cayeron víctimas lamentables de su ímpetu vengativo.
Para mostrar el filoturquismo del gobierno y la justicia imparcial que reinaba en los pechos de sus funcionarios, los órganos de la ley se preocupaban por castigar con las acciones más ilegales posible a los habitantes.
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Los soldados, teniendo como ejemplo el entusiasmo de sus superiores, con el despotismo feroz oculto bajo cada uniforme militar ahora evidente en el rostro, rompieron las puertas con las culatas, volaron los techos y entraron como conquistadores indomables. Atravesaban con sus bayonetas los barriles de vino de parte a parte y corría la bebida consoladora, el bálsamo de los dolores, el dichoso compás del alma del pobre y anegaba el suelo y lo absorbía la tierra insensible. Las canastas de los frutos, los almacenes del trigo y del maíz, de la cebada y del centeno, los volcaban y pisoteaban los granos nutritivos sin compasión.
Los pesebres de las bestias, los barriles de agua, los baúles de madera, los utensilios de madera para amasar y los de metal de la cocina, la mesita baja, las vajillas de madera e incluso los vestidos, las ropas de cama y todos los enseres pobres de las casas de los karangúnides o los hacían añicos con las hachas o los tiraban fuera y los empujaban cruelmente al barro y al polvo de la calle. Nada era capaz de sujetar la indignación “sagrada” de los vengadores. Por todos lados se derramaba fragor, zumbido, blasfemias, maldiciones y voces triunfales mezcladas con el trote de los caballos y el estruendo de las espadas, con el combate reacio de los pueblerinos para la salvación de unos bienes odiosos, con el chirrido rabioso del fuego que, vengador también él, quería raptar todo con sus mordeduras ardientes, destrozarlo y triturarlo en su abrazo incendiario, esparcirlo en el aire, como brasa y ascua inútiles. Era en todas partes alrededor como treno y lamento de la naturaleza entera.
- ¡Bichos, madre mía...! ¡Cayeron los bichos! -gritó Asimó.
¡Ocúltame, cógeme, mamaíta...!
La criatura cobarde no pudo explicar de otra manera tal estruendo más que la invasión de los espectros malévolos aquéllos que habían atemorizado su fantasía infantil. Dejó en seguida su juego y se ocupó de esconderse entre las piernas de Krustalo, como si se convirtiera en un miembro indivisible de ella, fundirse en sus vestidos, desaparecer por completo de las miradas horribles de los bichos, como un 153


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pequeño canguro en el marsupio natural de su madre. La pueblerina, amodorrada, envuelta en una nube reluciente, apenas distinguió y, con dificultad, consiguió levantar las manos para arrastrarla cerca ella. El dolor de cabeza, horrible, la torturaba y la picazón del cuerpo la endemoniaba. Cuando extendía las manos cansadas y sin fuerza hacia Asimó, las dejaba de inmediato y empezaba a rascarse, a tocarse la cabeza y a gemir con voz desesperada: - ¡Oh, mi cabeza! ¡Mi cabeza...! ¡Mi cabeza...!
De repente los soldados llegaron ante la casa de Magulás. Con dos o tres golpes fuertes, la puerta cayó hecha pedazos y ellos se abalanzaron con blasfemias, alboroto y estrépito de espadas.
Por el grito fuerte de Asimó que se asustó aún más a la vista de los asaltantes, ellos se quedaron parados en su sitio por un instante indecisos. Luego, con la esperanza de que descubrieron a los culpables, lanzaron un grito triunfal y se abalanzaron sobre Krustalo, la raptaron y la llevaron con sus manos en volandas al pozo, bajo el álamo, donde el agá Demís, el cónsul turco y las autoridades habían establecido su alojamiento provisional.
El agá Demís, siempre el mismo, gordo, barrigón, con rostro fláccido y rojo, lo que no tenía ahora sobre él era la pasividad, divisa de su raza. Se veía nervioso e inquieto. Una vez dirigía sus ojos con ensoñación a las llamas del konaki y otra los pegaba con maldad a las casuchas de los karangúnides con odio horrible y amenaza. No sentía compasión por los bienes destruidos de su señor. ¡Para ellos no era nada un konaki y cinco o diez mil okádes31 de cereales que se perdían! El atrevimiento de los karangúnides, la insumisión repentina de los esclavos a los derechos de su jefe, aquéllo lo sacaba de quicio.
Por su educación y religión él sabía que los impíos fueron entregados a la tierra por Alá para recibir sin quejas los castigos de los patronos 31
Unidad de peso equivalente a 1300 gramos.
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y considerarse agradecidos y felices por su esclavitud. ¿Dónde se ha oído que la hormiga humilde se levante y pisotee la cabeza del águila majestuosa...? ¿En qué otro lugar se ha oído que no pueda él, representante de su bey, castigar a los esclavos humillados con la pena que merecen...?
- Alá, Alá, -suspiraba moviendo espasmódicamente en su manos su komboloi de ámbar- ¡En Turquía no pasan estas cosas! ¡Por Alá! ¡No pasan...!
Las autoridades a su alrededor, el presidente de la diputación, el juez de instrucción, el capitán del ejército intentaban tranquilizarlo.
¡No tenía que estar tan intranquilo! Aquí encontraría más justicia que en Turquía. El gobierno satisfaría las pérdidas del bey y los criminales serían castigados como merecen. ¡Que ordene lo que quiera y si no se hace, entonces que se queje!
- ¿Qué le vamos a hacer, hombre, qué le vamos a hacer? -gritó el agá excitado-. Hace mucho tiempo que me echaron del pueblo y no se hizo nada. “Tribunales-trijunales”, “abogados-abagados”, ¡así pasáis el tiempo aquí...!
¡Tiene razón! El presidente de la diputación, el juez de instrucción, el capitán del ejército intercambiaron una mirada entre ellos y estuvieron de acuerdo con el agá Demís. El cónsul, tranquilo, impasible, se limitó sólo a sonreír y a mirar con vanidad sus manos regordetas. En aquel momento los soldados traían a Krustalo con las manos atadas ante ellos y a Asimó pegada a ella y todos pusieron caras de alegría. ¡Por fin, tenían al primer culpable a su disposición! Todos rodearon a la mujer tirada en el suelo, la amenazaban con miradas feroces, le ordenaban que se levantara, que se pusiera con las manos en cruz delante de su jefe y que acusara a los responsables del fuego. Pero Krustalo, dominada por la fuerza destructiva del polvo, espantada por la conducta salvaje de los soldados, sorprendida por la presencia de tantos hombres de porte ilustre, giraba su mirada empañada y de su boca no salía ni una palabra.
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Alrededor reinaban melancolía y horror despiadado. El konaki, ahora desnudo de sus travesaños, ventanas, torres, balcones y escaleras, lleno de tablones e hierros, de tejas, maderas gordas y adobes, con las paredes negras y medio derruidas, parecía un gigante esquelético y exánime. Las llamas feroces, no teniendo ningún alimento en las paredes exteriores, se limitaron abajo dentro de los escombros enterrados y continuaban allí invisibles, como una pérfida enfermedad, su trabajo aniquilador. Los humos, negros y densos, subían en espiral a la atmósfera en calma con serenidad y pasividad desesperante. Los huecos estaban abiertos de par en par, como bocas desdentadas y sin carne que echan una risa horrible ante esta imagen de destrucción y muerte. Abajo, en las profundidades de los tugurios oscuros e impalpables, aparecían pilas llameantes, los trigos y las panochas, con llamas azules y rojas saltarinas múltiples por todas partes como de cráter de volcán y fuego, opaco y tembloroso resbalaba sobre ellas, con la rapidez de una nube, que serpentea bajo el sol y echa su sombra fugitiva sobre un desierto arenoso y abrasador.
Toda la atmósfera estaba llena de humo, vapor, ceniza incandescente y un sopor pesado. Los patios vecinos, los barros y las verdes plantas, las canastas y las casas, el álamo del pozo y las placas húmedas, cada árbol y cada piedrecilla alrededor, mudos, pasmados en su inmovibilidad, respetables en su horror, sentían que el fuego se metía pérfido en sus poros y marchitos con tristeza habían perdido todo jugo y rocío, como un hombre pierde su sangre y su color en sótanos contaminados y asfixiantes. El sol en lo alto, envuelto en vapores, medio oculto y rojo, incendiaba toda la llanura con un tinte movido por el aire de color sangre clara y polvo de ceniza. Abajo, al pie del álamo, los representantes del gobierno y de los beys, sentados sobre los muebles toscos de los karangúnides, indignados e indolentes, esperaban la respuesta de Krustalo.
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-
¡Levántate, mujer! ¡Habla! ¿No oyes que te están preguntando? ¡Habla y no te hagas la tonta! -dijo un soldado poniéndola de pie.
- ¡Que hable! -dijo Krustalo-. No me dejan hablar las chispas, ¡Mira qué nube da vueltas encima de mí! ¡Me quemaron, me escaldaron la cara, mi cabeza se hinchó como un bombo...!
¡Quitadme las chispas, para que hable! ¡Quitádmelas, quitádmelas...!
Movía las manos delante de su cara como las aspas de un molino de viento y miraba con ojos horrorizados más allá a lo lejos, como si tuviera puesta sus miras en un fantasma horrible.
- ¡Se está haciendo la loca! -dijo el juez de instrucción sonriendo al presidente de la diputación-.¡Qué patanes son estos karangúnides! ¡No sabes, secuaces del diablo! ¡Yo los conozco, los conozco muy bien! ¡Los estudié bien tantos años...!
Movió la cabeza, mirando a todos fijamente a los ojos, para dejar constancia de su inteligencia de juez y de sus estudios de psicología, pero Krustalo no lo dejó presumir más.
- ¿Loca? ¡Yo no estoy loca! -dijo- ¡No! ¡No me hago la loca!
¡Ay, cómo me duele la cabeza! ¡Las piernas! ¡La espalda!
¡Cómo me atormenta mi espalda...! ¡Mi espalda!
Echándose las manos atrás, con cara desencajada por los dolores manoseaba su columna en la espalda, doblaba el tronco hasta donde le era fácil, como si quisiera fijar sus vértebras y calmar los cuchillos afilados que la mataban; someter los sobresaltos de los tendones; cortar la inundación de sangre de su cabeza; echar lejos la locura desesperada que circulaba en su interior. Pero ninguno de los oyentes le prestaba ya atención. Se habían oído trotes de caballos y acababa de aparecer en el pueblo el jefe de policía con una sonrisa triunfal en sus labios, con un orgullo incontenible en sus bigotes poblados como si regresara de 157


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una batalla muy mortífera y llevara a rastras delante de él a prisioneros enemigos. Pero no arrastraba más que a los humildes karangúnides: Paparisos, Magulás, el alguacil, Birbilis y Jadulis; Trikas y Dsumás, Krapas y los demás, atados con las manos a la espalda, con el pecho hacia fuera como una hogaza, cubiertos de polvo por los escondrijos, sudados y sin aliento por la caminata, andaban bajo los alientos cálidos y los relinchos de los caballos. La cabeza del alguacil estaba vendada, su garganta y su camisa ensangrentadas por el golpe malvado de un soldado. Magulás se había roto el brazo izquierdo de una caída horrible que sufrió yéndose por los terrenos. Jadulis se había golpeado la rodilla y caminaba cojeando. Trikas se arrastraba apenas por la dislocación de su pie derecho y todos los demás parecían aniquilados por el miedo y la persecución, por los golpes y las amenazas.
Tras los hombres llegaban las mujeres y los niños. La primera la vieja Estamato y Angélica, la mujer de Krapas, Vasilo, la mujer de Dsumás, la mujer del cura, Rusa y la mujer de Jadulis y otras madres jóvenes con sus niños mamando de sus pechos achicharrados por el sol. Luego las muchachas, Aneta, la hija de Birbilis y Panayota, la hija del cura y otras cinco o diez más con paso enfadado y varonil. A continuación, entre ellas metidos, apretujados, como corderitos entre las ovejas, niños y niñas pequeños y grandes, hembras y machos, con aspecto lloroso y triste. Más atrás venían los habitantes irracionales del pueblo, bueyes y caballos, búfalos y burros, arrastrados también ellos por la avalancha salvaje de la persecución. Alrededor de aquel montón humano los guardias a caballo, vigilantes y terribles, con el trote de los caballos y el estruendo de las espadas, recordaban a aquellos lugares libres otros años de esclavitud y opresión, cuando los duros pachás arrastraban tras ellos pueblos enteros para exhibición triunfal y ejemplo para esclavos. Surgía una duda de si esto era el amanecer a la libertad y a un futuro digno o una vileza y una mezquindad indecibles.
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-
¡Aquí los tengo!, -dijo el jefe de policía señalándoselos al agá Demís.
Aquél sin darle respuesta, lanzó su mirada cruel hacia los pueblerinos, como si quisiera acribillarlos sólo con la mirada. Su sangre tiránica hirvió dentro de él ante la vista de aquellos humildes siervos y sintió ganas de levantarse y arrancarles sus pelos y sus barbas; sacarles con sus uñas los ojos, desollar sus carnes; cortarles las narices y las orejas; colgarlos en los árboles de alrededor boca abajo y dejarlos allí, hasta que entregaran sus almas aciagas a su Creador. A pesar de ello, se limitó sólo a lanzar suspiros tan ardientes capaces con su ardor de quemar la naturaleza. La fiera conquistadora en su interior se enfurecía y gemía con rabia que destila sangre, indomable y despiadada. ¿Cómo hacer todo eso ahora que no tiene ningún derecho? ¡Pasaron los buenos tiempos, en los que el dueño y el capataz no sólo dominaban los bienes sino también la propia vida de sus siervos! ¡Entonces no se atrevían ni a incendiar, ni a replicar, ni a toser ante el agá! ¡Ahora se cambiaron las tornas! El sultán, como un padre sin corazón, entregó, magnánimo, la tierra a los infieles y, junto a ésta, entregó a los beys y a los agás a la burla y a la merced de siervos odiosos. ¡Aquéllos ahora no tenían derecho a hacer nada! ¿Para qué ir a los tribunales? ¿Para pedir satisfacción?
¿Para qué satisfacción podía tener el agá Demís si no podía castigar a sus siervos con sus propias manos?
- ¡A la porra! -masculló lanzando una mirada de repugnancia y de desprecio a todos los pueblerinos de alrededor, al jefe, al juez de instrucción y al jefe de policía, como si le estuviera escupiendo a la cara a todo el sistema liberal de Grecia.
El juez de instrucción que tenía ahora ante sí a los pueblerinos atados de manos, empezó su interrogatorio. Interrogó primero a Paparisos, a continuación al alguacil y después por turno a todos los demás. Tras ellos empezó el interrogatorio de las mujeres, desde las más viejas hasta las más jóvenes. Sin embargo todos, hombres y mujeres, estaban de 159


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acuerdo sobre el incendio. El culpable principal era el vampiro, que no quería permanecer encerrado en la casa de Valajás e insistía en salir a chuparles la sangre. Naturalmente los pueblerinos no podían dejarlo.
Gracias al consejo del mendigo encendieron a su alrededor fuegos para impedírselo, pero aquél salió por la ventana y quería, a toda costa, saltar abajo. ¡Virgen mía, qué cara! ¡Sus ojos echaban chispas que deslumbraban todo el brillo del fuego y llenaban el aire de alrededor con su resplandor! ¡De su boca salían unos dientes! ¡Así de grandes! ¡Como una oryá32 grandes, curvos como hoces! ¡Hacían así, serraban como un serrucho la hoja de la ventana! ¡Su pecho estaba lleno de pelos, pelos salvajes, tiesos y puntiagudos como los pinchos de un erizo! ¡Su cabeza estaba rodeada de un pelo como madejas, rizado y rojo, tan rojo como si hubiese estado sumergida en la sangre de sus víctimas! ¡Las uñas de sus manos y de sus pies, cuando subió por completo a la ventana, arañaron los tablones y los hicieron astillas con un ruido tan atronador que parecía que había llegado el fin del mundo!
- ¿Lo vistes tú? -preguntó el juez de instrucción a Paparisos riéndose por su horror.
- ¿Que si lo vi? -dijo Paparisos- ¡Como me ves y te veo!
- Bueno, con el vampiro. ¿Pero el konaki...?
- ¿El konaki? -contestaron todos a una-. ¡El vampiro quemó el konaki!
¡Claro que el vampiro! Cuando los pueblerinos vieron que no podían acorralarlo de otra manera, echaron antorchas para quemarlo, pero en lugar de quemar la casa ¡incendiaron el konaki! El vampiro para vengarse de ellos, -porque, sabes, sabía que no se llevaban bien con el jefe- quemó su konaki. Todo el mundo, sabes, creerá que lo habían quemado ellos. Ponen a Dios por testigo de que ellos nunca quieren hacer daño a su jefe ni quieren irse de sus manos. ¡Allí 32
Medida de longitud que abarca lateralmente los brazos extendidos.
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se quedarán, como sus padres y sus abuelos, servidores humildes y leales por siglos! ¿Qué queja pueden tener ellos de su agá, si viven mejor que bajo cualquier otro...?
- Los abogados nos calentaron la cabeza. ¡Nosotros le rendimos culto a nuestro agá como a un santo! -dijo Paparisos haciendo una reverencia hasta el suelo ante Demís.
- ¡Nosotros no queremos libertad! ¡Qué esté bien nuestro jefe!
-gritaron también los demás, hombres y mujeres al unísono.
El juez de instrucción se giró y miró directamente a los ojos a sus camaradas.
- Yo los conozco -volvió a decir sonriendo-, ¿sabéis qué patanes son estos pueblerinos...? ¡Yo los conozco, los estudié bien hace años...!
En aquel momento apareció una cara nueva en escena. El jefe del ejército había dejado a algunos soldados para buscar todavía por si acaso detienen a más culpables. Dio una orden estricta, que vigilaran en una extensión de algunas millas alrededor y, a cualquier karanguni o a otro transeúnte cualquiera que sea, de cualquier sitio que venga, lo apresaran y lo condujeran al interrogatorio. Ahora dos soldados llevaron allí a un anciano sesentón con su burrito. Pero él no parecía en absoluto un pueblerino. Lo testimoniaba primero su vestimenta. Tenía unos pantalones de dril arrugadísimo, una chaqueta a rayas y una camisa blanca, con un pañuelo de viejo en la garganta y una gorra de marinero en la cabeza. Por todas estas cosas el anciano parecía ser un marinero que ha sufrido mucho en el mar. Tenía toda la salud y toda la fatiga del marinero sobre él. Alto, de pecho gallardo, con hombros anchos y orgullosos, con cintura sólida como el clavo maestro que de hierro sostiene arriba y abajo los accesorios; con sus manos caídas a derecha e izquierda, recogidas un poco en descanso; con sus pasos grandes y sus piernas firmes como columnas de mármol, revelaba que su cuerpo, curtido por el mar y quemado por el sol, había cogido ya la 161


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dureza y la robustez del acero. Los rasgos de su cara rudos, la barba y el bigote canosos, los ojos castaños, la frente arrugada y severa, mostraban siempre que no se preocupaba de nada más que de distinguir entre la bruma espesa un puerto deseable para asegurar su barco.
Incluso si lo viera una gaviota en seguida lo reconocería como su compañero. Sin embargo el juez de instrucción quería interrogarlo a cualquier precio.
- ¿Cómo te llamas? -le preguntó con voz severa.
- Jadsís Bakas -le contestó el viejo quitándose con respeto la gorra.
Todo el montón de karangúnides se estremecieron con un murmullo, como un montón de hojas secas cuando llega un soplo repentino de viento, y fijó los ojos de manera inquisidora en él. ¡No, no escucharon por primera vez aquella voz! Aunque estaba tan cambiada, había en ella un tono lastimero y humilde.
- ¡El mendigo, te digo! -susurró el alguacil con cobardía al oído de Paparisos.
- ¡El mendigo! -dijo también Magulás al oído de Trikas.
Uno tras otro, hombres y mujeres, todos susurraron el nombre de Dsiritókostas con expresión de odio y horror y fijaron aún más sus ojos con sospecha sobre él. Pero no tardaron en empezar sus contradicciones y sus dudas. Aparte de la voz, el viejo no tenía nada más que se pareciera al mendigo. ¡Ni su vestimenta era la misma, ni la barba, ni siquiera su burrito! Todos se acordaban del burrito, era negro, mientras que aquél era de color y con lunares. Tenía un mechón de pelos blancos en el cuello, otros en la frente y también abajo en las vergüenzas, en las rodillas e incluso en las ancas. ¡Ah, no! ¡Este hombre no podía ser el mendigo...!
En realidad Dsiritókostas ya no fue más el mendigo. Cuando vio que las llamas se apoderaban del konaki, asustado también él como los pueblerinos, se fue a esconderse lejos. Pero no quiso seguirlos a 162


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sus madrigueras. Era posible que, tras la sorpresa inicial, llegaran a pensar que él era el principal responsable de todo el desastre y quisieran a golpes o con su propia muerte, vengarse de la desgracia que sufrían. Se fue solo y se metió en el escondite donde tenía también sus cosas. Allí tumbado boca arriba, empezó a pensar sobre su situación. ¡Eh, se había pasado! ¡De verdad él se había pasado! ¡Qué diablo quería llegar con su venganza hasta allí! ¿Para qué le interesaba soprender más a los karangúnides? Hasta hoy hizo un buen trabajo.
Ojalá encontrara en otros pueblos tanta necedad y tanta cosecha. Sus bolsas estaban llenas, su bastón más que repleto ¿Qué más quería?
El arrepentimiento llegó a su alma sin llamarlo y empezó a torturarlo. No le interesaba, no, que fuese responsable de un desastre tan grande, o de que los pueblerinos fueran mañana considerados culpables y soportaran miles de castigos por su culpa. Dsiritókostas no daba un duro ni por bienes ajenos ni por feudos extraños. Lo que le atormentaba era el pensamiento de cómo conseguiría irse de allí y continuar despreocupado su obra mendigante. Sabía que a la vista del incendio se reuniría gente y soldados. Temía que el interrogatorio podria incluirlo a él en su acción investigadora. Pensó, pues, marcharse enseguida de allí. Era lo más sensato que tenía que hacer ¿Pero adónde ir? ¿Qué camino tomar en un momento tal? El lugar no lo conocía bien. No había viajado nunca por estos lugares. Podía dar vueltas durante toda la noche y al alba amanecer otra vez ante su escondite.
- ¡Diablo! -susurró- ¡Un poco oscuras las cosas!
Por primera vez en su vida Dsiritókostas apoyó la cabeza en la mano con preocupación y se quedó pensativo. De repente se golpeó la frente con la palma de su mano con genio.
- ¡Tengo el coco hecho polvo...! -dijo con una sonrisa de suficiencia.
Claro. Su coco estaba hecho polvo, porque no recordó que tenía a su disposición tantas y tales cosas para engañar a la gente tonta.
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Primero de todo tenía que cambiar su atuendo. Dentro de sus bolsas, en el fondo profundo tenía una muda europea, que lo convertiría en otro hombre. Aquélla se la ponía cuando entraba en las ciudades. Allí habitan personas desarrolladas. Les da asco y desconfían ante el euzón harapiento, pero no se enfadan con los vestidos como los francos.
Conocen tan bien la rueda voluble de la fortuna que creen que es más fácil que un millonario termine pobretón, que un palurdo sea digno de limosna. ¡Ves, gente diferente! Dsiritókostas había conocido a muchos que no se conmueven ante palabras misericordiosas, pero se enternecen con la narración de un incendio y de una tempestad marina.
El mendigo se arrastró enseguida hasta las raíces del escondrijo y a tientas desenterró el traje de dril y la gorra de marinero. Se quitó con cuidado la fustanela y los calcetines y se puso la ropa como los francos. ¡Ahora ya era un marinero! ¡Un marinero azotado por el mar!
- ¡Que vengan ahora los patanes a reconocerme! -murmuró riéndose con la boca abierta.
Empezó a pensar dónde podía acomodar sus cosas. Por supuesto que no podía llevarlas con él. Si lo investigaban, todos caerían en la tentación. ¿Para qué quiere un marinero sufrido las mudas? ¡Además mudas de karangúnides...!
Mientras así meditaba, oyó a su burrito rebuznar y cocear intranquilo. El aire fresco de la mañana empezó a animar los miembros dormidos del animal y a hacerle cosquillas en los órganos fonadores por el toque de alegría y agitación. Desde lejos llegaron a sus oídos gritos confusos, pisadas y jaleo humano. Eran los vecinos de los pueblos que se reunían para correr a Nijteremi por el incendio. Tuvo miedo de que su burrito empezara a rebuznar, aguijoneara la curiosidad de algún transeúnte hasta su refugio. ¿Qué diablo haría un burro escondido en un escondrijo?
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El mendigo pensó con rapidez y decidió. Escondió todas sus cosas inservibles entre las raíces, echó la albarda sobre el animal, cogió su bastón y salió de los juncos. Ya no le quedaba tiempo para irse.
Toda la comarca estaba patas arriba. Era mejor quedarse allí en el claro, llevar a su burrito a pacer y él echarse a dormir hasta ver qué sería del pueblo. Ahora no tenía miedo ni por él ni por su animal.
- Estamos bien -dijo.
Se tumbó tranquilo a la sombra de un castaño y empezó a roncar.
Los soldados, sin embargo, buscando a los karangúnides, le estropearon el sueño y empujándolo lo llevaban ante el juez de instrucción. Mientras los pueblerinos hacían sus observaciones y sus contradicciones, él, indiferente, contaba su historia, sus desgracias, toda la odisea de su vida marinera llena de peligros y penurias.
Era de Lipsokutala y tenía un buen barco. Miles de kilos les cogía todos dentro. Él era el capitán y tuvo junto a él a sus dos hijos, dos dragones a quienes su mirada nunca intimidaba. Hacía buenos portes desde el Mar Negro hasta Marsella y desde Marsella al Mar Negro.
Día y noche navegaba el mar estéril. No examinaba ni los vientos mediterráneos ni la tramontana; no calculaba ni el viento del norte ni el del sur. “El atar de la Cruz-el desatar de la Cruz”, él no lo tuvo como los demás marineros. Tenía una embarcación firme y compañeros competentes, pero… ¿qué ganó con todo esto? ¡Nada! Llegó un momento, una mala hora y lo agarró todo, los frutos de su esfuerzo, riquezas e hijos y ¡lo dejó solo y pobrísimo! Ahora va por ahí como un mendigo vulgar que espera vivir su vida miserable y despreciable de la escasez de la gente, de la compasión de los pobres, de aquéllos a los que él en el pasado había dado limosna tantas veces.
- ¿Qué puedo hacer? -dijo con lágrimas en los ojos-. ¿Suicidarme? ¿Ahogarme? ¿Morir de hambre? No, no lo voy a hacer. La gente se reiría de mí, la iglesia me humillaría. ¡No lo haré nunca!
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El anciano tenía tanta sinceridad en su mirada, tanta tristeza en su voz, tanto ceremonial derramado en su cuerpo que tenía que ser uno infiel para no creer y piedra para no conmoverse. Todos sus oyentes estaban dominados por su compasión y sus rostros tenían pintados la lástima y la desesperanza. Cada uno, según su manera de ser y su educación, tenía pensamientos diferentes, pero siempre melancólicos y fúnebres.
- ¡Qué oficio! ¡Qué oficio tan peligroso!...-gritó el gobernador civil moviendo la cabeza-. ¡Estos son fieras, no hombres! Luchan contra elementos inanimados, contra el agua, contra el aire y contra los escollos. Lucha cuanto puedas ¿Qué puedes hacerles? Si te salvas, estás a salvo, si pierdes, estás perdido; a su rival no le haces nada...
- ¡Lo que haces será un agujero en el agua! -dijo con acierto el juez de instrucción.
- ¿Dónde lo taparías tú primero? -añadió el jefe de policía.
Los pueblerinos, aletargados, conversaban. Conocían el mar de lejos. No habían viajado nunca a él y las palabras del viejo les causaban un gran asombro en su espíritu. Ante ellos veían un mar abierto, inmenso, con olas oscuras y cielo plomizo, un gigante secular de horror y ruido.
Veían playas salvajes, pedernales altísimos, sin flores, sin árboles, con promontorios y hoyos engañosos, inaccesibles al pájaro y al hombre que se abrían al infinito esperando su presa. Enfrente un barco orgulloso que luchaba con desesperación contra las olas; que era empujado con ímpetu hacia las rocas; que, en un segundo, dispersaba miles de trozos.
Oían el choque horrible, el chirrido horripilante de las maderas y las voces desesperadas de los marineros. ¡Veían a Dsiritókostas sacudido por el mar en la orilla inhóspita, muy herido, solitario, con los brazos en cruz y los ojos empañados, mirar hacia los arrecifes y el oleaje, que en un segundo les raptó a sus hijos y los tiene con él! De repente una idea egoísta brilló en sus mentes. Comparaban la vida del marinero con su 166


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propia vida, la de un karanguni, con su vida de este momento, sumisa e insegura para el futuro, y un suspiro de alivio salió de sus pechos. ¡Fuese como diablo fuese era mejor que la vida de aquéllos! ¡Por lo menos aquí sufres, pero no te ahogas!
- Y si mueres, te bendicen -dijo Paparisos.
- ¡Cuando me muera…! -replicó Krapas con indiferencia Quería volver a decir su frase acostumbrada, llena inconscientemente con toda la decepción y la duda del libro de Job.
Pero volvió en si enseguida por una mirada del cura y bajó la cabeza dando puntapiés con su pierna a la tierra.
Sin embargo el juez de instrucción, desconfiado como su posición exige, preguntó con voz severa a Dsiritókostas si tenía certificados.
- ¡Ah, sí! -dijo haciéndose el descuidado.
¡Claro que tenía! ¿Podía salir de viaje sin certificados? Sacó de su bolsillo rápido un documento doblado. Por el paso del tiempo y por la cantidad de manos que lo tocó, había terminado como un guiñapo. Su pasta estaba hecha añicos, dividida en cuartos; el interior deshilachado también él, a punto de dispersarse como una hoja de ceniza con el primer soplo de viento. La mayoría de sus letras estaban borradas y eran difíciles de leer; su título destruido; la firma medio comida, el sello emborronado. Pero el juez de instrucción se obstinó en leer el certificado y finalmente lo consiguió.
Vio que Jadsís Bakas del pueblo de Lipsokutala, del ayuntamiento de Lipsokutala, de la provincia de Lipsokutala, de profesión capitán, propietario de un barco de 1000 toneladas, hombre honrado, trabajador, moderado, buen cristiano y buen amigo (entre bueno y amigo había una palabra que decía “político”, pero estaba borrada y el juez de instrucción se la saltó), sufrió una desgracia grande e irreparable. Perdió en la noche de San Nicolás -noche terrible que la recuerdan todos los marineros- su barco, naufragando entre Berkos y Beritsa, entre olas feroces y escollos terribles.
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-
¡Berkos y Beritsa! -cortó el jefe de policía la lectura del juez de instrucción, tocándose la frente para captar ideas. En algún sitios los escuché, Berkos y Beritsa; creo que estos son pueblos monañosos de Rúmeli.
- ¡Bah! -rechazó imperturbable Dsiritókostas-. ¡Son rocas del Mar Negro, allí está el terror y el pavor de los barcos...!
- ¡Claro! -dijo el gobernador civil- yo, en mi juventud, di una vuelta por todo Rúmeli y nunca oí esos nombres.
- ¿Tienes familia, anciano? -preguntó de improviso el jefe de policía.
- Tengo, mi capitán, claro que tengo, -respondió aquél, inclinando la cabeza al hombro derecho, para dar más tristeza a su postura- tengo a mi vieja.
- ¿No tienes hijos?
- Tengo tres, con perdón.
El jefe de policía se conmovió, metió la mano en el bolsillo y le dio algunas perrillas. Entonces la clemencia se apoderó de todo el grupo respetable.
- ¡Ven por aquí!
- ¡Y por aquí...!
Unos tras otro, el gobernador civil, el jefe de policía, el juez de instrucción, el cónsul y el agá Demís, todos lo llamaron cerca de ellos y le dieron limosna.
- Toma tus papeles y que te vaya bien, anciano mío -dijo conmovido el juez de instrucción.
Pero mientras Dsiritókostas con dignidad de marinero que la simpatía y la lismona de los demás lo conmueven pero no lo humillan doblaba su papel y se preparaba para irse, un sargento se presentó allí y refirió que en una casa descubrieron dos cadáveres.
- ¡Cadáveres! -dijeron todos sorprendidos.
- ¡Además se cometieron asesinatos! -susurró el juez de instrucción mirando con fiereza a los karangúnides.
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- -
¡El vampiro! ¡Es el vampiro! -exclamaron ellos al unísono.
¡Qué vampiro, patanes! -gritó con fiereza el jefe de policía¿Insistís todavía en burlaros de nosotros?
- ¡No, mi capitán! -dijo Paparisos pálido- De verdad que en aquella casa había un vampiro.
Señaló con un movimiento de cabeza la casa de Valajás. Aquélla se mantenía erguida e intacta en su sitio. Los karangúnides, por temor, arrojaron más lejos las antorchas y ninguna de ellas consiguió engancharse sobre ella. Sólo las antorchas que lanzó la mano firme de Dsiritókostas habían alcanzado su objetivo. Pero aquéllas también cayeron en el tejado y se carbonizaron sin propagar en las tejas frías su fuego.
Cuando los soldados bajaron de la casa a Mudsuris y a Valajás, de todo el grupo humano, sin excepción de clase social y de religión, se apoderaron el horror y el desasosiego. Mudsuris, envuelto en sus harapos, tieso, con la tranquilidad glacial de la muerte sobre él, con el hedor rancio de carne muerta derramado a su alredrdor, provocaba tristeza y silencio oficial. Valajás, sin embargo, presentaba un espectáculo deplorable de persona que no tiene todavía su cuerpo muerto pero que ya no tiene el espíritu vivo. La mirada helada, espesa, fija siempre en algún lugar, en un punto concreto miraba sin ver nada. Los músculos de la cara, los labios, los párpados caían pálidos, paralizados, sin gobierno absoluto de sus nervios, hacían el espejo impecable del alma, opaco, roto, lleno de asco.
Las extremidades de su cuerpo, las piernas dobladas por las rodillas, las manos con las palmas abiertas, conservaban todavía la postura del horror y de la repugnancia aquélla que tomó el guardia de aduanas cuando, de pronto, se encontró ante el cadáver y recibió en la cabeza el golpe de su enfermedad.
Los karangúnides, temblando por completo, contaron al juez de instrucción la llegada de Mudsuris al pueblo, su muerte y la colocación de su cadáver en aquella casa. Sobre Valajás dijeron sólo que era el guardia de aduanas, que vigilaba en las desem169


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bocaduras del río, pero cómo fue encontrado allí y en tal estado, nadie sabía explicar.
- ¡El vampiro lo puso así! -afirmó Paparisos.
Por supuesto los espíritus criminales acostumbran. Cuando un ser humano, hombre o animal, por casualidad rompe su tranquilidad, se apoderan de su voz y retuercen su cuerpo y su mente. ¡Tantos y tantos ejemplos tenemos en el mundo! Sólo tienen miedo a las cabras. Quizás porque los cabras tienen en su fisonomía y en su comportamiento algo que muestra un estrecho parentesco con el diablo. El guardia de aduanas, al parecer, llegó inadvertido a la casa en el momento en que los karangúnides angustiaban al vampiro con sus exorcismos y sus voces. Aquél, irritado, se arrojó sobre el desafortunado Valajás para vengarse. ¿Pero cómo que no vieron ellos al guardia de aduanas?
- No sé yo -dijo uno al otro con duda.
Dsiritókostas, que permanecía todavía más allá y veía la sorpresa de los demás, se acercó y les explicó el suceso. ¡Sabía él, había visto muchas cosas tales! El hombre padeció una apoplejía. Y la sufrió por un miedo inmenso. A muchos marineros les pasa esto ante una gran tempestad. Una chica que pierde forzada su honra, puede también padecerlo.
- ¡Le dio un patatús! -dijo con voz imponente.
Se acercó a Valajás, lo cogió con fuerza del hombro y lo obligó a moverse, pero aquél permanecía como una madera seca, sin volver la vista y sin sentir nada. El mendigo, sin embargo, insistía en obligarlo a moverse fuese como fuese. De repente un poco de color apareció en su rostro pálido y en sus ojos y mostró señales de reanimación.
- ¡Míralo, vuelve en sí! -dijo el jefe de policía con un suspiro - - -
de alivio.
¡Ah! -suspiraron todos los demás.
¡Bah! -hizo el mendigo desconfiado-. Anda con melindres, yo lo sé. Mira su cuerpo es como cera, hago lo que quiera...
Eh, hombre, cosa para...
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De inmediato dejó de hablar, bajó su cabeza y se quedó pensativo.
A pesar de todo la noche empezó a caer. El sol corría rápido hacia su ocaso. Un aire vespertino venía, sobre el mar y los terrenos, los bosques de castaños y de sauces, con la salmuera de la espuma y la fragancia de las hierbas, al interior del pueblo. Pero no era capaz de dispersar ni el relleno de la atmósfera, ni el olor de la materia quemada. El humo del konaki ahora se sentaba, nube negra, plomiza y pesada sobre toda la extensión de punta a punta. Los alegres colores de la vegetación, las aguas del río, los campos labrados, los santuarios de los valles y los claros de las colinas, las construcciones de los pueblos y abajo las intranquilas espaldas de las olas, exhalaban un aliento opaco y un relámpago muerto, que dirías que toda la naturaleza estaba ahora sumergida en el luto. Por ningún lado resonaba el canto de un pájaro feliz, ningún insecto cobarde salía de entre las hierbas y ningún aleteo de pájaro alteraba el eter. Sólo una sombra temblorosa en lo alto dibujaba el aleteo hostil de un pajarraco y de nuevo se iba lejos, como si se asustase de la energía negativa de esa atmósfera. Y abajo, de un lejano pedernal salía un alarido feroz y repentino, la voz de la cigüeña, como si le dijera a toda la naturaleza: “¡Estate vigilante. Huye de la injusticia y de la mala voluntad del hombre!” Todos los seres vivos, animales, árboles y hombres, tejían sin gobierno, en el desánimo y el aburrimiento. En su interior tenía algo intranquilo; algo de mala voluntad caminaba a su alrededor. La pesadilla indomable se asentaba en el alma y la obligaba a deseos indefinidos e irreconciliables con la vida y su misión. Los animales con la nariz apoyada en tierra, las orejas gachas, la cola lenta, los ojos caídos, bufaban, rumiaban y temblaban su cuerpo como si se esforzaran en expulsar la asfixia mortal que los rondaba. Los árboles, con sus hojas colgadas en sus ramas, inánimes apenas se movían con pavor ante el soplo ardoroso. Los hombres -karangúnides y soldados, oficiales turcos y griegos- todos con caras de sopor, mostraban que estaban agotados y asqueados por esta órden y por su destino.
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-
¡Uf! ¿nos quedaremos mucho todavía? -preguntó el jefe de policía con hastío.
- ¡Ah, bah, vámonos! -dijo el juez de instrucción.
No tenían nada más que hacer. El crimen era evidente, los culpables habían sido detenidos. El asunto ya no tenía que pasar por una criba. Quien más y quien menos, todos trabajaron en la quema del konaki. En verdad, parecía implicado también un mendigo; pero no tenía importancia. Si lo detenían sería positivo para su buena fama, pero como no lo encontraron, no importa. ¿Qué podía hacer un mendigo?
Todo lo que los karangúnides decían de él, lo decían esperando que su posición se suavizara. ¡Encontraron hombres de los que se pueden reír! ¡Encontraron icono para hacer su señal de la cruz! Se los llevarían ahora atados a Lárisa y los sentarían en el banquillo. ¡Por Dios...
si los turcos todavía siguen estando descontentos, quiere decir que son unos ingratos! ¡Cuando los de otra religión se den cuenta, tienen que suplicar a Alá que los haga rápido súbditos griegos! ¿No es así?
Decidieron soltar, sin embargo, a las mujeres. Aquéllas siguieron ciegamente a sus maridos; no tenían ninguna culpa. Preguntaron a los turcos si tenían objeción; pero ellos extrañamente estuvieron de acuerdo. Querían también llevarse con ellos al guardia de aduanas. Era un funcionario. ¡Quién sabe de qué abusos salvó al arca pública, el desgraciado! Ahora que terminó así, para que veas que nadie se preocupará de él. ¡Mira qué Estado para trabajar con fidelidad!
Funcionarios también ellos del Estado, envenenados por la ingratitud del país, creyeron su deber preocuparse por la suerte de su compañero. A la vez pensaron que no cabían en la carreta. Podían montarlo en un caballo de los karangúnides, pero esto sería coacción. Era bastante que apartaran a los pueblerinos de sus trabajos,
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no deberían coger también de sus animales. ¡No eran vasivusukos33, para hacer lo que quieran!
De repente pensaron en el burrito de Dsiritókostas. Si le pagaran bien, el marinero sufrido en el mar no tendría dificultad para ir hasta Lárisa.
- ¿Qué dices, anciano? ¿Vamos? -preguntó el juez de instrucción.
Dsiritókostas no contestó. Permanecía todavía sumergido en sus pensamientos. Su cara cambió de color y de expresión en un instante.
Aquella frase, que apenas alcanzó a retener en sus labios, ocultaba todo pensamiento oscuro que endemoniaba su mente. La situación de Valajás había aguijoneado mucho los instintos mendigantes de Dsiritókostas. ¡Eh, hombre, qué cosa para la mendicidad! ¡Si conseguiera tenerlo con él sólo un mes, verías cómo haría bien su fortuna! Los miembros del guardia de aduanas eran moldeables como de cera. A cada momento los cambiaría de postura. Cada día les daría una nueva forma y una nueva expresión en su rostro. Ante aquél, ¡no ganarían ni un duro todos los engendros del mundo! Los hombres lo verían y su corazón se rompería. Ahora Mudsuris tendría un suplente. Suplente más eficaz y más inofensivo, por Dios. ¿Cómo ponerlo en su mano...?
- Eh, anciano, ¿qué dices? -le volvió a preguntar el juez de instrucción, moviendo por el hombro a Dsiritókostas.
- Ah, si..., ¡ojalá...! -murmuró aquél distraído.
- ¡Venga, cógelo, hazlo rápido para que nos vayamos...!
El mendigo volvió en si y miró con duda al grupo. Una sospecha horrible pasó por su mente y enseguida se le hizo un nudo en la lengua. Seguramente el juez de instrucción adivinó su pensamiento y le entregaba al guardia de aduanas para obligarlo a exponerse más aún.
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Nombre dado en el siglo XIX a los soldados turcos que reclutaban y ejecutaban atrocidades y saqueos.
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Pero Dsiritókostas no era de aquéllos que fácilmente se traicionan.
De inmediato derramó en su rostro bastante abstracción e humillación y, mirando al suelo, susurró con voz lastimera: - Déjame, señor mío, no me tientes. ¿Qué hago yo con el enfermo?
- ¡Llevarlo a Lárisa, cobrarás bien, no tengas miedo! -dijo el juez de instrucción.
Dsiritókostas ahora se dio cuenta. Levantó presto a Valajás, lo colocó bien en la albarda de lado y lo ató con cuerdas para que no se cayera. A continuación, como si estuviese de broma, retorció sus pies hacia delante, puso una mano tras su cabeza, extendió la otra, con la palma ahuecada, y con una sonrisa: - ¡Mira el hechizado! -dijo presumiendo- ¡Si lo tuviera uno de Krákura, qué duros amasaría...!
Todos rieron fuerte con la ocurrencia del mendigo. En realidad aquéllos lo compadecerían primero. ¡Hombre aquél es un marinero de aquéllos que taparon al diablo...!
En ese mismo momento se oyeron voces lastimeras en el pueblo y las risas se helaron en sus labios. Delante de la casucha de Magulás las mujeres gritaban con confusión y alboroto, como gansos que presienten la lluvia. Por encima de todas, la vieja Estamato se pellizcaba sus mejillas mustias, se golpeaba el pecho y gritaba fuera de sí: - ¡Dios mío! ¡Qué desgracia nos ocurrió! ¡Dios mío!
Corrieron todos hacia allí, el juez de instrucción, el jefe del ejército, el jefe de policía y los turcos. Sin embargo cuando llegaron a la puerta, un espectáculo horrible los obligó a retroceder sin querer.
En el interior de la casa, en el lugar en el que antes estaba colgada la jaula del pan, Krustalo, la mujer de Magulás, estaba ahorcada sin vida con la cuerda al cuello. Los polvos de Dsiritókostas, tomados insensatamente, condujeron a la pueblerina a su horrible final. Krus174


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talo, tras el interrogatorio, se marchó sin ser vista y se encerró otra vez en su casa. La acción de la hierba se hacía por momentos más poderosa. Los síntomas venían ya terribles e irresistibles. Las chispas fueron innumerables y agotadoras ante sus ojos. Toda la casa parecía una fragua ardiente, avivada por miles de soplos. El zumbido de sus oídos más salvaje, fastidioso e insistente bajaba a sus sentidos. Los dolores del cuerpo, de las piernas y los taladreos de la cabeza y el picor de la piel la llevaron a la desesperación. Como una loca corría por todos lados, se daba golpes con sus manos a derecha e izquierda, movía sus pies perezosos, pero no podía liberarse de sus muchos males. De repente, en un instante de locura y gran desesperación, bajó la jaula, hizo un nudo en la cuerda, se lo pasó por el cuello y se entregó ciega a la muerte.
- ¡Ah! -sacó sólo de su laringe seca.
Este sonido espantoso no tenía ninguna diferencia con el que emitió cuando tomó los polvos del mendigo. Tenía la misma expresión de gozo y de alegría.
La jaula estaba ahora tirada boca abajo lejos, con las cortezas negras del pan dispersas fuera, triste símbolo de la vida campestre que Krustalo con tanta indignación y asco pateó. Sus brazos cruzados a derecha e izquierda en el pecho con los dedos recogidos apretados como puños testimoniaban la decisión inalterable que tomó para la muerte. El nudo, bien pasado por su cuello, la llevó más rápido al final. Con la cara hinchada y muy pálida, con la lengua ennegrecida fuera de la boca, con todos los músculos distorsionados salvajemente y con los ojos abiertos de par en par y salidos horriblemente fuera de sus cuencas, miraba al suelo, a la tierra que, con odio y amenaza mortal, devorará sin piedad su cuerpo. Junto a los pies helados de la muerta, Asimó, todavía convulsionada por los espectáculos extraños, gritaba y le tiraba del vestido hacia abajo y quizás aceleró sin querer la muerte de su madre.
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- ¡Qué lugar...! -murmuró el gobernador civil con horror.
- ¡Vámonos! -dijo el jefe de policía.
Pero Dsiritókostas con su compañero digno de lástima se había marchado inadvertidamente de Nijteremi. Cuando se alejó bastante, se paró un momento pensativo y indeciso. A su alrededor reinaba soledad y silencio. Abajo en los campos los humos del konaki todavía subían y se extendían negros y pesados. Los rayos del sol apenas conseguían teñir de rojo sus anchas espaldas y el resplandor se sacudía más allá, en las cumbres de las montañas, en los follajes de los árboles y en las olas celestes del cielo, como si quisieran pintar onírica en el aire la cruel realidad de la tierra. Detrás, el valle de los Tembi, con su vegetación fortalecida, sus cuevas verdes y el tranquilo río, se abría oscuro con expresión de bienaventuranza y de confianza inquebrantable. El mendigo lo decidió de inmediato. En lugar de pasar el puente y coger el camino de carros que en breve las autoridades también cogerían, pensó meterse con su compañero en un escondite. En cuanto ellos se adelantaran, tomaría él otro camino. Y entonces lograría su sueño. Tendría no sólo un mes sino cuanto quisiera al sustituto de Mudsuris.
- ¡Así! -dijo como si respondiera a una pregunta externa.
Rápido aguijoneó a su burrito para que se metiese allí. Pero apenas dio unos pasos, se oyó trote de caballos y ruido de ruedas. Dsiritókostas muy asustado se metió en el primer follaje del valle. La carreta, envuelta en una nube de polvo, pasó el puente y cogió el camino de enfrente, hacia los pies del Kísavos. Estaban dentro los turcos, el jefe de policía, el juez de instrucción y el gobernador civil. Detrás iba el jefe del ejército al trote con su caballo, más atrás, lastimeros y atados, caminaban todos los karangúnides: Paparisos y el alguacil, Magulás y Trikas y los demás, con una impasividad admirable en el rostro, como si fuesen hacia el destino. Aún más atrás, con chirrido de espadas y trote de caballos, seguían los soldados apresurados con su indiferencia grosera.
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Dsiritókostas levantó la cabeza de dentro del follaje, miró a derecha e izquierda, delante, la gran y llamativa comitiva y abajo al pueblo quemado, y una sonrisa perturbó sus labios.
- ¡Ah, gentuza...! -dijo moviendo la cabeza.
No quería definir ni él mismo si lo decía por aquéllos que iban delante hacia el triunfo o por aquéllos que se quedaron detrás en la desesperanza y el embrutecimiento.
Dsiritókostas, tranquilo ahora, se adelantó más profundo. Tenía a salvo a su engendro y no pensaba más que en nuevos viajes y nuevos trofeos. Las ramas de los plátanos con un soplo de viento echaron un velo verde y espeso tras él, como si se preocuparan de asegurarle de cada hostigamiento. El valle diligente acogió al mendigo en sus escondites húmedos y blandos, como acepta a tantos reptiles pérfidos y parásitos.
El hombre muchas veces no encuentra el objetivo de su existencia, pero lo posee en su seno la Naturaleza, diosa indiferente, libre de influencias que muestra el mismo amor a los frutos de Caín y a la primogenitura de Abel.
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN........................................................................VII Datos biográficos..........................................................................VII Obra.............................................................................................VIII El Mendigo......................................................................................X BIBLIOGRAFÍA.......................................................................XVII EL MENDIGO................................................................................21


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